Todos pensábamos que lo habíamos logrado gracias a ellos dos.
Pero en realidad, como dijo mi padre, aquello había sido posible gracias a Duna y a la piel de tigre.
Ella era la única merecedora de nuestros aplausos.
Las palabras de mi padre enfriaron un poco la fiesta y, por unos momentos, su mirada nos esquivó sombría.
Solo mi madre, que con su sonrisa era capaz de espantar a todos los fantasmas tristes de este mundo, consiguió rescatarlo de aquella tristeza.
Después de la fiesta, a media noche, me desvelé atormentado por una extraña desazón.
Me levanté de mi cama sin hacer ruido y me apoyé en la baranda sobre el río, donde las diminutas gotas que caían sobre la lenta superficie de las aguas parecían anunciar el final de las tormentosas lluvias.
Allí me sorprendió mi padre.
–¿No duermes?
–No, padre. No puedo dormir. No consigo quitarme de la cabeza la mirada de odio del señor Ming cuando te ha estrechado la mano.
–Yo tampoco, hijo, yo tampoco. Pero es bueno que te hayas dado cuenta. Es importante reconocer una mirada de odio y, mejor aún, no olvidarla. No la olvides nunca.
Y nunca la olvidé.
Aún hoy, después de tantos años y de tantas cosas como pasaron, no la he olvidado.
Como tampoco he olvidado su cadáver destrozado en mitad de la selva.
LA PRIMERA SOLEDAD
«Bajaré al fondo del río y me quedaré allí. No subiré».
En el desamparo de las largas noches, la joven cazadora furtiva recordaba aquella amenaza que había dirigido a su padre.
La había pronunciado plenamente consciente de lo que decía.
Aunque solo era una muchacha, estaba dispuesta a terminar con su vida bajo las aguas.
Resultaba muy fácil: podía bajar hasta lo más profundo y mantenerse allí agarrada a las raíces sumergidas hasta que sus pulmones estallasen sin darle la oportunidad de volver viva a la superficie.
Muchas veces, compitiendo contra sus primos y hermanos, había contenido la respiración casi hasta el límite. Sabía que, con solo un poco más de aguante, perdería el conocimiento, el agua inundaría sus pulmones y moriría ahogada.
Sin remedio.
No pensaba casarse con nadie, y menos aún con aquel presumido y malcriado hijo del señor Chang, al que solo conocía de verlo en contadas e ineludibles ocasiones.
Sin embargo, fueron unas dolidas palabras de su madre las que la hicieron recapacitar y las que consiguieron que retirase su amenaza de terminar en el fondo del río.
–Tu vida es sagrada. Yo te engendré y yo te la di. Pero te la di para mí, para ser feliz yo, para ser feliz cuidándote y para protegerte hasta que seas adulta; y para que después, cuando yo no sea más que una anciana inútil y no me valga por mí misma, seas tú quien cuide de mí hasta el día en que yo muera. No puedes quitarme tu vida.
Por su cabeza pasaban de nuevo, como en todas las noches en las que no podía dormir, los recuerdos de los últimos días que pasó junto a su familia.
No habían sido días felices; al contrario, habían sido días oscuros y faltos de esperanza.
Además, habían sido mentira.
Todos y cada uno de ellos habían sido una mentira.
Las reuniones con sus futuros suegros, la pretenciosa pedida de mano del estúpido Ming, las pruebas de los vestidos de novia, la mirada autoritaria y absorbente de su futura suegra…
Todo esto, envuelto en la pena por la decepción que le había causado su padre, la sumió en un estado de abandono y abatimiento que borró de su alma cualquier atisbo de esperanza de llevar una vida feliz.
Era tan joven que nunca había imaginado cómo sería su vida de adulta.
Siempre había pensado que continuaría como hasta ahora.
Que viviría en el río pescando con su padre y su familia, cuidando de sus hermanos pequeños y de sus sobrinos.
Al parecer, no iba a ser así.
A su alrededor, todo el mundo la felicitaba por el compromiso con un hombre rico e importante, incluida su madre.
Todos menos Asel.
Tampoco su padre.
Su padre no solo no la felicitó, sino que se volvió esquivo y huraño con ella y se mantuvo lo más apartado que pudo de los preparativos de la boda y de su propia hija.
Duna sabía que Asel se había enamorado de ella desde el día que ocurrió el accidente con el tigre. Aunque prefería pensar que era solo agradecimiento y admiración y que su primo confundía sus sentimientos.
Ella no estaba enamorada de Asel y no quería que él sufriera por un amor no correspondido.
Pero con esto solo se engañaba a sí misma.
En el fondo, su corazón sabía que el amor de Asel era verdadero.
Y eso le causaba aún más pena.
Fraguó el plan de escapada en lo más recóndito de sus pensamientos.
En lo más secreto.
Sin contar con nadie. Sabiendo todo lo que iba a perder con aquella decisión y el daño que iba a causar a toda su familia.
Había hecho una silenciosa promesa a su madre, mientras se repetía una y otra vez aquellas últimas palabras:
«No me quites tu vida».
No se la iba a quitar, pero huiría de allí, se marcharía.
Se perdería en la selva.
Desaparecería.
Y, si conseguía sobrevivir, algún día volvería para ocuparse de su madre.
Como había prometido.
Lo preparó todo con extrema precaución: la pequeña balsa, las ropas, las provisiones, un cuchillo...
El cuchillo la salvó de morir entre las garras del tigre en aquel primer amanecer en soledad. Su primera soledad.
Ahora era dueña de muchas soledades; noches largas y días enteros.
Los breves y esporádicos encuentros con su padre y su hermano pequeño le daban fuerza para resistir. Aunque a veces se sorprendía pensando en Asel con nostalgia, y no podía entenderlo.
Solo la agitación y la emoción por la caza conseguían arrancarla de la tristeza y devolverla al mundo real.
Al mundo de la jungla, los tigres y el peligro.
El mundo del que ya no podía separarse.
También la consolaba poder ayudar a su familia en la clandestinidad, desde las sombras de la selva oscura.
Algunas veces los observaba mientras pescaban.
Se escondía en el follaje de los árboles más altos y miraba cómo pescaban desde el amanecer hasta bien adelantada la jornada.
Su espíritu más infantil añoraba sumergirse en el río para recuperar las redes atrapadas, y la alegría de todos cuando estas vertían su agitada carga sobre la cubierta de las barcas.
Parecían felices, y eso la hacía sentirse también feliz.
Con más frecuencia de lo que su familia podía imaginar, Duna se encaramaba a los techos de sus casas. Desde allí los espiaba mientras cenaban y contaban viejos cuentos sobre