Chiki Fabregat (Esperanza Fabregat)

El cofre de Nadie


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cuando llegó Lola y trata de disimular que hasta le cuesta pronunciar su nombre sin enfadarse.

      –¿No es amigo tuyo?

      Érika niega con la cabeza. Revisan las fotos que han puesto sus amigos y sigue explicándole a Nadia quién es quién. Le repite nombres y apodos que ella olvida y mezcla en cuanto los oye.

      –¡Este, este! –dice Nadia señalando el teléfono.

      Érika amplía la foto del salón y la mueve con los dedos hasta que la cara de Mario ocupa casi toda la pantalla.

      –No tengo ni idea.

      –Ya. ¿Qué es lo que ha puesto?

      Érika vuelve a la fotografía de ellas dos en la cama y desliza el dedo hasta que da con el comentario.

      «Tres joyas únicas, irrepetibles».

      –Anda ya, parece un anuncio de la Galería del Coleccionista –dice Érika.

      –¿Tres? ¿Tú, yo y el fantasma?

      –No, mujer, será tú, yo y el cofre.

      El teléfono sigue sobre la mesa cuando aparece un comentario nuevo justo debajo de la frase de Mario:

      «A cualquier cosa llamas joya».

      Ninguna de las dos parece sorprendida al ver el nombre de Lola.

      –Qué maja es, oye. No me extraña nada que te guste tanto.

      Se arrepiente nada más decirlo porque Érika ha vuelto a esa sonrisa triste del día anterior, así que cambia de tema, le pregunta por la parejita empalagosa y la anima a que le cuente los cotilleos de sus amigos, aunque no sea capaz de retener ni un nombre.

      Siguen charlando hasta que la mesa vibra un poco. El teléfono de Nadia está bocabajo, así que lo gira y encuentra la notificación de un mensaje directo. Es Mario. Le ha enviado una fotografía de un cofre parecido al suyo, pero viejo y sucio y roto.

      «De verdad es una joya».

      Vuelve a colocar el teléfono bocabajo en la mesa.

      –¿Algo interesante? –dice Érika.

      Nadia duda un momento.

      –No, qué va –dice al fin–. Hugo, ya sabes.

      Y busca en la boca el recuerdo del chocolate para tapar el sabor amargo que le deja la culpa.

      5

      Pero la culpa por mentir se queda como un recuerdo en el fondo de su garganta. El sábado avanza sin más sobresaltos, el olor a tortitas quemadas desaparece y se lleva también el malhumor por la fotografía de Lola. Érika sale con sus amigos y, aunque la invita, Nadia prefiere quedarse en casa. En cuanto oye la puerta cerrarse, sube a su habitación, enciende el ordenador y busca el perfil de Mario. Apenas hay una docena de fotos de arena, piedras y ruinas, y una, solo una, en la que sale él. Le cuesta reconocerlo porque lleva una gorra de visera ancha y no se ha afeitado. No llega a tener barba, solo esa sombra oscura que a algunos chicos les sienta tan bien y a otros da ganas de meterlos en una bañera y frotar con un cepillo para borrársela. Mario es de los segundos.

      Tal vez esperaba encontrar un cartel luminoso que advirtiese del peligro de responder a mensajes de desconocidos, o tal vez solo esté dilatando la respuesta; pero cuando ya no quedan fotografías ni perfiles de amigos de Mario que revisar ni búsquedas absurdas que hacer, vuelve al mensaje que ha recibido por la mañana y contesta:

      «¿Por qué te interesa tanto?».

      Antes de dos segundos tiene una cara sonriente y el maldito mensaje de que la otra persona está escribiendo. Un millón de horas después, Mario termina de explicarle que se trata de una curiosidad antropológica, que hay pocos, tal vez ninguno en tan buen estado, y que de verdad le encantaría verlo de cerca.

      –A ti o al cofre –dice Hugo cuando lo llama para contárselo.

      Y luego no para de hablar, porque ha conocido a un chico de sonrisa muy blanca y de piel muy morena. Siempre los describe así, como actores de películas romanticonas, impecables, guapos y bien peinados. Y no es que mienta, es que adorna la felicidad como otros adornan los dramas. Probablemente, la próxima vez que hablen el tipo de la sonrisa perfecta será solo un recuerdo.

      –Volviendo a ti y a ese Mario...

      –No te hagas líos, no hay nada de eso.

      –Un día me echaré un novio de verdad y te quedarás sola.

      Lo dice así, entre risas, como dice que si nieva en la playa y se queda aislado no volverá al instituto, pero a Nadia se le vacían un poco los pulmones al escucharlo y le cuesta que el aire entre de nuevo. Después vuelven al chico de piel morena, de sonrisa increíble, de ojos impresionantes, el de la voz más dulce que ha escuchado en toda su vida. Hugo es así, superlativo.

      También le pregunta por su hermanastra vikinga y se ríe al decirlo. Y Nadia le contesta que no está tan mal.

      –Igual os hacéis amigas.

      Charlan, ríen, bromean a cuatrocientos kilómetros de distancia y es como si lo tuviera a su lado. Al colgar, busca el mensaje de Mario y le responde:

      «Cuando quieras».

      Baja a la cocina para comer algo de lo que Rut dejó en la nevera y elige pimientos rellenos, una caja para dos personas, por si Érika llega a cenar. No es que le haya ocultado lo de Mario, es que es tan impulsiva que le habría organizado una cita sin saber siquiera quién es. Sigue sin saberlo, pero al menos no parece un psicópata y le ha despertado la curiosidad. Cuenta los pimientos de la caja y divide entre dos. Separa justo en la mitad, se sirve su parte en un plato, sin prisa, tan despacio como puede. Pero Érika no llega, así que empieza a comer mientras repasa en el teléfono la información que ya ha visto de Mario.

      No ha terminado el primer pimiento cuando Mario responde:

      «Puedo esperar a que vuelvan tus padres».

      Le dan ganas de llamar de nuevo a Hugo, para contarle lo equivocado que estaba y reírse con él. O para que se ría de ella.

      «Tú verás».

      Se arrepiente justo cuando le da al botón de enviar y teclea a toda prisa.

      «Quiero decir que como lo veas, lo que tú prefieras, a mí me da igual. Eres tú el que quiere ver el dichoso cofre».

      Se vuelve a arrepentir, pero ya no manda nada más. Deja el teléfono bocabajo en la mesa y la emprende contra los pimientos. Cuando termina su mitad, escribe una nota para Érika diciéndole que tiene el resto en la nevera. Y, como un momento antes, se arrepiente por si ha sonado muy seca y añade, en letra diminuta, un beso y un buenas noches.

      Mario ha respondido mientras cenaba. Ha visto la luz azul asomando por debajo del teléfono, pero ha sujetado las ganas de darle la vuelta. Subiendo la escalera lo lee:

      «¿Lo trajiste de Kenia?».

      Y, ya tumbada en la cama, con el pijama puesto, piensa qué responderle.

      «Mi padre nos trajo».

      «¿Eres adoptada? ¿Tu padre solo?».

      No puede, no quiere, contarle toda su historia.

      «Trabajaba allí, es médico. ¿Por qué tanto interés?».

      «¿Te adoptó recién nacida? ¿De qué parte de Kenia?».

      Se queda mirando el teléfono. En realidad, no sabe nada de Mario y su curiosidad resulta un poco incómoda. Le manda un último mensaje, más largo, y le dice que son muchas preguntas para un directo de Instagram, que ya hablarán otro día. Sabe que ha sonado un poco borde, pero esta vez no le importa demasiado. Mario dice que de acuerdo, se despide y lanza una última pregunta a la que Nadia ya no responde:

      «¿Hay algo dentro?».

      Oye la puerta entre sueños. Érika no