Amílcar Osorio

La ejecución de la estatua


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la mano derecha y la pluma fuente de Gonzaloarango en la elaboración de los manifiestos. Este lo llevaba por las calles atado de una cadena al cuello y así lo sentaba en el mosaico de los cafés, como un perro, para pasmo o sorna de los parroquianos. Era un acto más de soberbia que de humildad. Quien debería sentir vergüenza era el amo. Pues nunca condescendió con el humanismo que inflamaba al “profeta”. Él quería conducir a su generación por otro sendero, igualmente sin meta pero tal vez más mórbido que satírico. Ni siquiera le interesaba la revolución. Él prefería la abyección, “hacer monstruosa el alma”, como predicaba Rimbaud, ser el francotirador en la torre.

      Eso, más algunas indelicadezas rampantes ante el probo Gonzalo, enemigo número uno de la humanidad pero de una ética a prueba de balas, los llevó a separarse. Como varios nadaístas de entonces,1 Amílcar marchó a los Estados Unidos. Allí se integró con algunos beatniks que andaban haciendo el camino, con algunos vagabundos del Dharma de la montaña, con algunos santones zen de los altos hornos. Entre ellos Allan Wats, promotor del Zen, David Howie y Renée Frey, John Sirio, Jim Taylor, Bob Dylan, Allen Ginsberg, Gregory Corso. En ese tiempo escribió una novela que vino a dar a nuestros Sagrados Archivos, La ejecución de la estatua. Inédita, como casi todo lo suyo. Desde hace casi cincuenta años ando con ella como un trofeo o un tesoro, buscando quien la lea o quien la publique. La he perdido por años y la he llorado como a una novia pero la he vuelto a encontrar. Es una asombrosa novela de la violencia en Colombia, escrita con referencia a las maromas lingüísticas de Joyce y el rigor detallista de los objetalistas franceses, y viene a ver la luz apenas cuando en Colombia se columbra la paz. Trabajada y lograda por un nadaísta, precisamente.

      Casi todos los nadaístas en tránsito tratamos de seguirle en su destreza literaria y sus desplantes, por lo general con menor fortuna. Se nos hacía que su estilo era rutilante, con influencias depuradas dada su rigurosa bibliomanía. Andaba siempre con un lujoso tomo de Rimbaud empastado en francés. Traducía a los surrealistas, en especial a Bretón y a Peret. Devoró Lolita de Nabokov, de la que hizo una parodia con un niño como protagonista gay. Fue quien nos repartió a todos ejemplares dudosamente adquiridos de El cuarteto de Alejandría, ese tratado del amor moderno de Lawrence Durrell, que nos dejó “profundamente herido el sexo, profundamente herida esta conciencia, profundamente herida la manera de comer”, como el mismo Amílcar cantara. Y de paso allí se encontró con el viejo poeta de la ciudad, con Constantino Kavafis, de quien hizo impecables traducciones y convirtió desde entonces en nuestro compañero de farras.

      Solo dos libros, casi opúsculos, alcanzaron a publicarse, antes de que sospechosamente se lo tragara la laguna “La Oculta”. Vana stanza, diván selecto, poemas elaborados entre 1962 y 1984 y El yacente de Mantenga, replicado después como Gato o soledad en la lluvia, con cuentos elaborados en diferentes épocas. Cuando los publicara en los suplementos de los periódicos se le consideró un genio sin antecedentes en la literatura colombiana, lo que lo llevó a inferir que sus compatriotas eran unos imbéciles y por eso también se fue. Su primera novela, de altos ribetes sicalípticos, Súbete en todo mí, escrita durante la gira que los nadaístas realizábamos por Colombia en 1960, se la hizo quemar por improcedente un aseñorado español ante quien nuestro portento se descubría, como los demás de la facción sodomita de Medellín. Su obra recuperada es copiosa y exuberante. Está a salvo en la Biblioteca Piloto, de Medellín. Cubre todos los géneros.

      El día que se conozca, y ya llegó el día con su novela principal, gracias a la solícita Editorial EAFIT, va a resucitar entre el público el “imbécil” concepto –según él, que era irónico– de que era un genio. Bien merecido se lo tiene.

      NOTA EDITORIAL

      La historia editorial de La ejecución de la estatua podría ser una fascinante crónica: en 1968 fue finalista del premio Seix Barral de novela; Amílcar, para entonces, tenía veintiocho años: se conocían sus cuentos y poemas, y sus excentricidades como nadaísta. La ejecución no fue publicada ese año, ni tampoco lo sería en las siguientes décadas. Pasó por varias manos y, podría suponerse, por una que otra editorial; los que la conocían, en esa clandestinidad que empezó a crearse a su alrededor, hablaban de ella con entusiasmo, y algunas veces se comparaba, en la forma, con las técnicas que había probado Joyce en Ulises (1922) y Finnengans Wake (1939). Ahora se publica, cincuenta años después, solo que ronda una inquietud que no termina de resolverse: por qué tantos años inédita esta novela. Una respuesta salta a la vista, y es que no se creía en su valor “comercial” porque La Ejecución, más que una novela experimental, es una obra que lleva la lúdica creativa hasta ese lugar en el que el fragmento, lo laberíntico, el caos, la polifonía, el contrapunto y los cruces se convierten en la propia estructura; por eso, quien pedía de La ejecución aquella sucesión clásica de los hechos, unos tras de otros, no encontraba más que simultaneidad y paralelismos en los tiempos y los espacios. Dice Jotamario de La ejecución: “Quién sabe cuántos años la trabajó con dedicación enjundiosa, rodeado de poetas outsider y maestros zen […], por medio siglo ha pernoctado en la mesa de noche de todos mis enganches sentimentales y la he perdido por años y vuelto a recuperar, y la he entregado a editoriales que la devuelven, considerándola un hueso duro de roer, pues entre una novela de la violencia –que era lo que se esperaba en Colombia de los escritores de garra– y un Ulises, cosa que no espera nadie, nuestro hombre se fue por un Ulises de la violencia. Una violencia tal de salvaje que luego de la masacre en el pueblo de Saldeguaca se termina ejecutando la estatua de la Madre en la plaza”. La ejecución es una novela de múltiples escenografías en las que Amílcar fue el escritor y artista que ya era e, incluso, el que llegaría a ser, por el riesgo y la libertad de una prosa que solo hacía concesiones a la potencia de su expresión.

      La ejecución sobrevivió como “mecanuscrito”: la copia que llegó a la Editorial EAFIT da cuenta de una batalla que no podía ganarse. En esos cincuenta años, no solo fue leída, sino que fue intervenida; algunos de sus lectores (amigos y conocidos), suponemos que después de la muerte de Amílcar en 1985, se tomaron la licencia, por afecto o deber literarios, de tachar algunas partes, agregar otras, y hasta reordenar, en aquello que juzgaban como el más “correcto” sentido para la comprensión, que tenía que ver con la idea de “aclarar” la lectura, hacerla coherente. Como editores, sabemos que es un gesto más que comprensible: se trataba de un manuscrito susceptible de ser “mejorado”, y mucho más si sus lectores también eran escritores, poetas y narradores; solo que partimos de un principio, que a veces por obvio solemos olvidar: si presentábamos la novela con esas “intervenciones” había ya otro estatus, el de la “reescritura”, el de la “coautoría”, y eso significaba publicar “otra” novela. Así, para esta edición, omitimos esas “tachaduras” y quisimos presentar la novela en la que podría ser su versión “primera”, o, al menos, la versión que pudo haber tenido el mismo Amílcar, aquella de 1968. De esa versión, además, nos propusimos respetar el más importante aspecto que puede respetarse en un manuscrito: su estilo; justo ahí vive la voluntad creativa del escritor; por eso nos abstuvimos de “actualizar” su gramática: tratamos de comprender su “naturaleza” y desde allí editar, corregir, diagramar, incurriendo, como advertimos, en someter la novela a los corsés de un manual de estilo; en otras palabras, evitamos la tentación de domesticar, o al menos no del todo, la escritura de Amílcar, pues ella brilla en su espontaneidad. Como se verá, La ejecución comienza con esta frase (en minúscula): “pueblo trazado…”; y termina en un artículo: “aparecen en los”. Es decir, iniciamos una novela que tuvo su principio mucho antes, y luego al final somos abandonados por ella, pareciera que la historia continúa sin nosotros. La ejecución, toda ella, quiere destruir la obsesión de la totalidad; prefiere la parcialidad, los días que no acaban, las superposiciones de la realidad y la ficción, de las maneras de narrar y de ver.

      Finalmente, nuestro mayor desafío: descifrar el paso del tiempo en la copia mecanuscrita que nos llegó; muchas de las páginas mostraban una tinta desleída, quizás, desde el mismo original, como si se tratara de un palimpsesto que hubiera sido raspado en ciertas partes para ser nuevamente escrito. Tras esos cincuenta años, La ejecución