en esta misma editorial:
Un total de 57.000 mujeres que han sufrido la ablación viven en España y cerca de 17.000 menores de 14 años, la mayoría procedentes de familias de África subsahariana, corren el riesgo de sufrirla.
Como dato positivo tengo que señalar que me alegra ver cómo cada vez son más las mujeres que se rebelan y se organizan contra esta práctica y más los países que la han prohibido oficialmente, aunque en aldeas remotas se siga realizando. Igualmente algunos hombres se unen en esta lucha contra la ablación, como es el caso del médico Michel Akotionga, de Burkina Faso, que ha dedicado toda su vida a ayudar a las mujeres.
En América Latina he podido escuchar en boca de muchas mujeres las violaciones a las que habían sido sometidas. En Guatemala unas indígenas quiches me contaban cómo los soldados llegaron a su aldea y después de violar a todas las mujeres, abrieron los vientres de las embarazadas con las bayonetas y tiraron los fetos al aire. Y así rememoro tantos documentales en los que entrevisté a mujeres víctimas de la violencia machista. Recuerdo especialmente la historia de Helena Jorge en Mozambique. En 1977 comenzó la guerra civil que duró dieciséis años entre la Frelimo, de inspiración marxista, y la Renamo, de orientación derechista. Hubo un millón de muertos. Dos tercios de los refugiados y desplazados fueron mujeres y los niños a su cargo. El impacto de la guerra en la vida de las mujeres fue brutal. Helena Jorge quedó discapacitada, con el cuello totalmente torcido, por el esfuerzo que le obligaron a hacer los militares, que previamente habían matado a su marido de un palo en la cabeza. «Me pusieron un saco de cien kilos de azúcar sobre la cabeza –me contaba Helena–, conseguí huir y fui arrastrándome. Me empezaron los dolores de parto y tuve dos gemelos en la selva. Estaba yo sola y los envolví en la tela de mi falda con la placenta y todo. Creo que escapé de una muerte segura, pero estuve aterrorizada durante mucho tiempo». A pesar del sufrimiento y de las secuelas que este acto atroz le dejó, Helena sonreía.
Aunque sea brevemente no puedo dejar de hacerme eco del crimen más universal contra las mujeres: el de la violencia de género en el ámbito doméstico, cuyas estadísticas son sobrecogedoras. Las estimaciones mundiales publicadas por la OMS, en su último estudio, indican que alrededor de una de cada tres (35%) mujeres en el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual de su pareja o violencia sexual por terceros en algún momento de su vida4.
En Bangladesh muchas mujeres tienen el rostro desfigurado por el ácido que sus maridos les arrojaron alegando que eran desobedientes. En la India cada día muere una mujer quemada con keroseno. Sus maridos fingen accidentes caseros para asesinarlas y recibir la dote de la nueva esposa. Todos esos crímenes hubieran quedado impunes a no ser porque algunas, con la espalda y el cuerpo semiquemados, sobrevivieron a semejante barbarie y pudieron contarlo. Desgraciadamente en España también hemos vivido alguno de estos «accidentes». La primera víctima fue Ana Orantes, que marcó un antes y un después en la lucha contra la violencia de género. Ana Orantes soportó malos tratos durante cuarenta años. Cuando se decidió a confesarlo en Televisión Española sufrió la brutal agresión de su marido que la roció con gasolina quemándola viva.
Todo ello sin olvidar que en España el pasado año, en 2016, 53 mujeres fueron asesinadas por sus maridos o compañeros. Son víctimas del llamado «feminicidio», es decir, mueren asesinadas por el hecho de ser mujeres que no se doblegan al poder patriarcal. Sabemos que estas muertes son solo la punta del iceberg de la violencia que sufren las mujeres en el seno de sus hogares o en los lugares de trabajo. La violencia física, sufrida la mayor parte de las ocasiones en silencio, el maltrato psicológico, las humillaciones, las vejaciones... hacen que la vida de las mujeres sea un verdadero infierno del que muchas veces es difícil salir.
Es por esta razón por la que siempre he apoyado a organizaciones como la Fundación Luz Casanova que ayuda a las mujeres que sufren en sus vidas el maltrato y la violencia de sus parejas. Además de atenderlas físicamente, me parece muy loable el trabajo que realizan de sensibilización y toma de conciencia sobre esta lacra social. Y es aquí donde se encuadra la idea de convocar un concurso de relatos que pudieran expresar todas esas realidades de violencia que viven las mujeres.
Los relatos que componen esta publicación recogen muchas de las variables que inciden en la vida de una mujer. De México, país donde la mujer sufre un alto nivel de violencia hay dos relatos que reflejan parte del infierno en el que viven estas mujeres. Uno, «La vergüenza del sol», habla de la violación sufrida por una niña de 12 años en un camino cualquiera, una niña que el único mundo que conocía era el de la violencia y el trabajo. A pesar de su corta edad, como muchas otras, se rebela contra su presente y busca un futuro nuevo:
No podía saber que quería, pero sí supo que no quería eso, nunca más. Miró a la casa, al camino, y se encaminó decididamente rumbo a la escuela. Buscaría a la maestra, estudiaría, buscaría las respuestas, algo le decía que ser mujer era algo más que lavar platos y saciar los deseos de cualquiera. Se metió en la noche plena de esperanza. Había cambiado, podía sentirlo, se sentía mujer.
Como mujer se debió sentir Rosenda Cheche, protagonista de «Los ancianos sabios», escrito también desde México, que ganó del primer premio del concurso:
Bajó del autobús en la loma para contemplar el pueblo. Con el título de Trabajadora Social obtenido durante su reclusión, lucharía porque ninguna mujer padeciera los usos y costumbres.
Los usos y costumbres que la condenaron y la llevaron a vivir veinticinco años en la cárcel, de donde salió fortalecida para trabajar con el objetivo de que otras mujeres no vivieran lo que ella había vivido. Este relato basado en un hecho real da cuenta de la violencia estructural que muchas veces se ejerce contra las mujeres y se añade a la que se vive en el ámbito más privado.
Otros relatos como «No te metas», «Escondido» o «Pecado de omisión» nos hablan del silencio cómplice de aquellas personas que son testigos del sufrimiento que se vive tras los tabiques de su casa, al otro lado del despacho, en la vivienda de enfrente, pero no tienen la valentía de enfrentarse al maltratador.
«Ego me absolvo» aporta un dato importante sobre los demás y es que la violencia contra la mujer no es algo propio de gente pobre o sin cultura. Esta violencia se ejerce en todas las clases, también en la «gente guapa» como señala el relato.
En «Lágrimas» nos encontramos con un relato donde se narra muy acertadamente el drama de una mujer primero secuestrada y luego obligada a casarse con alguien que no quiere. Arrancada de su realidad cuenta la última hora antes de pasar a una vida que ella no ha elegido:
Solo me queda una hora para estar casada con un hombre al que no amo y entrar a formar parte de una familia desconocida y hostil que me retiene en su casa por la fuerza. Una hora y habré abandonado para siempre mis estudios de Turismo y pasaré a cuidar un rebaño de ovejas.
El segundo premio, «Policía o “secaria”», narra la violencia vista desde los ojos infantiles de la hija de la mujer víctima de los malos tratos. Los niños y niñas son testigos mudos la mayoría de las veces de la violencia contra sus madres y, por supuesto, víctimas ellos también. Como también y tan bien nos muestra el relato «Esperanza», que siendo tan corto es capaz de transmitir tantas emociones.
Y acabo ya este prólogo, quizá un poco extenso, con el relato ganador del tercer premio «Más que una noche» donde la protagonista termina su historia y su salida del maltrato regalándose una noche de hotel:
Mientras la luna se bañaba en silencio conmigo, las estrellas parecían aplaudirme. Decididamente había triunfado. Aquello significaba un nuevo comienzo. Aquello... ¡era más que una noche!
A pesar de las cifras abrumadoras sobre la violencia contra la mujer, hoy más que nunca las mujeres somos conscientes de nuestra resiliencia, de nuestra fuerza, de nuestra capacidad organizativa... y cada vez somos más las que nos unimos para decir con fuerza en un solo y alto grito: Ni una mujer menos. Nos queremos vivas.
CARMEN SARMIENTO
Introducción