con los servicios de cualquier capital europea moderna (en 1927, por ejemplo, había ya cincuenta y seis discos distintos de tranvías) y al mismo tiempo se acrecentaba el número de chabolas que surgían, fruto de la emigración, en los descampados de la periferia.
Estas infraviviendas «llegaron a constituir un auténtico cinturón rojo de la capital: Guindalera, Cuatro Caminos, Tetuán, Puente de Vallecas, Peñuelas, etc. Los empeños oficiales para construir viviendas baratas y asequibles a esta población eran incapaces de atender las necesidades que planteaba una ciudad en constante crecimiento demográfico, por el empuje conjunto de la emigración y la natalidad»3.
Según las estadísticas de 1929, 104.244 de los 809.400 madrileños eran obreros o personas de condición económica muy modesta.
En esas zonas deprimidas, en las corralas que popularizarían las zarzuelas y en las barriadas pobres del extrarradio, sobrevivían miles de gentes al borde de la miseria:
Mal alimentadas –que pasan hambre–, dominadas por la incultura, que apenas leen la prensa y que alimentan sus opiniones de conversaciones durante el trabajo, en las que la voz de los sindicalistas fluye autorizada desde las casas del pueblo y los locales anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo).
Allí los enfoques socialistas y anarquistas configuran una opinión pública en la que la conciencia de clase se transforma en algo más inmediato y visceral: el odio a los ricos y al clero, que se percibe como cómplice de aquellos.
La experiencia de la miseria habitual, de la ignorancia, de la falta de atención médica y de capacidad económica para llegar a los remedios farmacéuticos, parecen reclamar una revancha que las diversas soluciones revolucionarias presentan como próxima4.
30 de abril de 1927. En La Casa sacerdotal
Escrivá residió durante sus diez primeros días madrileños en una pensión modesta, situada en el nº 2 de la calle Farmacia5. El 30 de abril, tres días después de matricularse para el doctorado en la Universidad Central, se fue a vivir a una Casa sacerdotal que se había inaugurado pocos meses antes en el nº 3 de la calle Larra, en la zona universitaria.
Esa Casa sacerdotal tenía capacidad para treinta y un residentes y convivían en ella sacerdotes mayores con otros más jóvenes, como Justo Villamariel, Avelino Gómez Ledo, Antonio Pensado y Fidel Gómez Colomo. Este último recuerda a Josemaría como «una persona cordial, diáfana, leal».
La residencia estaba situada casi enfrente de la sede del diario El Sol, con el que colaboraban destacados intelectuales del país. Algunos de ellos eran conocidos por su pensamiento anticristiano6.
Aquel periódico se había convertido en un lugar de encuentro de tres generaciones de escritores y pensadores: los que conformaron la llamada Edad de Plata; algunos miembros de la generación de 1898; la generación de 1914, en plena etapa creativa; y la de 1927, que supuso «un fuerte empuje literario y una decidida opción por el compromiso político y la acción cultural en su vertiente de militancia social»7.
Gómez Colomo recordó siempre la conversación que sostuvo con Escrivá sobre la misión de los intelectuales: «Estábamos comentando algún acontecimiento que ahora no recuerdo, y me habló de la necesidad de hacer apostolado también con los intelectuales, porque, añadía, son como las cumbres con nieve: cuando esta se deshace, baja el agua que hace fructificar los valles. No he olvidado nunca esta imagen, que tan bien refleja ese ideal suyo de llevar a Cristo a la cumbre de todas las actividades humanas»8.
En aquel tiempo el proyecto prioritario de Escrivá era cursar las asignaturas del doctorado en Derecho y encontrar lo antes posible una «colocación» que le permitiera traer a su familia, que permanecía en Fonz. Su maestro y amigo Pou de Foxá le aconsejaba por carta –o se lo decía de palabra, durante sus estancias en Madrid– que, si no conseguía pronto una tarea eclesiástica, empezara a desarrollar un trabajo civil: podía opositar a una cátedra, entrar en un bufete de abogados o en alguna oficina del cuerpo consular... Escrivá agradecía sus consejos, pero no estaba dispuesto a dedicarse a tareas tan alejadas de su ministerio.
1 de julio de 1927. En el Patronato de enfermos
La Residencia sacerdotal estaba regentada por las Damas Apostólicas, una fundación que se encontraba en sus comienzos y acababa de ser aprobada por el obispo de Madrid, Leopoldo Eijo y Garay.
Aunque en aquellos momentos solo contaba con diez Damas Apostólicas, estas religiosas llevaban a cabo un amplísimo trabajo espiritual y asistencial, gracias a la colaboración de numerosas señoras de la ciudad9. Dirigían diversos empeños apostólicos y caritativos, como la Obra de la Preservación de la Fe, la Obra de la Sagrada Familia, los Comedores de la Caridad o los Roperos de San José.
En 1927, según el boletín trimestral que informaba de esas actividades, se visitaron a unos cinco mil enfermos, se celebraron unos setecientos matrimonios y se administraron más de cien bautismos. En 1928 la Congregación llegó a contar con cincuenta y ocho escuelitas, enclavadas en diversos barrios madrileños, a las que acudían unos catorce mil alumnos. Distribuían diariamente trescientas comidas. Además, habían puesto en marcha el Patronato de enfermos (que contaba con una clínica de veinte camas) y habían levantado seis capillas en las afueras de Madrid, donde los inmigrantes malvivían en chabolas miserables.
Cuando Escrivá conoció a la Fundadora, Luz Rodríguez-Casanova, se planteó la posibilidad de trabajar como capellán en el Patronato de enfermos. Doña Luz era una mujer de cincuenta y cuatro años –relata González-Simancas–, con un «aspecto sumamente venerable. Se reflejaba en ella una gran dignidad, decisión y energía. [...] Debió de intuir que había encontrado al sacerdote que necesitaba, a la medida del apostolado que se hacía en y desde el Patronato. Y don Josemaría debió comprender también que aquella mujer, cuatro años mayor que su madre, muy de Dios y llena de celo apostólico, le abría las puertas de una labor sacerdotal amplia y eficaz»10.
Rodríguez-Casanova mantenía una relación excelente con el obispo de Madrid, y ella misma hizo las gestiones para que aquel joven sacerdote pudiera celebrar la Eucaristía, predicar y oír confesiones fuera de la iglesia de San Miguel11. Su misión como capellán del Patronato de enfermos consistía en cuidar de los actos de culto de la Casa del Patronato, celebrar la Misa, hacer la Exposición del Santísimo y dirigir el rezo del Rosario.
Gracias a ese conjunto de aparentes coincidencias, Escrivá dejó de celebrar Misa en la iglesia de San Miguel a comienzos de junio, y el 1 de julio de 1927 comenzó a trabajar como capellán en el Patronato, cuyo edificio se alza, con su fachada de ladrillo visto y azulejos, en la calle de Santa Engracia.
Cuando tomó posesión de su cargo –explica González-Simancas–, José María Rubio12, que era el director espiritual de la nueva Congregación, acababa de predicar unos ejercicios espirituales para ayudar a Luz Rodríguez-Casanova en la formación de las primeras candidatas. «Y, finalmente, la víspera de la fiesta del Sagrado Corazón, el 23 de junio, unos días después de que don Josemaría comenzara a trabajar como capellán, el obispo [...] comunicó a Luz Rodríguez-Casanova que al día siguiente quedaría erigida la Congregación de las Damas Apostólicas del Sagrado Corazón. Aunque don Josemaría no intervino para nada, ni entonces ni después, en la vida interna de la Congregación, era consciente de la riqueza de aquel fenómeno eclesial»13.
En el Patronato de enfermos conoció Escrivá a un sacerdote astorgano, Norberto Rodríguez, que llevaba tres años trabajando como capellán segundo. Tenía cuarenta y siete años y era un hombre bueno y piadoso que se había ocupado, al comienzo de su ministerio, de los enfermos del Hospital General. Había contraído años antes, en 1914, una enfermedad de origen neuronal, y cuando se repuso continuó trabajando en Peñagrande junto con José María Rubio. Pero había vuelto a recaer, quedando inhabilitado para tareas que requiriesen cierto esfuerzo.
Aunque