José Miguel Cejas

Cara y cruz


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las cosas –continuaba diciendo–, me iba dando una gracia tras otra, pasando por alto mis defectos, mis errores de niño, mis errores de adolescente...»23.

      El joven Escrivá fue superando poco a poco sus errores de adolescente –su rebeldía interior ante la situación familiar– y esforzándose por dominar su carácter natural impulsivo y vehemente. A medida que fue creciendo, como es normal a medida que se consolida el carácter, la impetuosidad de su temperamento cobró mayor fuerza y en ocasiones daba «muestras de impaciencia, de nerviosismo y de brusquedad»24.

      Era aficionado a la literatura y pronto pasó de las novelas de Julio Verne y Salgari a la lectura del Quijote. Y fue familiarizándose con los clásicos españoles, desde Lope a Quevedo. Esas lecturas dejaron huella en su estilo literario y en su sensibilidad, particularmente interesada en algunas dimensiones del arte, como la literatura o la arquitectura.

      Su modo de ser no cambió demasiado a lo largo de su vida: conservó desde su adolescencia hasta su muerte la franqueza propia de las gentes de Aragón y un espíritu bromista, junto con la «profunda sensatez» de la que hablaba uno de sus compañeros de clase, Eloy Alonso25.

      Hacia 1916 empezó a seguir apasionadamente el desarrollo de la Gran Guerra. Estaba al tanto de lo que sucedía en Irlanda y rezaba por las personas de aquel país que sufrían a causa de su fe26.

      A los quince años sucedió en su vida un hecho externamente irrelevante que acabó marcando su existencia. Se ignora la fecha concreta, aunque no el periodo de tiempo en que ocurrió: entre las últimas fechas de diciembre de 1917 y las primeras jornadas de enero de 1918; es decir, pocos días antes de que cumpliera dieciséis años.

       Navidades de 1917-1918. El impacto de unas huellas

      Una noche de invierno cayó una fuerte nevada sobre la ciudad y durante la mañana siguiente27 Escrivá vio en la calle Mayor, en la zona que llamaban popularmente la costanilla, la impronta de unos pies sobre la nieve. Eran las huellas de algunos de los carmelitas descalzos que acababan de llegar a la ciudad dos semanas antes y cuyo convento quedaba cerca de allí28.

      Esas pisadas conmovieron al joven Josemaría, y no solo por lo que significaban de sacrificio personal por parte de aquellos frailes. «Si otros hacen tantos sacrificios por amor de Dios –pensó–, ¿yo no voy a ser capaz de ofrecerle nada?»29. Le transmitieron un mensaje de perfiles confusos y dieron origen a un decisivo giro existencial.

      «El Señor –escribía tiempo después– arrojó una semilla encendida en amor. Comencé a barruntar el Amor, a darme cuenta de que el corazón me pedía algo grande y que fuese amor [...]. Yo no sabía lo que Dios quería de mí, pero era, evidentemente, una elección»30.

      «Llama la atención –me comentaba Flavio Capucci31 en Roma a finales de los setenta–, que un chico de quince o dieciséis años, se conmueva hasta ese punto y decida entregar su vida a Dios tras contemplar unas pisadas sobre la nieve, fruto del amor a Dios de una persona».

      Independientemente de lo que se podría denominar «fenomenología de la gracia y de la acción de Dios en cada alma», para Capucci esta reacción pone de relieve que Josemaría había madurado en su vida espiritual de un modo llamativo para su edad, con disposiciones de entrega generosa hacia el Señor.

      Aquella mañana de invierno, mientras triunfaba en el extremo del continente europeo una revolución que tendría terribles consecuencias a lo largo de aquel siglo, tuvo lugar en su alma una de esas experiencias trascendentales que llevan a los jóvenes –según Aardweg– a tomar decisiones que comprometen decisivamente su futuro. Fue, en cierto sentido, lo que Víctor Frankl denomina «un descubrimiento del sentido existencial de la propia vida».

      Josemaría comentó en diversas ocasiones, de palabra y por escrito, que aquellas huellas fueron una «llamada de Dios»; pero, una llamada... ¿a qué? A una entrega plena en su servicio, de eso estaba seguro. Mejor dicho: era lo único de lo que estaba seguro.

      ¿Dónde y cómo? Lo ignoraba32.

      El cambio ocurrió sin más: de repente y sin preámbulos, del mismo modo que lo experimentaron tantos conversos de la historia; entendiendo en este caso la palabra conversión en su sentido más amplio.

      Escrivá no se había planteado hasta entonces una posible entrega a Dios. Como dibujaba con soltura y entendía los planos con cierta facilidad, pensaba ser arquitecto33. Su padre, sin embargo, prefería que fuese abogado; entre otras razones, porque los estudios de Derecho eran más baratos que los de Arquitectura.

      «Yo nunca pensé en hacerme sacerdote, ni en dedicarme a Dios –decía–. No se me había presentado ese problema porque no era para mí. Más aún: me molestaba el pensamiento de poder llegar al sacerdocio algún día, de tal manera que me sentía anticlerical. Amaba mucho a los sacerdotes, porque la formación que recibí en mi casa era profundamente religiosa; me habían ayudado a respetar, a venerar el sacerdocio. Pero no para mí: para otros»34.

      Podía haberse limitado a esperar una nueva luz de Dios; pero tomó una de esas «pequeñas decisiones» que adquieren una dimensión insospechada y trascendental con el paso del tiempo. Decidió ir a la iglesia del convento de los carmelitas recién refundado para confesarse con José Miguel de la Virgen del Carmen35, que fue posiblemente uno de los religiosos que dejaron aquellas huellas en la nieve36.

      Aquel carmelita de treinta y tres años era un hombre de aspecto fornido y cordial. Las fotografías de aquel periodo le muestran sonriente, con una mirada penetrante tras unas lentes circulares. Habló con Josemaría y le animó a intensificar su vida cristiana. El joven Escrivá comenzó a ir a Misa a diario y a rezar con mayor piedad. Eso hizo que al cabo de tres meses, el religioso, al ver sus buenas disposiciones, le planteara la posibilidad de ingresar en la Orden del Carmen37.

      Escrivá consideró la propuesta con seriedad. Pensó incluso el nombre que podía elegir en el caso de que se decidiera38. Pero pronto se dio cuenta de que Dios no le llamaba a la vida religiosa y conventual.

      ¿Qué podía hacer? ¿Ser sacerdote secular? «Vi con claridad que Dios quería algo pero no sabía qué era»39. El tiempo pasaba. Era ya la primavera de 1918 y, como recordaba años después, «aquello no era lo que Dios me pedía y yo me daba cuenta: no quería ser sacerdote para ser sacerdote, “el cura” que dicen en España. Yo tenía veneración al sacerdote, pero no quería para mí un sacerdocio así. En aquella época –y no ofendo a nadie– ser sacerdote era una especie de función administrativa. Las diócesis iban adelante como una máquina vieja, chirriando de vez en cuando, pero funcionaban». Explicaba a continuación que los Seminarios estaban llenos y los sacerdotes salían de allí para hacer su carrera. «Se comportaban bien y procuraban ir de una parroquia a otra mejor. El que estaba preparado hacía oposiciones a una canonjía; cuando pasaba el tiempo entraba en el Cabildo [...]. Y a mí todo eso no me interesaba»40.

      Aunque no deseaba hacer carrera como cura, decidió iniciar los estudios eclesiásticos porque concluyó que era el mejor modo para «estar disponible» y llevar a cabo aquella misión, aún desconocida, que –estaba íntimamente convencido– el Señor le encomendaba.

      Paradójicamente, y en contra de lo que suele suceder, no esperó a «ver más» para decidirse; tomó la iniciativa y decidió hacerse sacerdote, con la confianza de que Dios le mostraría su voluntad en el futuro.

      No fue una decisión rápida, ni sencilla. Un breve comentario suyo pone de relieve hasta qué punto debió costarle: «Me resistí»41. «Yo distingo dos llamadas de Dios –escribía–: una, al principio, sin saber a qué, y yo me resistía. Después..., después ya no me resistí, cuando supe para qué»42.

      * * *

      Su padre se quedó perplejo cuando le comunicó sus planes:

      —Pero,