Trinh sonaron a mis oídos como un hechizo seductor que me dejó mudo y absolutamente paralizado.
Movido por la curiosidad, averiguaría tiempo después que el Tao Te King es un texto escrito —casi por azar— en el siglo VI a. de C. por Lao Tse (que no es un nombre propio sino un apodo que podría traducirse por «el Viejo»). Averigüé también que habiendo empeorado la situación política en China, Lao Tsé decidió retirarse. Al llegar al paso fronterizo de la montaña de Han Gu montado en un buey negro —según relata la tradición— el guarda de la frontera, Yin Hsi, le pidió que le legara algo escrito. Correspondiendo a este deseo, «el Viejo» habría transcrito el Tao Te King, dejándoselo al guardia antes de dirigirse al oeste, sin que nadie supiera a dónde exactamente.
Y todavía, tras un silencio sosegado, Trinh añadió:
—La vida verdadera nace de dentro. Lo importante es que el corazón esté vacío; solo entonces podemos acceder a la realidad y distanciarnos de la ilusión.
En mis indagaciones posteriores descifraría también que Tao, la palabra inicial de la primera parte del libro, significa SENTIDO y Te, palabra que inicia la segunda parte, puede traducirse por VIDA. Finalmente, como no queriendo dejar en el olvido nada que considerara del todo esencial, Trinh Thanh remató:
—La iluminación interior conduce por sí sola a la simplicidad —y volvió a su silencio sobrio y sosegado.
Quien verdaderamente quedó rematado fui yo. Aunque juro que le escuché con la máxima atención que el alcohol me permitió, juro igualmente no haber entendido nada. Lo repito: ¡nada, absolutamente nada! Aquello era otra dimensión, una galaxia para mí desconocida. Pero confieso que sus palabras resonaron en mí como notas de una melodía nueva, afinada y armoniosa, muy armoniosa; un eco que ya jamás he dejado de percibir. Thanh me había hechizado para siempre —aunque de eso no sería consciente hasta años más tarde.
Por lo demás, este fue el inicio de una apasionada incursión en la filosofía. ¿Filosofía? ¿Trinh me había hablado de filosofía? A decir verdad, no tenía ni la más remota idea: desconocía si se trataba de filosofía, de alguna suerte de esoterismo o quizá de alguna exótica teoría oriental. O —¡quién sabe!—, pudiera ser que bajo los efectos del alcohol, Trinh deliraba. Fuera lo que fuera, aquí comenzó el principio de una pasión, a veces excesiva, lo admito. Pero en aquel tiempo y a mis veinticinco años me pareció que adentrarme en la filosofía era entrar en la cuarta dimensión y —¿por qué no?— ser alguien especial y diferente. Especial y diferente: ¡un espejismo tan común cuando se es joven! ¡Apasionado por la filosofía!, yo que en toda la carrera —lo confieso ahora no sin cierto rubor—, aparte de mis desordenados e incompletos apuntes, no leí —creo— tres líneas más, a no ser que contabilice las de los correos recibidos o enviados; por cierto, ambos más bien escasos. Bueno, con mi madre…
Don Marcelino Lacarra, nuestro profesor de Álgebra, solía largarnos muy a menudo la misma recomendación: «Ustedes —decía en tono solemne y sentencioso— serán los mandos del futuro. Tienen, por ello, una gran responsabilidad en sus manos. Lean, lean cuanto puedan. Nunca se sabe qué van a necesitar». Y acariciándose la barba nos lanzaba una mirada sostenida con un deje de lástima. Nos conocía demasiado bien. Nuestra única preocupación —aparte de las chicas— era la de aprobar y acabar. Mi padre —a su manera— acostumbraba a insistirme en lo mismo.
Este es el porqué aquel roble del Parque de los Ciervos —testigo de un nacimiento, el de mi pasión filosófica, que me llevaría con el tiempo a otras pasiones— se convirtió para siempre en mi roble sagrado. Y Trinh en un iluminado —es decir, un portador de luz, o un músico inspirado si se quiere—, que me despertó del sueño de la ilusión a la realidad de mi auténtica naturaleza: ser el que he de ser, yo mismo. Si bien todo esto se iría desarrollando pasado algún tiempo.
Y ahora, después de los años, en ese viaje estoy.
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