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El derecho ya no es lo que era


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La racionalidad de los procesos de toma de decisiones

      Como es sabido, los pragmatistas clásicos consideraban que para debatir argumentativamente y alcanzar un acuerdo racional en el terreno de la razón práctica, no es necesario que se compartan los presupuestos últimos de carácter valorativo o cognitivo y ni siquiera es preciso que estos se tematicen. Se trataría de un trasunto de la postura que estos filósofos mantienen en el terreno epistemológico y que se condensa en la fórmula «lo verdadero es lo útil». Eso no quiere decir que el hecho de que me resulte útil que las cosas sean de una determinada manera transforme automáticamente en verdaderas mis creencias de que las cosas son efectivamente así. Por muy útil que me resulte creer que la fuerza de la gravedad no existe, cuando estoy cayendo de un edificio de veinte pisos de altura, eso no impedirá que me estrelle contra el suelo y mi cuerpo quede hecho papilla. Lo que pretende transmitir esa expresión es que, si una creencia acerca de la realidad funciona efectivamente, mientras funcione, la podemos tomar como verdadera sin plantearnos grandes cuestiones epistemológicas u ontológicas.

      Esa actitud «pragmática» (también en el sentido ordinario del término) se traduce en el ámbito práctico en que no es necesario que nos pongamos de acuerdo acerca de si la libertad prevalece sobre la igualdad o si lo social debe evaluarse en función de lo individual para discutir acerca de cuáles son las medidas de higiene laboral que deben observarse en una determinada industria durante la pandemia de la Covid-19. Podemos alcanzar un acuerdo acerca de una buena decisión que tenga en cuenta los diferentes intereses en conflicto sin necesidad de pretender que sea una solución absolutamente racional o la solución más racional posible. Lo importante es que sirva para resolver el problema que nos estamos planteando. Seguramente discutiremos acerca de criterios valorativos, de la importancia relativa de los bienes que están en juego, pero es posible que lleguemos a un acuerdo alcanzando un grado medio de abstracción sin necesidad de debatir los «grandes principios».

      La confianza en que podemos hallar una buena solución al problema que no se limite a ser una transacción entre intereses contrapuestos determinada por la correlación de fuerzas la podemos encontrar en teóricos de la gobernanza como Sabel. El problema surge cuando nos planteamos el tipo de actitud que deben adoptar quienes participan en el debate para que su interacción pueda ser considerada como un intercambio de argumentos. En el caso de las teorías fuertes de la argumentación racional, los participantes en la discusión deben adoptar una postura receptiva que les permita reconocer y aceptar el mejor argumento sin empecinarse en que sea su posición la que triunfe. Caracterizar esa actitud (y, sobre todo, adoptarla) es una tarea muy difícil que condujo a Rawls a imaginar un «velo de la ignorancia» que posibilitaría que los participantes en una discusión acerca de la forma más justa de distribuir los bienes en una sociedad olvidasen cuáles son sus intereses particulares. Para Rawls se trata de una situación «ideal» que podemos alcanzar solo en forma de experimento mental, pero para los teóricos del experimentalismo democrático es una transmutación real que se produciría durante el proceso deliberativo propio de la gobernanza: los participantes olvidarían sus intereses particulares para focalizar su esfuerzo en encontrar la mejor solución posible al problema de las medidas higiénicas a adoptar por las empresas durante la pandemia (por seguir con el ejemplo utilizado más arriba).

      Esta amnesia sería el resultado de una evolución en forma de bootstrapping:

      4.2.2. El carácter democrático de la gobernanza

      Por lo que respecta a los fundamentos democráticos de la gobernanza, hay que señalar que la participación tiene características diferentes de las propias de los sistemas representativos y que se presenta como un mecanismo complementario (e incluso sustitutivo) de aquellos. Es una forma de democracia directa, pero su propio modelo teórico tiene importantes déficits. En primer lugar, los participantes no actúan como ciudadanos, sino en cuanto interesados, es decir, como sujetos que serán afectados por la solución que se dé al problema regulatorio en cuestión. Por lo tanto, por muy racional que sea la discusión (desde el punto de vista pragmático) y por muy buena que sea la solución que se adopte, nada asegura que esta se adecúe al interés general,