futuro pinta mal, incluso si tomamos medidas inmediatas83. Es probable que ellos (los optimistas categóricos o los educadores optimistas) no sepan del todo que esto anda mal, que casi todo anda mal; que no lo sepan con la profundidad que recomienda Sampedro. Es probable que no tengan la información necesaria para valorar adecuadamente la crisis que vivimos. Es preciso abandonar, cuanto antes, el síndrome de los valores fundamentales a que se refiere Trainer: la obsesión por la riqueza, el empeño por la competición, la jerarquía, el poder y el dominio, la aceptación y el respaldo del individualismo y la falta de preocupación por los valores colectivos, la falta de responsabilidad social, la indiferencia hacia las cuestiones y los problemas sociales, los fallos y el sufrimiento, la apatía política y la falta de compasión y compromiso con el bien común.
Se supone que en la escuela se construye nuestra comprensión del mundo. Si pronto descubrimos que todo anda mal, es en la escuela, en la universidad, en la educación, donde debemos cuestionar lo que está mal y reformularlo. No obstante, el pensamiento crítico de la educación se ha centrado más en cuestionar la calidad de la propia educación y su limitada cobertura, que los contenidos sobre el viejo paradigma. Traigo a colación un texto de Ted Trainer: “Esto no tiene arreglo, hay que cambiarlo casi todo”84. Pero sucede que en el “casi”, que él desliza como una brizna de esperanza, radica precisamente la posibilidad de arreglarlo todo. Hay cosas que no es necesario cambiar totalmente, que se pueden reparar por un tiempo. Pero hay que emprender “cambios de gran alcance y sin precedentes”. Trainer, por su parte, lo explica así: “Nuestros problemas no tienen arreglo” (en esta sociedad). Y uno no sabe si la anterior aclaración acaba siendo una declaración de esperanza o de resignación, porque construir una nueva sociedad es, evidentemente, un propósito y un desafío tan descomunales, que pocos apostarían hoy por su viabilidad. ¿Cuántas generaciones se requerirían para ello? Precisamente debido a aquella dramática disyuntiva, mis colegas de la cátedra de Cambio Climático en la Universidad del Rosario de Bogotá y yo, decidimos en 2010 abandonar el subtítulo que tenía esta asignatura (ya hablaré sobre ella)85. Al comprender que fomentar la desesperanza, así fuera de manera involuntaria, era un error pedagógico, decidimos poner todo el énfasis en aquel mínimo casi que subraya Trainer, y que —en nuestro caso— se explicaba en forma de “acciones climáticas ambiciosas”. Ahora esta cátedra (que ya lleva 28 versiones) se titula Cambio Global: la Acción Climática para la Descarbonización, y se dedica a examinar las transiciones para la descarbonización de las sociedades en el marco de la Acción Climática Global: la nueva esperanza del Acuerdo de París, especialmente de sus grupos no estatales. Examina también la índole de la crisis, anclada, como viene dicho, en un modelo mental proclive al crecimiento ilimitado como único paradigma del progreso colectivo. Tratamos de enseñar la posibilidad de una prosperidad sin crecimiento, de una vida buena bajo criterios bajos en carbono. No es fácil, pues del otro lado está una educación para el crecimiento (el paradigma predominante) y a esos mismos estudiantes los educan en ella. Trainer anota que este modo de educación se empecina en legitimar la situación social actual y la desigualdad, en producir competidores y consumidores entusiastas, en generar una masa ciudadana políticamente pasiva, sumisa, dócil y acrítica. Sobre estos temas también ha escrito profusamente Martha Nussbaum.
Trainer escribe que la causa directa de los problemas que hoy amenazan con destruirnos se encuentra en algunas de las estructuras y consensos sociales, y destaca entre ellos a la economía expansiva, el sistema de mercado, la producción basada en el beneficio y la codicia individualista y competitiva como cimiento de toda nuestra cultura. Coincide con lo que escribieron —en octubre de 2018— los científicos del IPCC: “necesitamos cambios enormes, tremendamente radicales y sin precedentes en la historia”. Y agrega —y en esto también coincide con los científicos—: “Tenemos que llevarlos a cabo en cuestión de décadas”86. Los científicos del IPCC han dicho que el punto de inflexión para una economía sin carbono debe ser 2050. La ‘nueva sociedad’. Pero para que ello ocurra debemos comenzar esos ‘cambios tremendamente radicales’ antes de 2030, es decir, un poco después del momento en que yo escribo este libro.
2. Este anfiteatro es hoy toda la Tierra
El verano del 2007 irrumpió en la primavera de Madrid como un lento presagio: todavía no era julio y ya el calor asfixiaba. Desde un cielo que parecía venirse abajo la canícula tironeaba la piel de los días, y fue así como, poco a poco, aquel fogón en el aire se fue llevando las fragancias de sus parques y avenidas; los almendros de Quinta de los Molinos se fueron desvaneciendo, del morado al rosa, del rosa al violeta pálido, y luego, del violeta pálido al blanco negruzco. Las primaveras de Madrid (y las de Europa y todas las del mundo) fueron languideciendo hasta tal punto que nunca más hubo flores como las que había habido en el pasado. Nunca más las fragancias de la vida, ni los colores rotundos, ni el aire cálido pero inofensivo; nunca más los vientos salutíferos, ni la alegría de un sol bueno y amistoso. Nunca más.
Pero la evolución de aquella transformación de los paisajes tardaría varios años. En el 2007 comprobarían los científicos cuánto habíamos avanzado como especie, como civilización y como cultura, hacia un abismo inédito. Nos dimos cuenta —todos— que asistíamos, sin habérnoslo propuesto, al espectáculo de nuestra propia extinción. El anfiteatro era ya toda la Tierra, pero las cortinas velaban y develaban cada nuevo acto de la tragicomedia de una manera tan lenta, que algunas veces podía tardar veinte años y otras cincuenta o más. Ahora estamos en 2020 y constatamos qué tantos y tan drásticos han sido los cambios que hubo en tan poco tiempo y en tan amplios espacios (en los colores, los olores y las formas del mundo), que poco a poco nos hemos ido acostumbrando a las nuevas texturas de la vida: cierta acritud de los suelos, un aire gris y tóxico, y una manera de llover tan rotunda y abundante que algunas veces nos produce miedo. Los colores del mundo se componen de matices mortales: los rosados más o menos grises, ciertos grises abismales, los marrones intensos y los ocres —sobre todo los ocres— ofrecidos al desgaire de unos vientos de muerte, en el sortilegio terroso de sus variadas gamas.
El almendro (Prunus amigdalus) es el árbol de la primavera en España; florece cuando el clima del invierno depone sus rigores, entre marzo y abril, y nos prodiga sus frutos entre agosto y noviembre. Pero es un árbol de doble filo, puede producir almendras dulces o amargas: las dulces tienen propiedades nutritivas y son sabrosas, las amargas son venenosas; al contacto con la saliva producen ácido clorhídrico y bastan 20 o 30 para tener riesgo de muerte. Solo los entendidos saben distinguirlas, pues los árboles de ambas variedades poseen flores idénticas: hermafroditas, que tienen el androceo y el gineceo en la misma flor. Todo es doble en los almendros, y aquella condición de belleza y fortaleza, de dulzura y veneno, de masculinidad y feminidad, quizá nos sirva para entender mejor la trampa doble de la crisis global: sabemos que el modo de vida que escogimos para progresar puede llevarnos a la hecatombe colectiva, pero al mismo tiempo es dulce y nos produce confort; sabemos que no podemos seguir usando masivamente combustibles fósiles para mover el progreso de los pueblos, pero no podemos dejar de usarlos, por lo menos por un tiempo más o menos largo. Si este tiempo nos alcanza o no para conjurar las catástrofes que se vienen, no es asunto que parezca preocupar al colectivo de los gobernantes del mundo. Las fechas perentorias de la transición no forman parte de los cálculos del desarrollo, que lo suyo es la planificación del crecimiento. Crecimiento y más crecimiento. Nos dedicamos a vivir el presente como si no hubiera mañana, y, mucho menos, como si aquel mañana (tan próximo, tan perentorio) no estuviera en alto riesgo, aún evitable si sabemos actuar.
Por una columna de opinión del periodista Antonio Albiñana87, me entero de la publicación de un libro: Solo tenemos un planeta. Sobre la armonía de los humanos con la Naturaleza (2016). Sus autores Jorge Wagensberg y Joan Martínez Allier conversan allí sobre las razones que pudo haber tenido la civilización actual para amenazar a la vida. Y se preguntan (según anota la reseña de Icaria Editorial): ¿por qué está unida la economía a la idea del crecimiento? ¿Por qué, si el planeta es finito, la economía industrial y la sociedad de consumo, en vez de imitar las estrategias y tácticas de la naturaleza y hacer un uso eficiente de la energía, incumplen totalmente las leyes de la física? Agregaría dos preguntas: ¿por qué insistir