necesarios para la legitimidad de la sanción, también corren el riesgo de verse afectados. Por lo demás, para los escépticos, el reconocimiento inmediato de los derechos emergentes —si se acepta desde ya que estos ideales son el objeto de un derecho— supondría incurrir en una anticipación que “salta por encima de los escalones históricos” (Zalaquett, 1986, p. 312). Sería prematuro entonces su inscripción en la normatividad del derecho, porque entre los tiempos de la reivindicación de una aspiración y los de la formalización de un derecho hay una diferencia que no se debería desconocer por la precipitación de querer ir demasiado rápido. En suma, todas estas dificultades conducirían a una descalificación de la noción de derechos humanos y a que perdieran su estabilidad jurídica, lo que implica un “extravío de los derechos fundamentales” (Goyard-Fabre, 1989, p. 61). En palabras de Jean Rivero (1982):
[…] bautizar como ‘derechos’ lo que se presenta aún como deseos, es arriesgarse a devolver al dominio de los deseos lo que ya se presenta como derecho, quitarle al concepto su valor operacional, dejar extinguir en las conciencias el sentimiento de obligación que se vincula al respeto de los derechos ya consagrados. (p. 681)
Este tipo de visiones parte de una priorización que establece una jerarquía entre contenidos de aquellos que son derechos frente a los que no lo son. El derecho se presenta entonces como una idea y como un símbolo que sirve como referente y garantía de esa jerarquía. A partir de esto, el rechazo a los nuevos derechos se plantea no tanto como una constatación, sino como una advertencia contra los efectos de una “banalización por inversión” (Haarscher, 1987, p. 44): como la relación de prioridad se invierte, todos los derechos, en particular los derechos humanos y los derechos fundamentales, se convierten en simples ideales o aspiraciones, y la noción de derechos perderá su contenido y alcance. Además, ante la opinión pública, los derechos ya no tendrían tanta importancia, las actitudes de las personas frente a ellos cambiarían, la esperanza cedería a la decepción y el derecho perdería parte de su poder simbólico y de su capacidad regulativa y de generar adhesión. Como lo señala Niklas Luhmann (2013):
[…] las normas se reconocen en las infracciones, los derechos humanos, en el hecho de que son lesionados. Al igual que, con frecuencia, se es consiente de las esperanzas cuando se producen las frustraciones, se es consciente de las normas solamente cuando son lesionadas. […] Y parece que hoy en día la actualización de los derechos humanos se sirve en el mundo entero primariamente de este mecanismo. (p. 64)
Es más, se llega a afirmar que “en materia de libertades, la confusión sirve siempre a los déspotas” (Haarscher, 1987, p. 43), dado que si la autoridad social del derecho se difumina, lo mismo ocurre con los derechos y el Estado de derecho, y el totalitarismo sería el mayor peligro de la multiplicación indebida de los derechos.
Como toda postura doctrinal, el escepticismo sobre los nuevos derechos tiene varias consecuencias. Entre estas, la más evidente es considerar que estos derechos —frente a los que ya han sido reconocidos— son de menor importancia y son menos susceptibles de ser aceptados como categorías estrictamente jurídicas, con lo cual se justifica la advertencia sobre la banalización que pueden provocar. Dada esta menor importancia, la reivindicación de los nuevos derechos es contraproducente porque, al elevar unos ideales y aspiraciones colectivas al nivel de los derechos, se rebajan las normas superiores que los consagran y, a la postre, se anula todo el interés práctico de esta empresa. Se daría así una especie de contradicción, en la cual las reivindicaciones sociopolíticas que tienen por objeto los derechos emergentes afectarían las condiciones jurídicas de su consagración como derechos. Esta situación se articula con otra consecuencia: si en la práctica el concepto de derechos humanos impone una jerarquía entre normas, solo estos son por definición derechos auténticos; y los emergentes, que apenas se proyectan para tener esta calidad, están destinados a permanecer como aspiraciones, pues tan solo los primeros merecen ser impulsados y protegidos. De hecho, el ejercicio efectivo de los derechos humanos depende de la autoridad que el derecho les confiere y que motiva a las personas a cumplir con sus exigencias. Los derechos se respetan en la medida en que se respeta el derecho que los garantiza, pues este último se presenta no solo como un orden normativo, sino además como una representación social que confiere legitimidad a los derechos humanos, de la cual están desprovistos los nuevos derechos que están surgiendo. En últimas, es precisamente esta fundamentación jurídica la que es puesta en duda en forma constante por los escépticos de los derechos emergentes.
La fundamentación jurídica
de los nuevos derechos
Es evidente que, en cualquier caso, antes de su reconocimiento jurídico, el contenido de los derechos se presenta como una aspiración o un ideal político y social. Bajo esta premisa, lo que persigue la reivindicación de los derechos emergentes es pasar este estadio y exigir la consagración jurídica de unos derechos humanos que aún no tienen este estatus. Se enuncia entonces esta reivindicación en el ámbito de lo jurídico y a través del lenguaje del derecho, sin que el derecho todavía la haya formalizado y refrendado, puesto que se trata de una etapa en el proceso de incorporación en las normas jurídicas. Por lo tanto, en este caso, la novedad o la especificidad no pueden interpretarse como la aplicación o el ejercicio de un derecho humano vigente que ya ha sido establecido; ni tampoco como la extensión de derechos existentes a nuevas categorías de titulares ni la especificación del objeto de estos derechos, si bien este tipo de novedades se puede incorporar al debate sobre los derechos emergentes.
Sin embargo, esto no supone aceptar que la noción de derechos humanos como priorización establezca ella misma una jerarquía normativa[8], ya que no es posible pasar de una definición funcional que estipula que los derechos humanos son importantes y que permite una jerarquización normativa a una definición substancial que precise cuáles son los derechos que tienen esta importancia y que ocupan la cima de esta jerarquía (Duhamel, 1992, p. 15). Dicha priorización solo da cuenta de la fundamentación jurídica en un sentido restringido, es decir, de la validez formal entendida como la correspondencia a un sistema normativo dado. Los criterios jurídicos que de esta forma se planteen para reconocer los derechos emergentes no son más que criterios formales. Con todo, si estos criterios están determinados por los derechos que ya han sido reconocidos, el escepticismo frente a los nuevos derechos solo puede entenderse si sobrepasa la validez formal, porque incluye en su argumentación ciertos derechos que buscan ciertas finalidades. Por lo tanto, van más allá de la conformidad a un sistema normativo e implican la aceptación de unas creencias o ideales. Se trata de un argumento circular a nivel conceptual, al presuponer de antemano los derechos que estima que son auténticos y al encerrar el derecho en su propia juridicidad. Por lo tanto, los nuevos derechos no podrán ser admitidos en tanto que los criterios que sirven de parámetro no sean puestos en duda.
Son muchas las propuestas que se han planteado con el objeto de determinar dichos criterios jurídicos. Una de ellas es la que formula Gregorio Peces-Barba (1999) para definir un derecho fundamental; además de considerarlos como “una pretensión moral justificada, tendiente a facilitar la autonomía y la independencia personal, enraizada en las ideas de libertad e igualdad, con los matices que aportan conceptos como solidaridad y seguridad jurídica”, los derechos suponen que esta pretensión moral
[…] sea técnicamente incorporable a una norma, que pueda obligar a unos destinatarios correlativos de las obligaciones jurídicas que se desprenden para que el derecho sea efectivo, que sea susceptible de garantía o protección judicial y, por supuesto, que se pueda atribuir como derecho subjetivo, libertad, potestad o inmunidad a unos titulares concretos. (pp. 109-110)
Algunos de los derechos emergentes no cumplirían con estos requisitos en la medida en que son aspiraciones e ideales demasiado vagos y amplios. Esto sucedería, por ejemplo, con “el derecho a vivir en un medio ambiente sano, equilibrado y seguro” formulado en el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos Emergentes de 2007, pues la posibilidad de que sea “técnicamente incorporable a una norma” depende de la precisión de su objeto que, en este caso, puede ir de la protección de la salud humana a la de los ecosistemas, o de la reparación a la prevención. De la misma manera, el derecho al desarrollo del artículo 8 de la misma Declaración puede tener como