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Las Cuerdas Lunares
Boris Leonov
A mi madre, quien me enseñó a soñar y a creer en mí mismo.
© Boris Leonov, 2025
ISBN 978-5-0065-6721-4
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Capítulo 1. El niño y el misterio del violín viejo
En una vieja ciudad flamenca, en uno de sus barrios apartados, donde las calles aún no estaban empedradas y las pequeñas casas, apiñadas unas contra otras, se alzaban humildes y calladas, vivía un niño llamado Dani con su madre.
Su pequeña casa, levantada con viejos ladrillos oscuros y un tejado de tejas, pasaba completamente desapercibida entre las demás edificaciones estrechas y humildes.
La ventana del cuarto de Dani se abría a una calle angosta, donde de día rugían los carruajes y resonaban los pasos de los transeúntes sobre las tarimas de madera. Pero cuando caía la noche, el bullicio se apagaba y el silencio tomaba las calles, como si la ciudad contuviera el aliento. Solo la luz de la luna se filtraba suavemente a través de los viejos postigos, iluminando la pequeña estancia, en la que había una sencilla cama de madera, un armario y una pequeña mesa. Sobre esa mesa siempre descansaba su violín: viejo, desgastado, pero inmensamente preciado para Dani.
El niño no podía caminar, pero cuando caía la noche y todo a su alrededor quedaba en calma, con gran esfuerzo se sentaba junto a la ventana, tomaba con cuidado su violín y comenzaba a tocar la Melodía Lunar.
Dani creía que algún día, al interpretar esa música mágica, su enfermedad desaparecería.
El violín de Dani no era un simple instrumento. A primera vista, parecía un instrumento viejo y sencillo, con un cuerpo desgastado. Pero en cuanto el niño lo tomaba entre sus manos y comenzaba a tocar, el violín se iluminaba con un tenue resplandor, como si la madera de la que estaba hecho irradiara la cálida luz de la luna.
La madre de Dani decía que ese violín había pertenecido a su abuelo, quien lo trajo de algún lejano viaje.
Cuando el arco rozaba las cuerdas, las estrechas callejuelas que serpenteaban entre las casas de tejados rojos parecían cobrar vida. Las edificaciones, fatigadas por el tiempo, se enderezaban levemente, alzando sus empinados tejados hacia la luna para escuchar mejor la melodía.
Los sonidos se deslizaban por los callejones como el viento, llenando los rincones más recónditos de la ciudad. Los faroles de aceite, con sus llamas temblorosas, emitían un brillo suave, como si cedieran su protagonismo a la música y a la luz de la luna.
Sobre ellos, velando el descanso de los habitantes, se erguían las catedrales góticas, elevando sus oscuros pináculos hacia el cielo nocturno.
La Melodía Lunar del violín se entrelazaba con la respiración de la ciudad, despertando en ella algo antiguo y delicado, como un recuerdo lejano de algo importante que una vez sucedió en aquel lugar.
Capítulo 2. La Reina de la Noche y sus súbditos
En el centro de la ciudad se alzaba la Torre más alta, adornada con intrincados relieves que parecían esculpidos en un cuento. Y en cuanto el sol se ocultaba, allí, en el antiguo salón de los caballeros, con su techo elevado y sus grandes ventanales adornados con delicadas filigranas de piedra, aparecía la Reina de la Noche.
Desde su trono encantado contemplaba la ciudad y los campos que la rodeaban. Y cada noche, ella corregía todo lo que los hombres habían torcido con su ignorancia o maldad.
El atuendo de la Reina de la Noche era verdaderamente mágico.
Su vestido, ligero como la niebla nocturna, destellaba bajo la luz de la luna, deslizándose suavemente de un azul profundo a un tono plateado. Estaba cubierto de diminutas estrellas que parecían titilar levemente con cada uno de sus movimientos.
Sobre su cabeza llevaba una elegante diadema adornada con una piedra lunar que irradiaba un resplandor tenue y misterioso. Y entre sus mechones cuidadosamente recogidos brillaban hilos finísimos de plata, semejantes a reflejos de luz lunar.
Un delicado collar, en cuyo centro brillaba una pequeña piedra transparente, reflejaba la luz de tal manera que dentro de ella parecía arder una diminuta estrella, realzando aún más su porte majestuoso. Su mirada, intensa y profunda, parecía penetrar hasta el alma, desvelando lo más oculto y recóndito en el corazón de cada ser.
Cuando se movía, sus pasos eran ligeros como la brisa, y su voz, suave pero llena de autoridad. Su presencia inspiraba una calma enigmática, como si la misma noche hubiera descendido del cielo para escuchar las historias de los hombres y decidir sus destinos.
Cada noche, en aquella Torre, la Reina recibía los informes de sus fieles súbditos, que se reunían a su alrededor para contarle todo lo ocurrido en la ciudad durante el día.
Esa noche, como cada noche, escuchaba uno a uno a sus leales mensajeros: el Cuervo, el Cisne, la Gata, la Rata y la Búho Blanco.
El Cuervo, con su mirada aguda, contaba sobre aquellos que olvidaban cerrar sus ventanas al anochecer y sobre las conversaciones susurradas en los áticos y los oscuros callejones.
El Cisne, deslizándose por la superficie de los canales, veía cómo en sus aguas se reflejaban las sombras de las acciones humanas, ya fuera una palabra amable o una mentira.
La Gata, que se movía con gracia por las calles y tejados, traía noticias de todo lo que permanecía oculto a miradas ajenas, pues sus suaves patas pisaban lugares a los que ninguna mirada humana podía llegar.
La Rata, que corría por los sótanos y túneles subterráneos, conocía secretos ocultos en la oscuridad y la humedad.
Y la Búho Blanco, que planeaba en el cielo nocturno, traía noticias de los acontecimientos más recientes, aquellos que aún flotaban en el aire de las calles de la ciudad.
La Reina de la Noche, mientras escuchaba a cada uno de sus súbditos, meditaba largamente. Su mirada se perdía en la distancia, hasta el horizonte, donde la ciudad se desvanecía en sombras inciertas. Veía todas sus penas y alegrías, su generosidad y su maldad. Si alguien hería a otro, ya fuera por torpeza o con mala intención, ella encontraba la forma de tejer nuevamente el equilibrio roto.
A veces, su intervención era casi imperceptible: una ráfaga de viento repentina se llevaba de la mesa un papel donde estaba escrita una confesión secreta, o una espesa niebla envolvía a un malhechor, desviando su camino y apartándolo de su destino.
Otras veces, sus decisiones podían ser grandiosas: la luz de la luna iluminaba el sendero de alguien, llenando su corazón con una esperanza que creía perdida para siempre.
Cada noche era un enigma para la Reina, en el que debía encontrar las piezas faltantes para restaurar la armonía entre la ciudad, sus habitantes y el mundo que los rodeaba. Pues la noche es el momento en que todo se vuelve más claro, si uno sabe adentrarse en su serena profundidad.
Aquella noche, el primero en traerle noticias fue el Cuervo. Descendió hasta el ancho alféizar de la ventana, lanzó un graznido suave para anunciar su llegada y luego se deslizó hasta el suelo de piedra, posándose junto al trono de la Reina.
– ¿Qué has visto, mi sabio Cuervo? – preguntó la Reina de la Noche.
El ave inclinó la cabeza con respeto y luego respondió:
– Mi Reina, hoy la ciudad, como siempre, estuvo llena de sucesos, tanto buenos como malos.
– Vi cómo en la plaza mayor un mercader escondió una bolsita de monedas bajo el mostrador, y más tarde, en la oscuridad, alguien se la robó.
– Pero también vi a un viejo relojero que, olvidando su cansancio, reparaba una caja de música para una niña pequeña. Ella se la llevó diciéndole que era un regalo de su madre, y él le prometió que pronto la melodía volvería a sonar.
– Gracias, Cuervo.