Boris Leonov

Las Cuerdas Lunares


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su cabeza lucía siempre un alto sombrero oscuro de anchas alas, adornado con una cinta de satén y un broche de plata. La sombra de su sombrero le oscurecía el rostro, acentuando aún más su aire enigmático.

      En sus pies llevaba zapatos negros con grandes hebillas de hierro, que brillaban como si las puliera cada noche, orgulloso de ese pequeño pero significativo detalle.

      El Tesorero llevaba un cinturón del que colgaba una pesada bolsa de cuero. Su contenido permanecía oculto, pero a cada paso emitía un leve tintineo de monedas, como si así quisiera recordar a los demás su posición en la ciudad.

      Caminaba apoyándose en un bastón con un pomo tallado en forma de cabeza de cuervo, el cual golpeaba con impaciencia contra el suelo, como si estuviera tramando un nuevo plan siniestro.

      Todo en su apariencia revelaba a un hombre para quien el dinero y el poder eran lo único que realmente importaba en el mundo.

      El Tesorero deseaba fervientemente obtener el violín y las Cuerdas Lunares. Estaba dispuesto a pagar grandes sumas a los cazadores de las cuerdas mágicas, y una vez que consiguiera el violín, cumpliría su anhelado deseo.

      Cada noche recorría la ciudad, asomándose por las ventanas, atento a cualquier sonido de violín. Si alguien tocaba un violín viejo, lo compraba o lo intercambiaba por algún objeto valioso.

      Acumuló tantos violines que su casa acabó repleta de ellos. Al principio los ordenaba cuidadosamente en estantes y cajones, pero pronto fueron tantos que las estanterías no pudieron contenerlos y los instrumentos empezaron a ocupar cada rincón libre.

      Los violines se amontonaban en las esquinas, se apilaban bajo las mesas e incluso en los sillones. De vez en cuando, uno caía con un sonido apagado, lo que hacía que el Tesorero, molesto, golpeara el suelo con su bastón y murmurara con irritación:

      – ¡Qué maldición! – resoplaba entre dientes mientras recogía el violín caído —. Pero no importa… ¡Uno de ellos tiene que ser el correcto!

      A veces, al caminar por el salón, tropezaba con los violines, y sus cuerdas tensas soltaban chirridos desafinados. Aquellos sonidos lo fastidiaban enormemente, pero jamás se atrevió a deshacerse de ninguno.

      En su mente solo había una idea fija:

      – ¿Y si precisamente este es el violín mágico?

      La habitación donde el Tesorero guardaba los violines parecía un lúgubre museo del caos. El suelo estaba cubierto de polvo, muchas de las cuerdas estaban rotas y algunos cuerpos de los instrumentos mostraban grietas profundas. Incluso los sirvientes, que de vez en cuando limpiaban la casa, evitaban entrar en esa habitación por miedo a romper algo o a despertar la ira de su amo.

      Con el tiempo, los violines comenzaron a estorbar incluso al propio Tesorero. No podía atravesar la habitación sin que su bastón o el borde de su manto tropezaran con alguno. Toda la casa parecía haberse convertido en víctima de su obsesión, y él mismo se volvía cada vez más iracundo.

      A pesar de ello, seguía buscando y comprando más y más instrumentos. Cada nuevo violín le traía la esperanza de que tal vez fuera el que tanto buscaba. Esa esperanza lo mantenía aferrado a la vida en medio de un caos creciente, atrapado entre sus propios miedos y su avaricia.

      El Tesorero ya había recorrido todo el centro de la ciudad y había comprado todos los violines antiguos. Pero como Dani vivía en las afueras, aún no sabía nada de él.

      Sin embargo, una noche, cuando regresaba de una de sus habituales expediciones por la ciudad, escuchó en la distancia el sonido de una hermosa melodía. Estaba seguro de haber comprado todos los instrumentos de la ciudad, por lo que la música del violín le parecía especialmente extraña y clara. Era una melodía delicada y luminosa, distinta a cualquier otra que hubiera escuchado. No se parecía en nada a los sonidos desafinados de los viejos instrumentos que había acumulado en su casa. Su tono era puro y mágico.

      El Tesorero se quedó inmóvil en medio de la calle desierta, aguzando el oído. La música llegaba desde lejos. No lograba ubicar su origen con exactitud, pero entendió que provenía de algún rincón de las afueras de la ciudad. Tenía que encontrar ese violín a toda costa. Y de alguna manera, su instinto le decía que aquel era el violín mágico.

      Dobló esquina tras esquina, avanzando paso a paso por las calles silenciosas, guiado por la música como si siguiera un hilo invisible. A veces la melodía se desvanecía y él se detenía, irritado, aguantando la respiración, temeroso de perder el rastro. Pero pronto el viento volvía a traer los sonidos, y sus ojos volvían a encenderse con un fulgor ansioso.

      – Ahí está – susurraba para sí mismo —. Debe ser ese. Solo un violín mágico puede producir semejante sonido.

      Después de un largo recorrido, llegó a las afueras de la ciudad, a una zona pobre donde las casas estrechas se apiñaban unas contra otras, con postigos torcidos y luces mortecinas titilando en las ventanas. Los sonidos se hacían cada vez más nítidos. Dobló una última esquina y, de repente, vio una pequeña casa, de cuyas ventanas se escapaba un tenue resplandor. La música venía de allí.

      El Tesorero se acercó con cautela. Se detuvo junto a la ventana y, entre las sombras, distinguió la silueta de un niño sentado en una silla con un violín en las manos. El niño tocaba con tal concentración que parecía ajeno al mundo entero. La música llenaba el aire, y hasta la misma noche parecía detenerse para escuchar.

      Capítulo 4. El engaño

      El Tesorero se detuvo bajo la ventana, llevó la mano al pecho para calmar los latidos de su corazón y luego levantó el bastón hacia la barbilla, meditando cuál sería la mejor manera de iniciar la conversación.

      Golpeó suavemente el marco de la ventana con su bastón, cuidando de no sobresaltar al niño, y habló con voz serena:

      – Qué hermosa es tu música, muchacho. Nunca antes había escuchado nada parecido. ¿Es tu violín?

      Dani levantó la cabeza y respondió con un ligero temblor en la voz:

      – Sí, es mío.

      – ¡Qué instrumento tan asombroso! Llevo años coleccionando violines, pero nunca he oído un sonido como este. Has tenido una suerte increíble con este violín. ¿Me contarías de dónde lo sacaste?

      – Me lo dejó mi abuelo. Lo trajo de un viaje lejano. Y un buen organillero me dijo que, si cada noche tocaba en él la Melodía Lunar, mi enfermedad desaparecería y volvería a caminar.

      El Tesorero, con un tono de compasión, respondió:

      – Muchacho, debes saber que entiendo mucho de violines. Te lo diré con sinceridad: tu violín es raro, sí, pero demasiado viejo. Su cuerpo está gastado, sus cuerdas están desgastadas. Tiene sonido, claro… pero no es un instrumento en el que se pueda interpretar una verdadera melodía.

      – Pero mi violín siempre ha sonado hermoso… Usted mismo acaba de decir que le gustó la melodía – replicó Dani, mirando al desconocido con recelo.

      El Tesorero, apoyándose en su bastón, suspiró pesadamente:

      – Ah, muchacho… La música no es solo lo que oímos. Su poder radica en cómo llega al corazón. Pero en un violín tan viejo como el tuyo, la verdadera fuerza de la melodía no puede revelarse. Tal vez toques la Melodía Lunar, pero dime, ¿ha cumplido tu deseo?

      Dani, confundido y ya sin tanta seguridad en su voz, murmuró:

      – N-no… pero el organillero dijo que debía tocarla cada noche.

      El Tesorero frunció el ceño, como si meditara en ello, y luego continuó:

      – Sí, sí… pero ¿te dijo que debías tocarla precisamente en este violín? Escucha lo que pienso: tu instrumento no puede liberar todo el poder de la melodía. Es demasiado viejo. Quizás por eso tu deseo nunca se ha cumplido.

      – ¿Cree que el problema es el violín? – preguntó Dani, con inquietud.

      – Por