Boris Leonov

Las Cuerdas Lunares


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su siguiente deseo:

      – Quiero mucho dinero. Más del que pueda contar.

      Tocó nuevamente. Pero esta vez, el sonido fue opaco y pesado, como si las mismas notas se resistieran a cumplir su voluntad. Y entonces, de repente, se escuchó un fuerte y persistente golpe en la puerta. El Tesorero levantó la cabeza y, alisándose el cabello con una mano temblorosa, gritó:

      – ¿Quién es?

      Desde el otro lado de la puerta, una voz respondió:

      – Un mensajero, señor. Malas noticias. La carreta que transportaba su oro fue atacada por bandidos. Se lo llevaron todo, hasta la última moneda.

      El Tesorero se quedó inmóvil. Su rostro palideció y sus manos se aferraron al violín con tanta fuerza que las cuerdas emitieron un lamento triste.

      – ¡Esto no puede ser una coincidencia! ¡Este maldito violín se está burlando de mí! – exclamó, desesperado.

      De un manotazo, lo arrojó sobre la mesa y dio unos pasos hacia atrás, mirándolo con odio.

      – ¡No concede deseos, los destruye! ¡¿Pero por qué?! ¡¿Por qué todo me sale mal?!

      Su mirada recorrió la habitación con agitación. De repente, su casa, impregnada de avaricia y miedo, le pareció ajena, hostil. En el fondo de su alma, comprendió que el violín obedecía a una fuerza extraña que se burlaba de él.

      – Necesito las Cuerdas Lunares. Solo ellas podrán arreglar esto. Debo conseguirlas… cueste lo que cueste – susurró para sí mismo.

      Se dejó caer en su sillón, consumido por la desesperación. Pero los pensamientos sobre el poder y la riqueza seguían devorando su mente. El violín yacía frente a él, su cuerpo desgastado parecía a la vez simple y aterrador.

      El Tesorero no estaba dispuesto a rendirse. Aunque para alcanzar su objetivo tuviera que arriesgarlo todo. Se quedó sentado un rato más, luego se levantó, dejó el violín sobre la mesa y salió de la casa. Cerró la puerta con llave y se encaminó hacia la taberna “El León Rojo”, en la parte occidental de la ciudad. Quería aprovechar el camino para reflexionar sobre todo lo ocurrido y, al llegar, cenar bien. Se le antojaba un trozo de carne asada con gachas de trigo, un pastel de manzana y su bebida favorita de miel, dulce y aromática.

      Además, sabía que en la taberna siempre se reunía gente de todo tipo, intercambiando noticias. Solía ir allí a menudo para enterarse de información útil, y esta vez esperaba descubrir dónde podía encontrar a los Cazadores de las Cuerdas Lunares, aquellos a quienes planeaba sobornar.

      Capítulo 7. El trato

      Tras recorrer las calles de la ciudad al atardecer, el Tesorero llegó a la taberna “El León Rojo”.

      Sobre la entrada, una vieja enseña de madera con la imagen de un león rojo crujía suavemente al compás del viento. A través de la puerta entreabierta se filtraban el alegre murmullo de las voces y el tintineo de las jarras al chocar. El Tesorero se giró para asegurarse de que nadie lo seguía. Ajustó su sombrero y cruzó el umbral.

      Por un instante, se detuvo en la entrada, observando el salón. Dentro reinaba un ambiente cálido y acogedor, impregnado con el aroma de carne asada y hierbas aromáticas que colgaban en racimos de las vigas del techo. Las largas mesas de madera, alineadas en fila, invitaban a los visitantes a compartir una comida. Cerca del fuego, que chisporroteaba alegremente en la chimenea, se calentaban pequeños pucheros de barro con guisos humeantes, y el aire estaba impregnado del dulce olor del pan recién horneado y la miel. El tabernero servía con orgullo jarras de hidromiel a los clientes – dulce y fragante. En los estantes de la pared descansaban grandes cántaros de barro, junto a ellos, como fieles guardianes, se alineaban cucharas y cuencos de madera.

      La taberna estaba llena de gente de todo tipo. En una de las mesas, un corpulento comerciante de espesa barba contaba alegremente sus monedas tras un buen negocio, mientras que, a su lado, un joven aprendiz, con la chaqueta manchada, devoraba su sopa con avidez. En un rincón sombrío, dos músicos ambulantes con laúdes gastados tocaban suavemente las cuerdas, esperando algún cliente generoso. Junto a la chimenea, una anciana envuelta en un grueso chal parecía limitarse a disfrutar del calor. Cerca de la puerta, dos carreteros discutían acaloradamente, lanzando miradas de tanto en tanto a sus jarras de barro, como si esperaran encontrar en ellas la respuesta a su disputa.

      Los ojos afilados del Tesorero recorrieron cada rostro, buscando cualquier indicio de información útil. Caminó con paso pausado entre las mesas, golpeando el suelo con su bastón de forma rítmica. Su presencia no pasó desapercibida. Algunos se giraron para evitar su mirada, sin ganas de cruzarse con aquel hombre bien conocido en la ciudad. Otros, en cambio, lo siguieron con curiosidad.

      Se detuvo junto a la chimenea, fingiendo deliberar sobre dónde sentarse. Fue entonces cuando su mirada se posó en un hombre sentado en un rincón del salón. Era un joven de aspecto despreocupado, con un sombrero de ala ancha y algo raído. Ante él reposaba una jarra casi vacía, y en sus manos hacía girar una moneda, pasándola con agilidad entre sus dedos.

      “Qué destreza…” – pensó el Tesorero, sorprendido —. “Un verdadero cazador.” Sonrió para sí ante la súbita idea que cruzó su mente: “Tal vez sea tan hábil para atrapar las Cuerdas Lunares como para jugar con esa moneda.”

      Se acercó con cautela, escondiendo su curiosidad tras su habitual aire de autoridad.

      – Buenas noches – saludó el Tesorero, clavando la mirada en el joven con una voz relajada —. Parece que usted y yo tenemos algo de qué hablar.

      El joven levantó la vista lentamente, empujó su sombrero hacia atrás y esbozó una leve sonrisa, observando al Tesorero con aire evaluador.

      – Buenas noches. Usted debe ser alguien que siempre sabe lo que quiere y está acostumbrado a conseguirlo. Bueno, tome asiento. Me gustan las conversaciones interesantes.

      El Tesorero se sentó frente a él, procurando disimular su impaciencia.

      El Cazador del Oeste parecía afable, pero en su mirada brillaba la astucia de alguien que siempre va un paso adelante en el juego.

      El Tesorero notó la jarra casi vacía del Cazador del Oeste y la ausencia de comida en su mesa. Se inclinó levemente hacia él, tratando de darle a su voz un matiz amistoso:

      – Parece que ha tenido un día difícil. Permítame invitarle. En la taberna “El León Rojo” siempre hay algo digno para recuperar fuerzas.

      El Cazador del Oeste, jugando con su moneda, arqueó una ceja.

      Su sonrisa se volvió más abierta.

      – Bueno, ya que es usted tan generoso, no voy a rechazarlo. Un hidromiel y algo contundente me vendrían bien.

      El Tesorero hizo una seña al tabernero, que caminaba entre los clientes.

      – Tráenos dos bebidas de miel. Y para mi compañero, algo consistente – carne con verduras, por ejemplo. Para mí, lo de siempre: carne asada con gachas de trigo y un pastel de manzana.

      El tabernero asintió alegremente y gritó hacia la cocina, desde donde se oyó el ruido de los platos que se preparaban.

      El Cazador del Oeste miró al Tesorero con atención, haciendo girar la moneda entre sus dedos mientras intentaba adivinar las intenciones de su interlocutor.

      – Da la impresión de ser un hombre que valora cada hora de su tiempo – dijo con una leve sonrisa —. Es curioso que haya tomado un momento para conversar conmigo.

      El Tesorero, ocultando su impaciencia, respondió con una ligera sonrisa:

      – A veces la suerte sonríe en los lugares más inesperados.

      Pronto, las jarras de bebida de miel y los humeantes platos llegaron a la mesa, esparciendo a su alrededor un aroma delicioso.

      – Bueno,