esta vituperándole con la firmeza y el aplomo de quien tiene la seguridad de ser respetada. Vestía doña Perpetua el traje de las antiguas dueñas, con toca blanca rizada y limpia, manto y saya negros, pendiente de la cintura un luengo rosario y del pecho cruz de madera sencilla. A pesar de los muchos años, su talle era derecho y apenas se encorvaba un poco al andar. Indudablemente había en el aquilino perfil de la vieja cierta energía majestuosa que hacía recordar, a quien las hubiese visto, las rigurosas y ceñudas sibilas creadas por la inspiración artística. Acartonada y seca no tenía la repugnante escualidez con que nos pintan a las brujas. Expresábase con vigor y hasta con elocuencia, y su voz retumbaba en los oídos como una campana de mucho uso, mas no rota todavía.
Para que nuestros lectores no carezcan de todas las noticias necesarias respecto a tan singular tipo, les diremos que la madre doña Perpetua tenía cien años cabales, no hallándose ciertamente en proporción su acabamiento con su mucha edad, que a la vista no parecía exceder de los setenta. Era una doncella secular nacida en la Puebla de Arganzón a poco de establecerse en España Felipe V, y que nunca había salido de aquel pueblo. Dedicose desde su juventud a obras piadosas, mas sin aficionarse al claustro: gustaba de la independencia y de andar de casa en casa comadreando, y trayendo y llevando noticias, dichos e ideas, libando aquí y melificando allá cual las abejas. Así creció y fue echando días y años como el siglo, y pasaron ante ella tres generaciones de pueblos y tres generaciones de reyes y veinte guerras, y ella pasó de un siglo a otro como quien atraviesa una puerta para pasar de la sala a la alcoba.
Su vida austera y los buenos consejos que daba para reconciliar matrimonios y dirimir contiendas y transigir desavenencias y acomodar caracteres, juntamente con su buena manderecha para establecer la concordia en todas partes, diéronle gran reputación en la villa. Respetábanla mucho, y cuando abría la boca, conticuere omnes. Como era tan larga su vida y había visto tanto bueno y tanto malo y tenía mucha experiencia de las cosas físicas y morales, tomábanla todos por consejera. Sabía curar males de varias clases, y conocía mil salutíferas hierbas y untos, además de toda la farmacopea casera, mezclando en hórrido caos la medicina y la religión, lo terapéutico y lo supersticioso. Enciclopedia del alma y del cuerpo, reunía todo el saber y todo el sentir de su país en aquella época.
Rezaba por todos los muertos y reía por todos los nacidos. No había bautizo, ni duelo, ni boda a que no asistiese, disfrutando de lo mejor del festín, cuando lo había. Sabía contar especies diversas de cuentos interesantes, algunos heroicos, muchos de pícaros tahúres y guapos, y los más de devoción o de brujerías, males de ojo, miedos y otras cosas divertidas que embobaban a los chicos y a las mujeres. Ningún asunto doméstico o social o religioso tenía para ella secretos, y era la ciencia suma en teología de aldea, en economía al pormenor, en culinaria y en filosofía burda.
Doña Fermina a los pocos minutos, comenzó a querer volver de su síncope. La vieja había traído agua en una escudilla y le rociaba el rostro diciendo:
– Ya vuelve en sí; aunque para ver lo que tiene delante, más valiera que sus ojos no se abrieran jamás a la luz. Vete, te digo, tu madre te llora muerto; no turbes la paz de su alma poniéndotele delante en esa forma aborrecible.
Monsalud sin escuchar a doña Perpetua, alzaba a su madre del suelo y cuidadosamente la sentó en su sillón. Sosteniendo con sus manos la cabeza de la infeliz mujer, le decía:
– Madre, soy yo, soy Salvador, el mismo de siempre, el hijo querido. ¿Por qué se ha asustado Vd. al verme? El vestido no hace al hombre.
Doña Fermina, viendo el rostro de su hijo cerca de sí, le dio mil besos amorosos; mas después apartó la cara y extendió los brazos para rechazar al joven.
– ¡Mi hijo… francés!… – repitió con el mismo tono de angustia y terror…– ¡Ese traje!… ¡Era verdad!
– ¡Y el muy bribón se empeña en seguir aquí atormentándote, Ferminita! – exclamó con desabrimiento la vieja. – ¿Hase visto desvergüenza semejante?
– ¿Qué delito he cometido? – dijo Monsalud con viva congoja estrechando entre las suyas las heladas manos de su madre, y de rodillas ante ella. – ¿Qué habré yo hecho para que Vd. se desmaye, madre, cuando me ve, y esta buena mujer me manda huir?
– ¿Qué has hecho? – repitió la madre con estupor. – ¡Te has pasado a los franceses, estás maldito de Dios y de los hombres, tocado de herejía y perdida para siempre tu alma y contaminada yo también por haberte parido y criado!
– ¡Qué horribles palabras y qué espantosa idea! – exclamó el joven procurando reír, pero con el alma destrozada de vergüenza y dolor. – ¿Tantos males ocasiona este capote que llevo? ¡Oh! madre querida, yo conocí que hacía mal, yo resistí, conociendo que era una falta servir a los enemigos de mi patria; pero me moría de hambre, y además mi tío tenía mucho empeño en que yo sirviera a los franceses. Una vez dado este paso, ya no puedo volver atrás, porque el honor me prohíbe vender a los que me han dado un pedazo de pan para vivir y una espada para que los defienda. Si por esto he perdido el amor de mi madre, de la única persona que en el mundo me ha querido, de la que me dio la vida, de aquella a quien he consagrado siempre la mía, será porque algunos malintencionados habrán emponzoñado su alma con bajos sentimientos.
– No, yo te amo siempre – dijo doña Fermina, no pudiendo resistir el ansia vivísima de besar a su hijo y regar con ardientes lágrimas sus mejillas, aunque doña Perpetua extendía a menudo entre los dos sus manos de cartón; – yo siempre te quiero, pero he hecho juramento ante Dios de no admitirte bajo este techo ni darte mi bendición, ni llamarte hijo, si no abjuras tus errores y maldices tus banderas infernales y reniegas de ese vil Rey y tornas a la patria y al deber… Mi conciencia me exigió este juramento y lo he prestado por consejo de respetables personas a quienes debo consuelos tiernísimos en esta última y tan amarga desventura que ha caído sobre mí.
El joven, cubriendo con ambas manos su rostro, lloró; mas de súbito estalló una violenta indignación en su alma, y apartándose de las dos mujeres, púsose en el centro de la pieza.
– Mi honor – gritó con voz alterada y resuelta— me impide desertar; pero si pierdo el amor de mi madre, y se me arroja de mi casa porque no quiero ser desleal y perjuro, no quiero vivir. Aquí tengo una espada – añadió desenvainándola, – y no me falta valor para atravesarme con ella el corazón.
Doña Fermina se arrojó llorando en brazos de su hijo. La mujer secular permanecía silenciosa, fría, clavada en su silla, contemplando la patética escena como una estatua de cartón que dentro de su pasta encolada tuviera un alma observadora. Sus ojos negros clavábanse en el joven con fijeza aterradora.
En aquel instante entró un nuevo personaje. Era un anciano fornido y alto, de rostro sanguíneo, duro y tosco, mas no desagradable por cierto, mirar franco y campechano que le animaba y hasta le embellecía. Su cabeza calva, apenas se exornaba económicamente con un cerquillo de blancos pelos esporádicos sobre las sienes y en el occipucio y en cuanto a su cuerpo era bravío, imponente, recio, como de varón hecho a las intemperies, a las luchas con hombres y elementos. Vestía negro traje talar, llevado con desenvoltura y abierto por delante para poder introducir fácilmente las manos en el bolsillo o cuadrarlas en la cintura, como frecuentemente lo hacía aquel hombre, dueño de dos manos enormes, velludas, que sabían llevar el arado, la espada y la hostia. Era D. Aparicio Respaldiza, cura de la Puebla de Arganzón.
Mirando al mancebo, más bien con lástima que con rencor, le dijo:
– Ya sabía que estabas aquí, desgraciado. Te hacíamos muerto, muerto con la muerte de la deshonra que deja el cuerpo vivo. El alma se va y queda la vergüenza.
Luego acercándose a doña Fermina, que deshecha en lágrimas, recibía consuelos y caricias de la beata, le dijo:
– ¡Señora Fermina, valor!… El sentimiento materno es el más fuerte de todos. No trate usted de vencerlo: al contrario, desahogue su pecho, llore hasta mañana. Este hijo muerto no es quizás perdido para siempre, y puede resucitar, si se abraza a la cruz de la patria. Yo seré el primero que le reciba en mis brazos.
– Y yo – repitió la beata sin que se mostrase en la engrudada máscara