comezón de echarme vinagrillo de los Siete Ladrones en el pañuelo, allí se estarán hasta que vayan otros tantos a hacerles compañía. Conque perdone por Dios, hermano, que no tenemos suelto.
– Bien sabes que nunca te he pedido nada.
– Pero pudiera ocurrírsete cualquier día, Salvador. Tú vas sacando malas mañas… Ahora que te vas al Norte, asistirás a alguna batalla… Como no faltará algún pueblo que entrar a saco, mucho ojo, amiguito, y mete mano.
– Descuida, soy buen amigo: si después de una batalla, se reparte botín y me toca algo, te lo mandaré.
– Hombre, no es mala idea… Pero si te tocase alguna herida o descalabradura, puedes quedarte con ella.
– Oye, Juanillo – replicó vivamente Monsalud, – ¿no dices que tu mayor gusto consistiría en ser ministro del Rey para tener mucho dinero y hacer mucho bien y llenarte de gloria y morir honrado y bendecido?
– Sí.
– Pues te guardas el dinero, ¿eh?… y la gloria, la honra y las bendiciones me las mandas.
III
Así pensando y discutiendo, a veces riñendo y regalándose el uno al otro palabras un poco fuertes; haciendo luego las paces para prometerse amistad invariable, dieron nuestros dos amigos la vuelta del Retiro, y cuando tornaban a Madrid por la calle de Alcalá, vieron que discurría de arriba abajo mucha gente, y que contraviniendo las disposiciones de la policía francesa, en todas partes se formaban grupos. Pedíanse las personas unas a otras las noticias arrebatándoselas de la boca y comentándolas para soltarlas luego desfiguradas. Cuál aseguraba saber mucho, cuál ignorándolo todo se hacía repetir hasta tres veces la misma noticia. Todos los madrileños parecían sorprendidos, y los más, alegres.
Al punto pararon mientes Monsalud y Bragas en aquella estupenda novedad de los corrillos y de la animación que se repetía, a pesar del gobierno, siempre que llegaban noticias de alguna batalla. Deseosos de conocer la verdad de lo que ocurría, husmearon en varios grupos, mas no viendo caras conocidas en ninguno de ellos, no se atrevieron a meter su cucharada y se contentaron con algunas palabras sueltas. Pero hacia las Baronesas, creyó Bragas oír la voz de D. Gil Carrascosa, abate antaño, y por entonces covachuelista en la misma covachuela del covachuelo mancebo. Acercáronse y vieron que el licenciado Lobo venía a su encuentro, juntamente con D. Mauro Requejo y el Sr. D. Bartolomé Canencia. Fundiéronse todos en el grupo, a punto que Carrascosa decía:
– Mañana salen de Madrid los franceses. Parece que ahora va de veras, señores patriotas, y que no volverán más. El Rey José está muy apretado y no puede pasar, según dicen, de la línea del Ebro. Aquí no quedará un solo francés, ni un solo jurado, ni un solo polizonte, ni un solo jacobino. Respira, ¡oh patria!
– La verdad – dijo D. Lino Paniagua, que también era de los presentes— es que Wellington se ha movido.
– Y como también se ha movido el cuarto ejército que manda Castaños… Parece que quieren cerrar a los franceses el paso de Burgos y Vitoria.
– ¡Admirable plan! – exclamó Lobo. – ¡Cerrar el paso! nada más claro. El cuarto ejército estaba en todas partes como perejil mal sembrado. Castaños en Extremadura con una división, Porlier y Losada en Galicia con otra, Morillo en Asturias, Mina en Vizcaya. Lord Wellington que desde Fregeneda ponía su lente en todo, les ha mandado adelantarse. Uno viene por aquí, otro por allá, con tan admirable concierto y arte como las piezas de un reloj que ordenadamente van caminando sin estorbarse una a otra. El francés que con la cholla cargada de vapores viníferos, se duerme en Valladolid, en Segovia, en Madrid y en Zaragoza, no ve el nublado, hasta que le cae encima. Se asusta, llama a Farfulla I en su ayuda, pero Farfulla I después de la campaña de Rusia no está para fiestas, y héteme al rey José en campaña. Él había dicho como los castellanos: «Vino puro y ajo crudo, hacen al hombre agudo…» pero en buena se ha metido… ¡Grandes batallas se preparan! Todo esto, amigos míos, lo barruntaba yo; se necesita no tener un solo grano de sal en la mollera para comprender que hallándose el lord en Fregeneda, Longa y Mina en el Norte, Morillo en Asturias, y Carlos España en el Bierzo, pues… yo lo veo claro como el agua.
– Y yo turbio como el cieno – dijo Canencia, con filosófico desdén. – ¡Una batalla más! Rousseau ha dicho que las verdaderas batallas son las que ganan la sabiduría contra la ignorancia de la corrompida humanidad.
No tardó en pasar el padre Salmón, que con el padre Ximénez de Azofra y el marqués de Porreño, regresaba a su convento, y pegándose al grupo hizo varias preguntas.
– Eso ya lo sabíamos… que se va toda la canalla mañana temprano… ¿Pero y de los ejércitos, qué se dice?
– A mí se me figura – dijo con gravedad el marqués de Porreño— se me figura… es idea mía… puede que me equivoque, pero juraría…
– ¿Qué?
– Que el lord se ha movido.
– Eso no tiene duda – repuso Lobo dignándose repetir el plan de campaña con que poco antes había demostrado su perspicacia estratégica.
Y al poco rato partieron en distintas direcciones. Acompañaron al señor marqués los dos reverendos, y recibidos por la interesante familia de este, Salmón exclamó:
– ¡Gran bomba, señores! El lord se ha movido.
– ¡Y mañana salen de aquí todos los franceses!
– ¡Benditos sean los designios de la divina Providencia! – dijo la hermana del marqués.
– ¡Wellington se ha movido! – repitió el mercenario, mirando a diestra y siniestra por ver si se vislumbraban en el horizonte lejanos signos de soconusco, – y juntamente con Mina y Morillo viene sobre Madrid.
– ¡Jesús! ¡Sobre Madrid!
– Así lo han dicho. Parece que da la vuelta por el Duero, que está como Vd. sabe en Tordesillas. Y como Castaños pasa de Extremadura a Asturias, con el sétimo cuerpo, digo, con el octavo o con el duodécimo… en junto unos cuatrocientos mil hombres.
Poco después la hija del marqués de Porreño iba a casa de Sanahúja, donde ya sabían la noticia, gracias a don Lino Paniagua, y decía:
– Lo menos setecientos mil hombres dicen que trae Vellinton.
Conviene advertir que casi todos los españoles pronunciaban el nombre del general inglés como acabamos de escribirlo. Algunos lo modificaban diciendo Velliztón, acentuando la última sílaba, lo mismo que decían Stapletón Cotón; pero esto no hace al caso, y siga nuestro cuento. El conde de Rumblar, que a la sazón hallábase en casa de Sanahúja, partió como un rayo, y en la Puerta del Sol topó con José Marchena, a quien dijo que José iba sobre Fregeneda y que el duque de Ciudad Rodrigo estaba en Valladolid… Poco después D. Narciso Pluma, que esto oyera y otras muchas estupendas cosas que había oído poco antes, las revolvió todas, haciendo la más chistosa ensalada que puede imaginarse, y entró en casa de Porreño, donde sostuvo que se estaba dando una batalla junto al Duero entre D. Pablo Morillo con doce mil hombres, y el rey José con setecientos mil…
Repitámoslo, sí. ¡Entonces no había periódicos!
IV
Cuando se disolvió el grupo los dos jóvenes siguieron su camino.
– Vamos a casa de mi tío – dijo Monsalud, – a ver qué piensa de estas cosas. Ya anochece; apretemos el paso… ¿No te parece que los habitantes de la villa están un poco alborotados?
– ¡Salen los franceses!… ¡Un cambio de gobierno! – murmuró Bragas intranquilo. – Ahora todos los que han sido empleados durante el gobierno intruso…
– A la calle, amigo. ¡Pues no es poca afrenta la que tienen encima. Haber servido al intruso!… ¡Oh, vilipendio!
– Pero yo soy español, muy español. Detesto a los franceses.
– Ahora que se van es muy cómodo decir eso. Yo, Sr. Juan, no les tengo rencor. Con ellos