el famoso manifiesto de los Persas, que quedó perfilado y puesto en limpio por mí en 12 de Abril. Firmáronlo sesenta y nueve individuos de lo más aprovechado que había en el reino y en las Cortes, hombres estimadísimos del soberano, que entre ellos repartió mitras y togas, para que no quedara sin premio su lealtad.
En cuanto a la mía acrisolada, continuó sin más premio por entonces que el antiguo destinillo en la covachuela, y hasta después del 10 de Mayo y de la caída de la Mamancia y de la entrada en Madrid del encantador Fernando, no di señales de adelanto en mi carrera. ¡Oh, qué días aquellos! ¡Cuánta ansiedad sentíamos los buenos patricios, esclavos de la libertad, suspensos entre la vida y la muerte, sin saber cuándo veríamos el fin de la horrible tiranía de los mamones, caparrotas, cuácaros, lameplatos y ceposquedos, pues estos y otros graciosos nombres daba a los liberales en su Atalaya de la Mancha el reverendo Padre Castro! ¡Y qué trasudores y congojas experimentamos en todo Abril, ora creyendo segura la llegada del Rey con el desquiciamiento de todo el catafalco constitucional, ora sospechando que los infames francmasones nos secuestrarían al suspirado Rey, haciéndolo perdidizo en cualquier desfiladero, para encajarnos la república Iberiana, que tanto daba que hablar en los barrios bajos y en los claustros de mendicantes!
Pero la aproximación de las tropas de Wittingham nos dio aliento, y la llegada del general Eguía, completa tranquilidad acerca del buen resultado de lo que entre manos traían los Persas. ¡Qué hombre aquel! Era de los pocos, y es lástima que nuestra nación, agradecida a su destreza y heroísmo, no le elevase una estatua ecuestre, representándolo con su peluca de coleta, su gran joroba y aquel aire chusco, cascarrón y altanero, que le hacía tan temible. General más valiente no le han conocido los siglos. Los historiadores, que todo lo enredan, han dado en decir que D. Francisco Eguía no hizo más que desaciertos y majaderías, cuando mandó el ejército del Centro en la Mancha, antes de la batalla de Ocaña; pero aún falta probar, que nuestro general no fue un Gran Federico en aquella campaña. Han dicho que no quería combatir; que apremiado por la Regencia para que atacase a los franceses, contestó que él sólo anhelaba sucesos grandes que salvaran a la nación, dando a entender el noble deseo de no gastar su ingenio estratégico en batallejas de tres por un cuarto.
Pero sea de esto lo que quiera, y aun considerando que la Regencia tuvo razón al separarle del mando en 1809, no se le puede negar su heroísmo militar y ciencia en 1814. Como que él solo, ayudado de una división del ejército del Centro, dio al traste con la inmensa balumba de las Cortes, poniendo en vergonzosa fuga a más de cien diputados liberales, que se escondieron en sus casas sin atreverse a asomar las narices… ¿Qué tal? Hombres como aquel bravísimo Eguía, son el mayor galardón que Dios Omnipotente puede hacer a las atribuladas y huérfanas naciones. Admirablemente lo hizo, y allí era de ver cómo se presentó con su tropa en casa del Presidente de las Cortes, notificándole, con serenidad sublime, la ruina de la Constitución, y cómo ocupó después resueltamente y sin asomos de miedo, casi sin pestañear, el palacio de las Sesiones, declarando con voz entera y firme que todo estaba por los suelos.
¡Qué noche la del 10 de Mayo de 1814! ¡Oh sin igual ventura! ¡Oh inolvidable regocijo del alma después de tan larga opresión! Yo había pasado todo el día escribiendo un articulito que remití a La Atalaya, por encargo de mi excelente patrono. Estoy tan orgulloso de aquella pieza, fruto precioso del frenético entusiasmo mío y de los ardores fernandistas de mi exaltado corazón, que no quiero que estas fieles memorias vayan a los confines de la posteridad, sin llevar siquiera un par de párrafos para que, reconociendo mi patriotismo, se juzgue de mi caliente estilo y de las gallardías de mi pluma. Decía así:
«¡A dónde estáis, potencias de mi alma! ¡Os busco, y por ninguna parte os encuentro! ¿Habéis volado en busca de aquel imán de nuestros corazones? ¿A dónde está FERNANDO? Hechizo de mi corazón, ¿a dónde te encontraré? ¡Mi alma no acierta en la efusión de su placer a expresar de ningún modo los sentimientos de que se halla inundada! ¡Mi memoria… mi voluntad… mi entendimiento, sí!… Todo es vuestro, ¡Dios Eterno! Pero si FERNANDO está en vos y vos en FERNANDO, en vos mismo gozaré de su amorosa presencia; sí, Dios Omnipotente, permitid que me regocije en vos, pues que vos le elegisteis desde vuestros eternos alcázares para nuestro digno REY; vos le perseverasteis con vuestra providencia en el principio; vos le guardasteis bajo la sombra de vuestras divinas alas…; vos le quitasteis de un suelo manchado con tantos crímenes, para que no presenciase el espantoso castigo con que ibais, aunque tan lleno de misericordia, a castigar a tus hijos… sí, amado FERNANDO… sí, apetecido consuelo de todas nuestras aflicciones… sí, hermoso y deseado iris en todas nuestras horribles borrascas… tus fieles y huérfanos hijos te lloraron como miserables pupilos, y no hubo un placer verdadero en sus amantes corazones, considerándote cautivo…».
II
Y así seguía, soltando la abundosa vena de mi inspiración, para que sin tasa corriese, con lo cual se embobaba el vulgo, llegando mi fama como escritor hasta el punto de que un padre de la Merced, el venerable Salmón, dijese de mí que allá me iba con Cervantes en el manejo de la pluma. Pero la verdad es que mi genio me llamaba por caminos distintos de los de la literatura. ¿Se creerá que en aquella felicísima noche del 10 de Mayo, no pudiendo contener mi exaltación en pro de Fernando, ni menos mi enojo contra los llamados mamones, me uní a los esbirros y jueces que iban de calle en calle prendiendo en sus casas a los famosos corifeos de las Cortes?
Uno de los jueces de policía era amigo mío, y también un oficial de los que mandaban la tropa encargada de proteger a los jueces. Fui, pues, de casa en casa, y no puedo dar idea de la indignación que ardía en mi alma contra aquellos bribones, a quienes era preciso buscar dentro de sus propias guaridas para prenderlos. Era en realidad vergonzoso que varones tan eminentes como aquellos intachables jueces de policía, anduviesen cual cuadrilleros de la Santa Hermandad, corriendo a caza de un Argüelles, de un Martínez de la Rosa, de un Calatrava… ¡Tunantes! ¡Cuándo recibieron ellos mayor honra que la de ser huroneados por individuos de toga, los cuales en su desmedido ardor por la causa del Rey, iban sudando gotas como puños; que tales angustias trae el oficio de polizonte!
La pesquería no fue mala, y si bien se nos escaparon Toreno, Antillón, Gallego y otros, cogimos a Argüelles (a quien no le valió su divinidad) en la calle de la Reina; a Gallardo, en la del Príncipe; a Canga Argüelles, en la misma calle y casa de San Ignacio; a Page, en la de Hita; a Cepero y a Martínez de la Rosa, en la calle de San José; a Larrazábal, en la de Jacometrezo; a García Herreros, en la plazuela de Celenque, y en diversos sitios que no recuerdo, a Quintana el Seminarista, a Feliú, Villanueva, Muñoz Torrero, Cano Manuel, Álvarez Guerra, O-Donojú, Capaz, Cuartero, a los cómicos Máiquez y Bernardo Gil, sin omitir al célebre cojo de Málaga.
¡Oh, vil caterva de charlatanes! ¡Y qué bien os llegó vuestro San Martín! ¡Y con qué oportunidad y destreza fueron burladas vuestras malas artes y destruidos vuestros execrables planes! Mala peste os consuma, y demos gracias a Dios que nos deparó el remedio contra vuestra perfidia en la férrea mano de Eguía. Ni qué falta hacían en el mundo vuestros heréticos discursos, ni a cuenta de qué venía esa endiablada Constitución… ¡Ay! Aquella noche las almas se desbordaban de gozo, viendo destruida la infame facción, muerta la herejía, enaltecido el sacrosanto culto, restaurado el trono, confundidos volterianos y masones. Yo no cesaba de dar gracias a Dios por lo bien que conducía desde su celeste altura la empresa, y siempre que salíamos de una madriguera para entrar en otra, asegurado ya uno de los abominables delincuentes, me santiguaba devotísimamente, poniendo los ojos en el cielo, para que ni por un instante nos desamparase la bondad divina en tal trance, y llegáramos al fin de la jornada sin tropiezo alguno.
A medida que iban cayendo los llevábamos a la cárcel de la Corona y al cuartel de Guardias de Corps o a San Martín, donde quedaban encerrados. No se les dejó papel que no se guardase para dar luz sobre los procesos que se les iban a formar, porque habría sido en verdad lastimoso que las picardías de tanto malsín no tuviesen comprobación cumplida en los autos, para que a nadie quedase duda de sus maldades. Pues digo… si no se hubiera tenido mucho cuidado de cogerles los papeles, la justicia habría tenido que romperse los cascos para inventarlos después, lo cual es tarea larga y que da larga fatiga y quita mucho tiempo a los señores de la Comisión de Estado.
Siempre me acordaré de la