Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Juan Martín el Empecinado


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tuna que se ha conocido desde que el gran Cisneros fundó la Universidad… De este modo y aunque no lo parezca, adelantaba mucho en mis estudios, siendo nemine discrepante en humanidades e Instituta; pero llegó la guerra y al oír yo el quadrupedante putrem sonitu quatit ungula campum; al oír tal ruido de trompetas, tal redoble de tambores, tal relinchar de guerreros caballos, me sentí inflamado en bélico ardor. Cuando apareció la primera partida creí volverme loco de entusiasmo; púseme yo mismo el nombre de Viriato, en memoria del más grande y el más célebre guerrillero que hemos tenido, y soldado me soy. Esta es la mejor vida del mundo. Tengo el grado de alférez, y como esto dure, pienso no parar hasta brigadier, renunciando para siempre a los pícaros estudios, que no traen más que trabajo en la juventud y hambre en la vejez.

      – Brava gente es esta – exclamé. – Pensar que con semejantes hombres nos han de quitar a nuestro rey Fernando, es majadería.

      – No satisfecho aún – continuó Viriato – con el nombre que me puse (el mío verdadero es Aniceto Tortuera), expedí carta de heroísmo a estos venerables amigos míos, y a ese más pequeño, que apenas levanta cuatro tercios del suelo, por ser más bravo que un toro le puse Cid Campeador. Ahí donde usted le ve tan callado y modesto, hijo es del señor marqués de Aleas, uno de los señores más ricos de esta tierra; mas con tener tanta hacienda, prefiere el niño esta áspera vida a los regalos de su casa, y no se aparta de mí, su amigo y paje en Alcalá. Bien hizo el señor marqués en encomendarlo a mi cuidado y dirección durante la paz, porque pienso devolvérselo en disposición de conquistar a Valencia, como el otro Cid.

      – Mi señor padre – dijo el Cid Campeador con voz y gestos infantiles – me ha llamado varias veces enviándome veinte propios para que me lleven a casa; pero ya le he dicho que estoy aquí defendiendo a la patria y que en diez años no me hablen de casas, ni de mamás, ni de golosinas… A fe que es triste cosa dejar esto, cuando uno va para alférez y cuando el mejor día le pueden caer del cielo las insignias de coronel. Militar quiero ser toda la vida, que no estudiante ni legista, ni físico, ni retórico, ni matemático.

      – De todo ha de haber en el mundo – dijo enfáticamente Viriato, – y si no ahí está mi amigo el príncipe de sangre goda D. Pelayo, que es legista de la partida. Púsele el nombre de Pelayo, por lo venerable y augusto de su persona. ¡Vean ustedes qué majestad en sus movimientos, qué mirar regio!

      Le miramos, y en efecto, su fisonomía era la del pillete más redomado y pulido que han dado de sí claustros universitarios, porterías de convento, mesones y posadas de estudiantes more tunesca.

      – Es hijo de uno de los bedeles de la Universidad – añadió Viriato, – y en fuerza de tratar con estudiantes sabe más leyes que Gregorio Sala, que el gran Madera y el célebre Montalvo reunidos. Buscaba posada a los estudiantes nuevos, acompañaba en sus diversiones a los antiguos y compraba libros viejos para cambiarlos por sotanas y zapatos. Es grande amigo nuestro y cuando llegamos a un lugar donde parece que no hay nada, él siempre encuentra algo. Señores oficiales, ustedes tendrán muchísimos buenos amigos en la partida, la cual con todos sus trabajos y fatigas vale más, mucho más que las siete famosas de D. Alfonso el Sabio, por lo cual nosotros resolvimos trocar las siete por una sola.

      Seguimos departiendo alegremente y cuando atravesábamos un áspero monte, sentí dentro de las mismas filas no un estruendo de combate, no un grito de guerra, no un redoble de tambor ni son bélico de cornetas, sino unos lastimeros lamentos de criatura de pecho, que con toda la fuerza de sus débiles pulmoncitos pedía lo que no suelen dar los ejércitos sino las amas de cría. Tan inusitados chillidos que yo no había oído en ninguna de mis campañas, despertó de tal modo mi curiosidad, que pregunté el motivo de llevar en la partida tan extraño apéndice.

      No tardé en divisar al Sr. Santurrias que llevando en brazos una criatura como de dos años, mal agazapada en un medio refajo amarillo, procuraba, condolido de su incapacidad para desempeñar las funciones maternas, acallarla con exhortaciones, promesas y silogismos que habrían convencido a un doctor de la Iglesia, mas no a un infeliz huérfano hambriento.

      – Este muchacho – me dijo Viriato – lo encontramos en un caserío donde entramos una mañana hace dos meses. Los franceses después de quemar el lugar habían matado allí mucha gente; nosotros matamos a los franceses y sólo quedó vivo ese caballero que da tales berridos. El Sr. Santurrias lo cogió, y le lleva en brazos cuando va al espionaje, fingiéndose mendigo. Nosotros le damos sopas de leche y migas de pan; pero él no quiere sino teta y más teta, porque a pesar de tener dos años no le habían despechado todavía. Cuando llegamos a un pueblo donde hay alguna mujer criando, se da buenos hartazgos, y así va viviendo el infeliz. Pasamos el rato con sus monadas y gracias infantiles, y procuramos despecharle, no sin trabajo ni malos ratos. Será un buen soldado, ¿qué digo, buen soldado? Será general, sí señores, general. Le llamamos el Empecinadillo.

      – Pero condenado, tragón – decía Santurrias al pobrecito personaje que llevaba en brazos – ¿no estuviste dos horas en Val de Rebollo, chupando de la señá Gumersinda?… Pues si ella decía que le sacabas los tuétanos… Callas, o te estrello.

      – Deme acá, deme acá ese Heliogábalo, señor Santurrias – dijo Viriato alargando los brazos para recoger la carga. – Ven acá, tragaldabas… no hay teta… Comerá usted rancho si lo hay y beberá un cuartillo de vino. Un general pidiendo teta… calla, hombre, no toques diana, que nos vuelves sordos… Arro, roooo… Ahora llegaremos a un pueblo; sorprenderemos a los franceses, matando unos cuantos, y por fuerza habrá allí otra señora Gumersinda que te dé una mamada… Vamos… es preciso ir dejando esas mañas… los hombres no maman… Es preciso comer. ¿Para qué quieres esos dentazos?

      Después Viriato, arrullando al niño en sus brazos, le adormeció con cantares de cuna; y el guerrillero de dos años, metiéndose ambos puños en la boca para acallar su violento apetito, se durmió.

      La señá Damiana Fernández vino a pedirnos municiones.

      – Señá Damiana – le dijo Viriato, – cargue usted este mostrenco, que antes debe ir en sus brazos que en los míos.

      – Una doncella no carga chiquillos – repuso con desdén la guerrillera; – que si entro con él en el pueblo, si a mano viene creerá la gente que es mío. Hay que guardar la honra, señor Viriato.

      – ¿Qué honra? ¡Ay, honradillo está el tiempo! Mal cosida has dejado la sotana del Cid Campeador. Damiana, por Dios, carga un rato este becerro.

      – Cuando los eche al mundo los cargaré… Cartuchos, señores, un cartucho por amor de Dios.

      – ¿El Cid, no te los da, pimpolla? Pícaro Cid Campeador… si le cojo…

      Estas conversaciones y otras igualmente festivas siguieron adelante, pero no pude gozar de ellas, porque me adelanté llamado por mosén Antón. El cura iba caballero en un gran jamelgo, que parecía, por su gran alzada, hecho de encargo, para que sobre la muchedumbre ecuestre y pedestre se destacase de un modo imponente la tosca y tremebunda estampa del jefe de Estado Mayor. Caballo y jinete se asemejaban en lo deforme y anguloso, y ambos parece que se identificaban el uno con el otro formando una especie de monstruo apocalíptico. Los brazos larguísimos y negros de mosén Antón dictando órdenes desde la altura de sus hombros; las piernas, ciñendo la estropeada silla, que echaba fuera el relleno por informes agujeros; la sotana partida en dos luengos faldones que agitaba el viento, y que en la penumbra de la noche parecían otros dos brazos u otras dos piernas, añadidas a las extremidades reales del caballero; el escueto cuello del corcel, ribeteado por desiguales crines que le daban el aspecto de una sierra; su cabeza negra y descomunal, que moviéndose a compás de las patas, parecía un martillo hiriendo en invisible yunque, el son metálico de las herraduras medio caídas, que iban chasqueando como piezas próximas a desprenderse; todo esto, que no se parecía a cosa ninguna vista por mí, se ha quedado hasta hoy fijamente grabado en mi memoria.

      IV

      – A esos barbilindos que ha traído usted – me dijo mosén Antón, mirando hacia abajo como quien está en lo alto de una torre, – ¿se les puede confiar una comisión delicada?

      – Sí, mi coronel – respondí. – Ya saben