Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: La estafeta romántica


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de monacales para comprarlos. Entrevé el desarrollo de la riqueza, la asociación industrial, las máquinas agrícolas, el papel moneda, y otras muchas cosas que aguardan el último tiro de la guerra para pasar el Pirineo. Sus ideas no son luminosas, son propiamente sensatas, producto de la fácil asimilación, que no es lo mismo que el estudio. Su palabra es fácil, gramatical, opaca, comedida en las disputas; su elocuencia propiamente ilustrada, muy propia para unos tiempos en que la política es el arte de un conversar ameno sobre todas las cuestiones. Desea el hombre ser diputado, y lo será; y si no se planta en los primeros puestos, tampoco se quedará en los últimos. Para dártele a conocer físicamente, te diré que se parece bastante a Salustiano Olózaga, pero con más años: la misma hermosura de ojos; talla y aire majestuosos, cierta presunción o contento de sí mismo, don de gentes, cortesía exquisita.

      De su mujer te diré que sin ser muy hermosa que digamos, cautiva más que si lo fuera, por su gracia, su afabilidad, su señorío, maravillosamente fundido con la llaneza. Como no la conoces, amado clérigo, no has visto la encarnación del buen gusto: eso es Valvanera, el buen gusto convertido en mujer, digo, en señora, pues no hay otra que mejor merezca tal nombre. Hasta en los actos más insignificantes se revela su cualidad suprema, el don de la forma. Me encanta verla dar de comer a sus hijos pequeños; si la oyes reñir a su criado, quisieras ser tú el reñido; y si por algo te reprende, no tienes más remedio que darle las gracias. Creerás que es una señora de pueblo, de esas que a la ranciedad de la nobleza y de las costumbres unen la tosquedad que da el vivir constante en villas de corto vecindario. Pues te equivocas: nacida en noble cuna, educada en los mejores colegios de Francia, Valvanera es verdadera castellana en el sentido feudal de este término; verás en ella el aire campesino y la singular majestad que dan la cuna y la educación esmeradísima. Doce años hace que vive aquí. No echa de menos el bullicio de Madrid ni la elegancia parisiense; adora la residencia obscura donde ha criado a sus hijos, y comparte con su marido el gobierno de una inmensa propiedad. Suelen bajar a Burgos por temporadas, y a Bilbao algún verano. Viven como príncipes; se sienten superiores a los que gastan su existencia y sus riquezas en las grandes ciudades, con escaso provecho del espíritu y fugaces placeres. Esta nobleza campesina se va concluyendo, mi querido Hillo, por la concentración de las principales familias en las llamadas cortes. Permanecen desperdigados en las villas algunos hidalgos adheridos al terruño, tan ordinarios ellos como sus esposas, atacados ya de la nostalgia de los centros populosos. El día en que se queden solos en el campo los pobres colonos y cultivadores de la tierra, vendrá la consunción nacional. Por esto admiro a Valvanera, que, notando en su esposo cierta tendencia centrípeta, trata de retenerle; ella es centrífuga, un tanto melancólica por la influencia de las soledades agrestes. Te aseguro que yo también me voy volviendo centrífugo. Por de pronto me hallo muy bien aquí, y bendigo la mano que me ha confinado en este dulce presidio.

      Bueno, bueno, mi querido Hillo… ¿de qué estábamos hablando? ¡Ah! ya me acuerdo: de que me gusta el sosiego campestre, esta vida de chateau, esta aristocracia labradora, a la extranjera, porque, pásmate, el vivir un noble en sus propiedades rurales ha venido a ser rareza exótica y hurañía extravagante… Paréceme que al llegar aquí dirás que me estoy poniendo enfadoso con esta novísima postura, que creerás afectada, como entusiasmo caprichoso semejante al furor de las modas. Piensas que distraigo mi hastío aficionándome a lo que en elegancias se llama la última. No, hijo, no: es viejo en mí el gusto de la nobleza campesina, una de las hermosuras que vamos perdiendo, para convertirnos todos en desabridos señoretes de la Corte. Pero no sigo, no. Te veo haciendo guiños, deseoso de que te hable de cosas más gratas, y a ello voy, clérigo; aguarda un momento. Conociendo tus aficiones, te pongo delante a las dos niñas de Maltrana, Nicolasa y Pepita, tiernas y lánguidas como a ti te gustan; desaplicadas, para que sus encantos sean mayores; rebeldes a la educación clásica; la una de diez y seis años, de catorce la otra; inflamadas ambas en el santo horror de la Gramática y de la Aritmética; delirantes por el baile, por las comedias, que apenas han visto; por la sociedad, que desconocen, pues sus iguales no existen por acá; inocentes aún y cerradas a toda malicia, ¡Dios así las conserve!; obedientes a sus padres y de correctísima crianza moral; bonitas, algo traviesas y juguetonas, y no las llamo ángeles porque desconfío de los ángeles terrestres, y cuando veo alguna niña con alas, digo como el loco: «Guarda, que es podenco».

      Han hecho los Maltranas cuanto en lo humano cabe para dar a sus niñas, en la estrechez de esta vida rústica, la educación que a su clase corresponde. Un aya francesa las acompaña constantemente y les enseña idiomas y el código de las etiquetas sociales; un preceptor les llena la cabeza de principios científicos y de conocimientos históricos; un maestro de música traído de Zaragoza, y otro de baile que de Bilbao viene por temporadas, las instruyen en las artes llamadas de adorno; y con esto y el cuidado de su buena madre, serán dos mujercitas bien dispuestas para la vida en altas esferas. ¿Cuál será su suerte? Presumo que no ha de ser buena, y me contrista verlas tan gozosas de la vida presente, desconociendo la verdad de la humana desdicha. Las casarán con mayorazgos de campo, con militaritos bien apadrinados que lleguen pronto a generales, quizás con algún título de Madrid, y en cualquiera de estas posiciones serán desgraciadas, contribuyendo a ello su educación misma, que les abre los ojos a toda la miseria y podredumbre del cuerpo social. ¡Venturosos los ignorantes, los que se mantienen del fruto que arrancan de la tierra o que extraen del mar! Sí, sí: estoy pesimista, mejor dicho, lo soy, y todo lo veo negro, no porque finjan caprichosamente la negrura mis ojos turbados, sino porque lo es. Sí, querido capellán, todo es del color de tu sotana, y lo poquito que colorea y fulgura imita el viso de ala de mosca que tienes en ella.

      Mayor tristeza me dan las niñas de Maltrana cuando considero lo endeble de su salud. Azarosa es la vida de sus padres, que si las oyen toser se echan a temblar, y a cada instante les mandan sacar la lengua. Probablemente morirán en el paso peligroso de los diez y ocho a los veinte años. Sí, hombre, se mueren: no lo dudes, ni alardees de una confianza basada en ñoñerías religiosas. Y si quieres que te diga una barbaridad, te la digo. Si se van, como creo, se libran del sufrimiento humano, y eso van ganando. Habrán vivido tan sólo en la época feliz, o que lo sería sin el martirio de las lecciones y del odiado estudio, que no ha de servirles para nada. Figúrate el jugo que sacarán en la otra vida de sus conocimientos gramaticales de acá. ¡Tanto mortificarse por conjugar, por construir las oraciones, por escribir correctamente la ge y la jota! ¿Pues y las nociones geográficas? ¡Qué les importará de nuestras pobres penínsulas, de nuestros ríos y continentes, de si Prusia linda con la Polonia o con las Batuecas! No, no creo que nuestras sabidurías permanezcan allá, pues la Muerte no sería, como dicen, dulce amiga, si al caer en sus brazos no saliera de nuestros cerebros todo este serrín que nos metéis a la fuerza los profesores, amenazándonos con el infierno de la ignorancia, el cual tengo yo por un bonito y cómodo infierno.

      Vuelvo a mi asunto para decirte que mi temor de la desgracia de estas niñas no es infundado. El hijo mayor de Maltrana murió tísico en Madrid hace tres años, contando diez y siete, y aquí tienes explicado el aborrecimiento de Valvanera a esa Villa y Corte. Los otros hijos son tres, varones y pequeñuelos, el mayor de diez años, el chiquitín de cinco. Su raquitismo, malamente combatido con la vida del campo, con los continuos paseos, el estudio y cuidado que en alimentarles se emplea, es el tormento de sus padres. Son inteligentes, muy desarrollados de cerebro, zanquilargos, flacuchos, y tan propensos a los enfriamientos, que es gran felicidad que no estén constipados. Siento una pena indecible ante estas tres criaturas: en sus rostros, como en los de sus hermanitas, veo la fúnebre sentencia, que les condena a seguir los pasos precoces del primogénito hacia un mundo que llamamos mejor antes de conocerlo. Yo tengo mis dudas; sólo afirmo que peor que este no puede ser… Pues para mí no hay mayor confusión que esta descendencia menguada y enfermiza, siendo Maltrana un hombrachón vigoroso, que se precia de no haber padecido en su vida ni un dolor de cabeza, y Valvanera una mujer saludable y fuerte, aunque algo seca de carnes. Será una manifestación aislada, como otras mil que vemos, del cansancio y pesimismo de la raza española, que indómita en su decadencia, dice: «Antes que me conquiste el extranjero, quiero morirme. Me acabaré, en parte por consunción, en parte suicidándome con la espada siniestra de las guerras civiles». Si tuviéramos buenas estadísticas, se vería que ahora muere más juventud que antes. ¿Y qué me dices de la facilidad con que los chicos y chicas que han sufrido algún desengaño siguen las huellas del joven Werther? ¿Pues y la guerra