la claridad precisa para determinar vagamente los objetos, y no tomar por personas las prendas de ropa colgadas de una cuerda. La moza se adelantó hacia un camastro, que más bien debiera llamarse rimero de pieles, mantas y enjalmas; de aquel diván humilde surgió el busto de un hombre, que abiertos en cruz los brazos, exclamó: ¡Cuánto has tardado, mi alma! ¡En qué ansiedad me has tenido, corazón! No me consolaba más que la idea de morirme esta noche.
– ¿Morirte tú, mi Tolomín, sin que tu Cigüela te dé licencia?… No faltaba más… – dijo ella sin abrazarle más que con la intención. – Chiquillo, no me abraces tú… Toca, y verás que estoy hecha una esponja. Déjame que me sacuda…
Diciéndolo, de un tirón desenlazó el pañuelo de la cabeza, quitose el de manta, y ambas piezas colgó en la cuerda de que pendían otras. Luego, risueña, con gracioso brinco, llegose al camastro, y alzando una pierna mostró el chapín rojo puntiagudo: Mia, mia qué pinreles traigo, Tolomín.
– ¡Ay, qué bonitos! ¿De dónde has sacado eso? – dijo el hombre tirando del borceguí, que chorreaba.
– Ya te contaré – replicó la moza alargando el otro pie para que lo descalzara. – Pero antes de hablar eso, tengo que contarte otras cosas… muchas cosas, Tolomín.
Desnudos quedaron los pies de Cigüela, y mojaditos como si hubiera venido descalza. El hombre acostado le tiró de la falda, la obligó a sentarse junto a él, y le secó un pie diciéndole cariñoso: ¡Pobre Güela, los trabajos que ella pasa por su Tolomín!… Dame ahora el otro: están heladitos.
– Ya se calentarán… ¡Con sentarme sobre ellos…! Pero antes tengo que arreglarte un poco tu sala, tu gabinete, tu camarín y toítas estas dependencias maníficas, como decimos las manolas, y maggg… níficas, como decimos las señoritas del pan pringado… Verás, Tolomín, qué pronto despacho.
– Mientras me ordenas el mechinal, cuéntame lo que pasa en Madrid, que ello habrá sido gordo…
– No pasa nada, hijo…
– ¿Cómo que no? Yo he oído tiros.
– Estás soñando.
– Tiros de fusilería, y alguno, alguno de cañón – afirmó el hombre con sincero convencimiento. – Oyéndolos, me dije: ‘Ya se armó’. Y como tardabas, pensé que por estar cortadas las calles no podías pasar hacia acá, y también me asaltó la idea de que te cogiera una bala perdida…
– ¡Pobre Tolomín!… Dormido has oído los tiros; que quien despierto sueña con revoluciones y trifulcas, más ha de soñar cuando cierra el ojo.
– No, no: bien despierto estaba cuando oí los disparos de fusilería… y ello sonaba por esta parte: primero lejos, como en la Puerta del Sol; después más cerca, como en Puerta Cerrada.
– ¡Ay, qué engañoso y qué visionero!… Te aseguro que esos tiros no han sonado más que en tu pobre magín enfermo, y que Madrid está más tranquilo que un convento de monjas… no, no es buena comparación… más tranquilo que un cementerio…
– ¿De veras no hay barricadas?… ¡Cigüela!
– Tolomín, no hay barricadas. Las habrá; consuélate con la esperanza. Las habrá… y tan altas que lleguen a los pisos terceros, si quieres… Pero lo que es hoy… ¡Bueno ha estado el día, y bonita la noche para esas bromas! Con las calles mojadas y la pólvora revenida ¿quieres tú jarana?… Las revoluciones quieren sol, como los toros, y el patriotismo no ha de ser pasado por agua…
– Por decírmelo tú lo creo, que cuanto tú dices es para mí artículo de fe; pero yo estoy bien seguro de lo que oí… segurísimo… ¡Pim, pam…! ¡Fuego…! ¡pim, pam…! duro y a la cabeza… ¡pim, pam!
– Ea, no te encalabrines… Te volverá la calentura.
– ¡Libertad o muerte! ¡Fuego!
– Juicio, mi Capitán… No estamos tan lejos del mundo, que…
– ¡Viva Isabel II!
– ¡Chitón!
– ¡Viva España, viva la Libertad! Todo esto va contigo, boba: la Reina eres tú; tú eres España, tú la Libertad…
II
Cigüela reía. Lo primero que hizo, al acometer sus menesteres domésticos, fue sacar del bolsón pendiente de su cintura bajo la falda, dos paquetes con envoltura de papel fino cruzada de cinta roja, y ponerlos sobre una caja que servía de mesa. Descalza, diligente, iba de un punto a otro con suma presteza; y sosteniendo la conversación con el aburrido Tolomín, al deber de mirar por su existencia y su salud atendía. En el lado donde era más alto el techo, tenía un anafre, y en sitio cercano provisión de carbón, teas y una caja de fósforos. Encendió lumbre y puso a calentar agua. «¿Qué me has traído esta noche?» – preguntó Tolomín, que no quitaba ojo de los paquetes cerrados con desusada elegancia y finura.
– ¡Cosa rica!… Ya lo sabrás… Antes tengo que contarte…
– ¡Vaya! Pues no gastas poca solemnidad para tus cuentos… ¡Antes con antes!… ¿Pero dónde está el principio de tus historias?
– No se debe contar lo segundo sin contar lo primero – dijo Lucila risueña y un tanto maliciosa.
– Pues échame lo primero de una vez… ¿Dónde estuviste esta noche? ¿Por qué has tardado? ¿Es esto el principio, o dónde demonios está el principio de lo que tienes que contarme?
– ¡El principio!… Cualquiera sabe dónde está el principio de las cosas.
– No te diviertes poco con mi curiosidad. Vamos, ¿a que te acierto de dónde son esos paquetes? Son de la repostería de Palacio.
– ¡Huy… qué desatino!… ¡Vaya un zahorí que tengo en casa!
– ¿Con que no son de Palacio? Pues de las monjas no son, porque esas señoras no envuelven sus regalitos con papeles a estilo de París, sino con papel viejo del que venden las covachuelas, y que parece pergamino, y a lo mejor te trae un pleito de principios del siglo pasado… Pues a ver si acierto… Dame los paquetes, a ver si por el olor…
– Luego, Tomín – dijo Lucila cogiendo una jofaina del depósito de loza que en un rincón tenía, piezas diferentes en mediano uso, alguna desportillada, todas muy limpias. – Ahora, caballero, a lavar las heridas.
– ¡Ay, ay, qué fastidio! – exclamó Tomín incorporándose. – Pero tienes razón. Si me duele, que me duela. Lávame, cúrame: tus manos de madre me sanarán.
– Y para que mi pobre niño no se devane los sesos con adivinanzas – añadió Lucihuela avanzando con la jofaina, una esponja y trapos, – le diré dónde estuve esta noche… ¿No me encargaste esta mañana que me viera con mi padre?
– ¡Ah, sí!
– ¿Y no sabes, tontaina, que a mi padre lo han empleado en el teatro nuevo de la Plaza de Oriente?
– ¡Ay… qué tonto yo! ¡no caer…! Verde y con asa… Esta noche es la inauguración…
– Y hoy los días de nuestra Soberana.
– «¿No te dije que había oído cañonazos? Pues la verdad, siento mucho que los tiros fueran por Santa Isabel y no por un bonito pronunciamiento. Créelo: más falta nos hace la Libertad que todos los santos del Almanaque, y más cuenta nos tiene una revolución bien traída que el mejor coliseo para ópera y baile».
Penosa era la cura y el poner los nuevos apósitos, después de bien despegados los del día anterior; pero los dedos de Lucila, que en aquel caso clínico se habían adestrado, instruidos por el amor más que por la ciencia, llegaron a adquirir singular delicadeza. El bueno de Tolomín, valiente hasta la temeridad y sufrido cual ninguno en los lances de su militar oficio, era en las dolencias de una flojedad infantil y quejumbrosa. Por cualquier dolor ponía el grito en el cielo, y la sujeción a planes médicos le desesperaba. Conociendo su flaqueza, reservaba Lucila para el momento de la