saber por el licenciado D. Severo Lobo, el cual te conoció desde el proceso de El Escorial y luego estuvo a punto de empapelarte, cuando el príncipe de la Paz te quiso dar una placita en la interpretación de lenguas. ¿Y tú qué culpa tenías de que el otro te quisiera colocar? Por lo que me han dicho, tu modestia iguala a tus méritos; ¡oh joven! yo he visto la minuta en que Godoy te recomendaba; pero qué guardado te lo tenías, raposilla… ¿Y tú en qué te ocupas? ¿Por qué no pides un hábito; por qué no eres fraile? Yo me encargo de catequizarte. ¿Sabes que he hablado de ti a los padres de la Merced y todos quieren conocerte? A ver si te pasas por allí, rapaz; y ve después de la hora del refectorio. ¿Te gustan las pasas? Además tengo que conferenciar contigo, Horacio Flacco en ciernes y Virgilio en pañales; y como al salir de esta casa se me olvide hablarte (pues ya sabes que soy muy débil de memoria), ¿me lo recuerdas, eh?
A tal punto llegaba, cuando entramos en la sala del Gran Capitán. Levantáronse todos, y después de besarle uno tras otro la correa, diéronle el asiento del centro junto al brasero.
– Aquí está la seda azul – dijo el mercenario dando lo indicado a Tulita.
– Mañana mismo tendrá Su Paternidad arreglado el cuello – contestó la muchacha. – Veamos ahora lo que me manda para este malestar de la barriga, que es tal que yo no lo puedo resistir, y todas las mañanas me dan unas arcadas, unos mareos y bascas tan fuertes, que no me para dentro nada.
– Bendito sea el nombre de Dios – exclamó el padre tomando un polvo de la caja del Gran Capitán. – A fe, doña Melchora, que si esta matutina estrella de su hija de Vd. fuera casada, ya sabríamos el pie de que cojea su estómago; pero no siéndolo, y tratándose ahora de una familia con quien la misma honradez no podría ponerse en parangón, ordeno y mando que con siete palitos del árbol de Santo Domingo, cocidos en baño-maría, por espacio de tres credos rezados con pausa, y por supuesto con devoción, esta niña se quedará como nueva. ¡Qué nueces frescas las de ayer, señora doña Melchora! ¡Qué nueces frescas! Pero dígame, ¿qué santo del cielo le hizo tan rico presente? Yo no sabía que en montes alcarreños, asturianos ni encartados existiesen unas tan hermosas obras de Dios.
– Obsequio fue de un primo mío que es guarda de las dehesas del señor duque de Altamira, en tierra de Cameros, y como, sino de buen salario, el pobrecito disfruta de ojos listos y manos libres, siempre nos manda lo mejor de aquellos castañares y nocedales.
– Así le hicieran canónigo – añadió Salmón. – ¿Y qué noticias, Sr. D. Santiago Fernández?
– No me digan nada, ni me calienten más la cabeza – exclamó el Gran Capitán encubriendo bajo la ficción de un estudiado cansancio el placer que le causaba el ver sacado a plaza un tema tan de su gusto. – Mire Su Paternidad que estoy ya que no doy por mi cuerpo un real. ¡Qué ir y venir! ¡Qué jaleo! ¡Todo el día poniendo nombres en la lista, y haciendo recuento de cartuchos, y examinando armas, y disponiendo, y mandando! Aquellos señores son muy remolones, y todo lo tengo que hacer yo.
– ¿Y resistiremos, si como dicen, se nos viene encima ese monstruo, ese troglodita, ese antropófago, señores, que no se sacia nunca de devorar carne humana?
– ¡Pues no hemos de resistir! – exclamó el Gran Capitán. – ¿Hemos de ser menos que los zaragozanos? Además de que yo creo que no viene.
– Y sabe Dios – dijo doña María Antonia, – si será cierto lo que dicen de que allá en Rusia o Prusia le echaron unos polvitos en el cocido para que reventara.
– Como que hay quien asegura que está sacramentado y que hizo testamento, devolviendo todas las naciones que ha robado y abjurando de sus herejías.
– ¡Oh gente ignorante y crédula! – exclamó de improviso D. Roque, desenvainando su cartapacio de papeles públicos. – ¡Y cómo se conoce la rusticidad de los que atienden más a los dichos y simplezas del vulgo que a la palabra impresa de los hombres doctos! Vean, vean lo que dice ese papel, y no hagan caso de tonterías: «Napoleón se presentó al Senado el 25 del pasado, y dijo que bien pronto pondría sus banderas en las torres de Madrid y en las fortalezas de Lisboa». También cuenta la Gaceta que ciento sesenta mil hombres del ejército grande están sobre la frontera de España, y que el Emperador dijo que antes de fin de año no quedará aquí una sola aldea en insurrección.
– Con que ni una sola aldea… – dijo el fraile. – Pero sabe Dios la intención que llevará el que ha escrito esos papeles. Lo que es por mí, mandaría suprimir todos los que se imprimen en España, pues para envolver especias, mejor es el papel no impreso y limpio como sale de las fábricas.
– ¿Pues eso qué duda tiene? – dijeron a una las dos niñas de doña Melchora.
– Y yo – exclamó como un basilisco don Roque, – mandaría suprimir todos los frailes o les quitaría el hábito, dando a cada uno un fusil para que fueran a limpiar a España de franceses.
– Sin fusil lo hacemos, hermano – dijo Salmón riendo. – Lejos de suprimir frailes, yo los aumentaría en grado máximo, y así la mayor parte de los españoles vivirían gordos y contentos, y no veríamos tanto vagabundo mendigo por esas calles.
– Chúpate esa y vuelve por otra – dijo a D. Roque la menor de las hijas de la bordadora en fino, suponiendo al viejo completamente apabullado bajo el peso de aquellas incontestables razones.
– ¿Con que más todavía? Pues sepa mi señor Salmonete – dijo D. Roque, llevando al último extremo su familiaridad con el fraile, – que ahora se va a reunir la nación en Cortes. ¿No lo quieren creer? ¡Ah! Pues no doy dos maravedises por lo que de Gobierno absoluto hubiere después de la guerra. ¡Abajo los tiranos!-añadió poniéndose en pie y alzando los brazos con endemoniada exaltación. – Y si hay un frailazo chocolatero que me desmienta, alce la voz, y venga delante de mí, que yo le reto a singular polémica, aunque traiga más textos que escribió Pedro Lombardo, y más latines y aforismos y comprobatorias y distingos que han eructado en diez siglos las cátedras salmantinas y complutenses.
– ¿Y cómo había yo de ponerme a disputar con semejante pedazo de acebuche con nudos, más duro que roca? ¿Y de qué valdrían mis argumentos contra la asnal cerrazón de su mollera? – exclamó el padre Salmón levantándose también de su asiento; mas no enfadado ni nervioso, sino riendo a todo reír, pues su humor de mantequillas era tal que no se le vio colérico mas que una sola vez.
– Pues empecemos – dijo D. Roque poniéndose verde.
– Empecemos – añadió Salmón restregándose las manos y haciendo después grotescos gestos, como de quien imita los movimientos de un grave predicador.
– No quisiéramos más para reírnos de don Roque – dijo la mayor o la menor (que esto no lo tengo bien presente) de las hijas de doña Melchora.
– Pero para restaurar nuestras fuerzas, señores y señoras mías – dijo Salmón, – venga ese chocolate, que aquí mi amigo D. Roque dice que no se puede pasar sin él.
– Quien no se puede pasar sin él – contestó el aludido, – es su magnificencia reverendísima, que en llegando a estas horas, como no ponga un puntal al estómago, se cae rendido.
– Pues Vd. lo dice, amigo papelista eminentísimo – contestó Salmón dando otra vez rienda suelta a la risa, – así sea, y venga ese chocolate; y pues es más agradable el goce de una amena tertulia que el disputar, dejémonos de discusiones, y pelillos a la mar, y cada uno piense lo que quiera, y ruede la bola, y viva Fernando VII.
– Es lo más conveniente, toda vez que este D. Roque está chiflado – dijo Fernández, – y un día hemos de verle por esas calles con una Gaceta en cada dedo.
– ¡Pero qué graves y circunspectas están mis niñas! – añadió Salmón dando unas palmaditas en el hombro, no recuerdo bien si de la mayor o de la menor de las hijas de doña Melchora. – Y esos piquitos de oro, ¿por que no echan una canción por todo lo alto, para que se nos alegren los espíritus?
– Bueno, bueno.
Y una de ellas rompió al instante a cantar de esta manera:
Con