debía cargarse en la cuenta de la siempre hermosísima monja; y un día que estalló coyuntura para decirle cosas que ha tiempo meditaba, le habló en la huerta de esta manera:
– Tilín, tu conducta no es la de un buen sacristán; no es tampoco la de un hombre agradecido. La madre abadesa ha dicho que si sigues descuidándote en el servicio de la iglesia se verá precisada a ponerte en la calle.
Tilín se estremeció y con muestras de espanto repuso:
– ¡Me echará la señora!
– No lo sé… quizás no. Yo espero que te portarás bien.
– ¡Portarme bien! – exclamó Tilín con sarcasmo – ¿y qué llaman portarme bien?
– Hacer todas las cosas al derecho y no equivocarse en la misa, y tener bien limpio todo el metal, y no dejar la mitad de las luces sin encender, y hacer todo como lo hacía el buen Tilín de otros tiempos, que era como un oro, cuidadoso y puntual.
– El otro Tilín… – murmuró Pepet como si estuviera lelo. – ¡Ay! aquel era un niño y yo soy un hombre.
– ¡Un hombre! ¡Ah! ¿por qué no completas la idea? ¿Por qué no dices «un ambicioso»?
– Señora – afirmó Tilín con súbita energía que asustó a la hermosa monja. – Yo sacristán es lo mismo que el demonio con casulla… Se acabó, se acabó…
– ¡Ah, tunante! – replicó Teodora de Aransis con emoción. – ¿De ese modo tratas a las pobres monjitas que te han criado? ¡Qué ingratitud!…
– Señora, yo no sé lo que digo – manifestó Pepet pasando la mano por su ancha frente, semejante a una convexa placa de bronce rodeada de crines. – Hace tiempo que me siento como loco, tonto, maniático o no sé qué… Yo no puedo olvidar lo que debo a las buenas madres… yo no quiero dejar esta casa; pero yo quiero… yo deseo probar que Tilín sirve para algo más que para sacristán de monjas.
– Tilín, tú eres un ambicioso, un alucinado, un pecador que está sediento, sí, con la abrasadora sed del mundo – dijo la madre tomando tanto interés en aquel tema que sus mejillas se tiñeron de ligero rosicler. – Tú estás dominado por Satanás que te quiere arrastrar al mundo, al pecado. Tu alma se pierde, Tilín; que se pierde tu alma… Cuidado, detente; cuidadito, hijo mío… Por ser ambicioso como tú, un hermano mío a quien quise y quiero con toda mi alma, ha sido muy desgraciado. Abandonó la casa de mis padres, metiose en las bullangas del mundo y hoy le tienes emigrado, pervertido por el jacobinismo. Es al mismo tiempo el amparo y el tormento de mi anciana madre.
Cruzó las manos como si suplicara y parecía que de sus enrojecidos ojos iban a salir lágrimas.
– ¿Qué deseas tú, qué quieres? – añadió. – ¿Cuál es tu ambición? ¿Quieres ser rico?
– No.
– ¿Quieres ser poderoso?
– No.
– Si no estuvieras en esta santa casa ¿qué posición, qué oficio elegirías tú?
Tilín irguió su cabeza, y echando lumbre por los ojos exclamó prontamente:
– El de soldado, el de guerrero.
– ¡Ah! – exclamó burlonamente Sor Teodora de Aransis, arrancando unas hojas de sándalo y oliéndolas. – ¿Con que lo que te gusta es matar gente?… ¡Bonito oficio! ¡Oh! se puede ser guerrero y santo al mismo tiempo. Ahí tienes a San Fernando, a San Jorge, a San Luis. En el mismo cielo hay milicias angélicas de que es capitán el gloriosísimo San Miguel.
La expresión profundamente desconsolada del rostro de Pepet indicaba que no era su deseo figurar en las milicias del cielo, sino en las de la tierra.
– Yo soy un desgraciado que delira despierto – murmuró con desaliento. – Si usted me promete no reírse, yo le contaré todo lo que pienso y siento, cosas que ciertamente la maravillarán, haciéndole sentir por mí… no sé si diga interés o lástima.
– Quizás las dos cosas. Ya te escucho.
La monja se sentó en un banco de piedra. Pepet en una carretilla de transportar tierra.
IV
– Yo, señora – dijo Tilín – no tengo vocación para la Iglesia ni para estar metido entre monjas. Desde muy niño, y cuando andaba solo por los montes de Cadí saltando de peña en peña y descolgándome por los precipicios y trepando a los picachos y metiéndome en las cuevas donde se esconden las bestias feroces y vadeando torrentes y rompiendo jaras y malezas como el jabalí que se abre paso con los dientes; desde entonces, señora madre, yo no tenía más que un pensamiento… ¿cuál? pues meter ruido en el mundo. Me parecía que yo estaba destinado a hacer trastornos, a luchar… y vencer se entiende; todas mis trapisondas habían de concluir con vencer, poniendo bajo mis pies a los pillos que no habían querido reconocer mi grandeza.
La monja sonreía.
– Ya sé que la señora se reirá de mí. Es natural; ¡cosas de chiquillos! Dicen que todos los chiquillos sueñan como yo soñaba, aunque cada cual según sus gustos: aquel sueña con verse obispo echando bendiciones, el otro con verse en un teatro representando comedias. A mí nunca me dio por tales simplezas, sino por arremeter espada en mano contra mucha gente y destrozarla y poner mi ley sobre todas las leyes… Después he ido conociendo el mundo, y a veces me he reído un poquillo, como la señora se está riendo ahora… Pero ¡qué triste es reírse uno mismo de sus propias cosas, de todo aquello que ha soñado y visto en la niñez!… Muchas cosas que eran grandes se han vuelto chicas delante de mis ojos… Yo he crecido, yo he llegado a hombre y todavía sueño. No, no nací yo para estar metido entre monjas. Yo vivo con dos vidas, la del sacristán y la del guerrero; con la primera enciendo velas, ayudo a misa, fregoteo plata, toco la campana; con la segunda mando ejércitos, conquisto plazas, allano ciudades, destruyo pueblos, aplasto tronos, conduzco a los hombres como rebaños de carneros, quito y pongo fronteras, todo esto sin dejar de ser el mismo Tilín de siempre, sin enfatuarme en mi persona, ni gastar lujo, ni probar más alimento que el de los campos de batalla, un pedazo de carne y un vaso de vino, durmiendo sobre el suelo con una cureña por almohada, escribiendo mis órdenes sobre un tambor; siempre valiente, señora, y siempre sencillo, que es la manera de ser siempre grande.
Sor Teodora de Aransis miró a Pepet de un modo que revelaba tanta curiosidad como admiración. Después, expresándose maquinalmente como el corista que repite una fórmula litúrgica, dijo:
– Vanidad de vanidades.
– A veces he creído que estas vidas, señora, venían la una de Dios nuestro padre y, la otra del Demonio malo que inventa tantas picardías para perdernos. Pero no; Satanás no tiene nada que ver en esto. Dios es el que ha puesto este fuego dentro de mí. Hay cosas que no pueden venir más que de Dios: eso se conoce, sí, lo conozco en que cuando pienso en las guerras, todo mi afán de revolver y de alborotar en el mundo lleva el objeto de hacer justicia y castigar a los bribones, y poner sobre todas las cosas la religión, y sobre todos los hombres al mismo Dios.
La madre se quedó meditabunda con la mejilla sostenida en la palma de la mano y balanceando el cuerpo hacia adelante. Ya no decía «vanidad de vanidades» sino:
– Vaya con Tilín… vaya con Tilín.
– Dios – añadió este – fue quien me llevó a la biblioteca del señor capellán, donde los libros de historia acabaron de enloquecerme, presentándome escrito lo que yo había supuesto, y ofreciéndome vivo lo que yo había visto soñado. De tanto gozar, yo padecía leyendo, señora. Figurábame que era yo mismo el autor de tantas proezas y que las había realizado en otra época remota y olvidada. Yo decía: «Lo que fue podrá volver a ser, y tan hombre soy yo como César». Pero al decir esto miraba mi sotana y caía como un pájaro a quien una bala parte el corazón cuando va volando por el cielo… ¡Mi sotana! Aquí tiene usted el Demonio, señora; el verdadero Demonio mío es mi sotana.
Tilín dio un puñetazo en el banco de piedra, con tanta fuerza cual si sus manos tuvieran la culpa de su desgracia.
– Sí,