con un palmo de boca abierta, todo satisfecho y embobado de gozo, a los encarecimientos que de su persona se hacían.
– Todo es nuevo – dijo la dama.
– Todo – repitió Pipaón mirándose a sí mismo en redondo como un pavo real. – Mi destino de la secretaría de S. M. ha exigido estos dispendios.
En seguida fue enumerando lo que le había costado cada pieza de aquel torreón de seda, galones, plumas, plata, encajes, piedras y ballenas, rematado en su cúspide por la carátula más redonda, más alborozada, más contenta de sí misma que se ha visto jamás sobre un montón de carne humana.
– Pero no nos detengamos – dijo al fin, – ustedes salían…
– Vamos a casa de Bringas. ¿Va usted también allá?
– ¿Yo?, no, hombre de Dios. Mi cargo me obliga a estar en palacio con los señores ministros y los señores del Consejo para recibir allí a…
Acercó su boca al oído de D. Benigno y protegiéndola con la palma de la mano, dijo en voz baja:
– A la francmasona…
Ambos se echaron a reír y D. Benigno se envolvió en su capa diciendo:
– ¡Pues viva la reina francmasona! El desfrancmasonizador que la desfrancmasonice buen desfrancmasonizador será.
– Eso no lo dice Rousseau.
– Pero lo digo yo… Y andando que es tarde.
– Andandito… – murmuró Pipaón incrustando su persona toda en el hueco de la puerta para ofrecerla a la admiración de los transeúntes. – Pero se me olvidaba el objeto de mi visita.
– ¿Pues no ha venido usted a que le viéramos?
– Sí, y también a otra cosa. Tengo que dar una noticia a la señora doña Sola.
La joven se puso pálida primero, después como la grana, siguiendo con los ojos el movimiento de la mano de Pipaón que sacaba unos papeles del bolsillo del pecho.
– ¿Noticias? Siempre que sean buenas – dijo Cordero cerrando y asegurando una de las hojas de la puerta.
– Buenas son… Al fin nuestro hombre da señales de vida. Me ha escrito y en la mía incluye esta carta para usted.
Soledad tomó la carta, y en su turbación la dejó caer, y la recogió y quiso leerla y tras un rato de vacilación y aturdimiento, guardola para leerla después.
– Y no me detengo más – dijo Pipaón, – que voy a llegar tarde a palacio. Hablaremos esta noche, Sr. D. Benigno, señora doña Hormiga. Abur.
Se eclipsó aquel astro. Por la calle abajo iba como si rodara, semejante a un globo de luz, deslumbrando los ojos de los transeúntes con los mil reflejos de sus entorchados y cruces, y siendo pasmo de los chicos, admiración de las mujeres, envidia de los ambiciosos, y orgullo de sí mismo.
Cuando el héroe de Boteros, dada la última vuelta a la llave de la puerta y embozado en su pañosa, se puso en marcha, habló de este modo a su compañera:
– ¿Noticias de aquel hombre?… Bien. ¿Cartas venidas por conducto de Pipaón?… malum signum. No tenemos propiamente correo… Querida Hormiga, es preciso desconfiar en todo y por todo de este tunante de Bragas y de sus melosas afabilidades y cortesanías. Mil veces le he definido y ahora le vuelvo a definir: «es el cocodrilo que besa».
II
¿Por qué vivía en casa de Cordero la hija de Gil de la Cuadra? ¿Desde cuándo estaba allí? Es urgente aclarar esto.
Cuando pasó a mejor vida del modo lamentable e inicuo que todos sabemos D. Patricio Sarmiento, Soledad siguió viviendo sola en la casa de la calle de Coloreros. D. Benigno y su familia continuaron también en el piso principal de la misma casa. La vecindad continuada y más aún la comunidad de desgracias y de peligros en que se habían visto, aumentaron la afición de Sola a los Corderos y el cariño de los Corderos a Sola, hasta el punto de que todos se consideraban como de una misma familia, y llegó el caso de que en la vecindad llamaran a la huérfana Doña Sola Cordero.
A poco de nacer Rafaelito trasladose don Benigno a la subida de Santa Cruz, y al principal de la casa donde estaba su tienda, y como allí el local era espacioso, instaron a su amiga para que viviera con ellos. Después de muchos ruegos y excusas quedó concertado el plan de residencia. En aquellos días se casó Elena con el jovenzuelo Angelito Seudoquis, el cual, destinado a Filipinas cuatro meses después de la boda, emprendió con su muñeca el viaje por el Cabo, y a los catorce meses los señores de Cordero recibieron en una misma carta dos noticias interesantes; que sus hijos habían llegado a Manila y que antes de llegar les habían dado un nietecillo.
Lo mismo D. Benigno que su esposa veían que la amiga huérfana iba llenando poco a poco el hueco que en la familia y en la casa había dejado la hija ausente. Pruebas dio aquella bien pronto de ser merecedora del afecto paternal que marido y mujer le mostraban. Asistió a doña Robustiana en su larga y penosa enfermedad con tanta solicitud y abnegación tan grande que no lo haría mejor una santa. Nadie, ni aun ella misma, hizo la observación de que había pasado su juventud toda asistiendo enfermos. Gil de la Cuadra, doña Fermina, Sarmiento, doña Robustiana marcaban las fechas culminantes y sucesivas de una existencia consagrada al alivio de los males ajenos, siempre con absoluto desconocimiento del bien propio.
Doña Robustiana sucumbió. Las buenas costumbres y el respeto a las apariencias morales, que no sin razón auxilian a la moral verdadera, no permitían que una joven soltera viviese en compañía de un señor viudo. Fue necesario separarse. D. Benigno tenía una hermana vieja y solterona, avecindada en Madrid, medianamente rica, y de cuya suavidad, semejante a la de un puerco-espín, tiene el lector noticia. Poseía doña Cruz Cordero un carácter espinoso, insufrible, inexpugnable como una ruda fortaleza natural de displicencia, artillada con los cañones de las palabras agrias y duras. No se llegaba al interior de tal plaza ni por la violencia ni por el cariño. No se rendía a los ataques ni se dejaba sorprender por la zapa. El pobre D. Benigno apuró todos los medios para conseguir que su hermana se fuera a vivir con él, a fin de constituir la casa en pie mujeril y poder retener a su lado a Sola sin miedo a contravenir las prácticas sociales. Pero Doña Cruz hacía tan poco caso de la voz de la razón como de las voces del cariño y se fortalecía más cada vez en el baluarte de su egoísmo. Todo provenía de su odio a los muchachos, ya fueran de pecho, ya pollancones o barbiponientes. En esto no había diferencias: aborrecía la flor de la humanidad cualquiera que fuese su estado, y seguramente se dudara de la aptitud de su corazón para toda clase de amor si no existiesen gatos y perros y aun mirlos para probar lo contrario.
Si no pudo conseguir D. Benigno que Doña Cruz fuese a vivir con él, logró que admitiese en su compañía a Sola, no sin que pusiera mil enojosas condiciones la vieja. A aquella época pertenecen los apuros de D. Benigno, su soledad de padre viudo entre biberones y amas de cría y los otros ruines trabajos que hemos descrito al principio de esta narración. La de Gil de la Cuadra ayudábale un poco durante el día, pero no en las noches, porque doña Cruz había hecho la gracia de irse a vivir al extremo de la Villa, lindando con el Seminario de Nobles, y rarísima vez visitaba a su hermano en horas incómodas.
Llegó un día en que la paciencia de Don Benigno, como todo aquello que ha tenido largo y abundante uso, tocó a su límite. Ya no había más paciencia en aquella alma tan generosamente dotada de nobles prendas por Dios. Pero aún había, en dosis no pequeña, la decisión para acometer grandes cosas, aquella bravura de la acción unida a la audacia del pensamiento que en una fecha memorable le pusieron al nivel de los más grandes héroes.
So pretexto de una enfermedad grave, Cordero hizo venir a Doña Crucita a su casa, y luego que la tuvo allí, le endilgó este discurso, amenazándola con una gruesa llave que en la mano tenía:
– Sepa usted, señora Doña Basilisco, que de aquí no saldrá si no es para el cementerio, siempre que no se conforme a vivir en compañía de su hermano. Solo estoy y viudo, con hijos pequeños y uno todavía mamón. Dígame si es propio que yo abandone los quehaceres de mi comercio para arrullar muchachos, teniendo, como tengo,