Benito Pérez Galdós

Episodios Nacionales: Cádiz


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era célebre todavía más que por su comedia Lo que puede un empleo, obra muy elogiada en aquellos inocentes tiempos. Las gracias, la finura, la encantadora cortesía, la amabilidad, el talento social sin afectación, amaneramiento ni empalago, nadie lo tenía entonces, ni lo tuvo después, como Martínez de la Rosa. Pero hablo aquí de una persona a quien todos han conocido, y a quien vida tan larga no imprimió gran mudanza en genio y figura. Lo mismo que le vieron ustedes hacia 1857, salvo el detrimento de los años, era Martínez de la Rosa cuando joven. Si en sus ideas había alguna diferencia, no así en su carácter, que fue en la forma festivamente afable hasta la vejez, y en el fondo grave, entero y formal desde la juventud.

      No sé por qué me he ocupado aquí de este eminente hombre, pues la verdad es que no concurrió aquella noche a la tertulia de doña Flora, que estoy con mucho gusto describiendo.

      Fueron, sí, como he dicho, Xérica y Beña, poetas menores de que me acuerdo poco, sin duda porque su fama problemática y la mediocridad de su mérito hicieron que no fijase mucho en ellos la atención. De quien me acuerdo es de Arriaza, y no porque me fuera muy simpático, pues la índole adamada y aduladora de sus versos serios y la mordacidad de sus sátiras me hacían poca gracia, sino porque siempre le vi en todas partes, en tertulias, cafés, librerías y reuniones de diversas clases. Este llegó más tarde a la tertulia.

      Después de los que he mencionado, vimos aparecer a un hombre como de unos cincuenta años, flaco, alto, desgarbado y tieso. Tenía como D. Quijote los bigotes negros, largos y caídos, los brazos y piernas como palitroques, el cuerpo enjutísimo, el color moreno, el pelo entrecano, aguileña la nariz, los ojos ya dulces, ya fieros, según a quien miraba, y los ademanes un tanto embarazados y torpes. Pero lo más singular de aquel singularísimo hombre era su vestido, a la manera de los de Carnaval, consistente en pantalones a la turquesca, atacados a la rodilla, jubón amarillo y capa corta encarnada o herreruelo, calzas negras, sombrero de plumas como el de los alguaciles de la plaza de toros y en el cinto un tremendo chafarote, que iba golpeando en el suelo, y hacía con el ruido de las pisadas un compás triple, cual si el personaje anduviese con tres pies.

      Parecerá a algunos que es invención mía esto del figurón que pongo a los ojos de mis lectores; pero abran la historia, y hallarán más al vivo que yo lo hago pintadas las hazañas de un personaje, a quien llamo D. Pedro, para no ridiculizar como él lo hizo, un título ilustre, que después han llevado personas muy cuerdas. Sí; vestido estaba como he pintado, y no fue él solo quien dio por aquel tiempo en la manía de vestir y calzar a la antigua; que otro marqués, jerezano por cierto, y el célebre Jiménez Guazo y un escocés llamado lord Downie, hicieron lo mismo; pero yo por no aburrir a mis lectores presentándoles uno tras otro a estos tipos tan característicos como extraños, he hecho con las personas lo que hacen los partidos, es decir, una fusión, y me he permitido recoger las extravagancias de los tres y engalanar con tales atributos a uno solo de ellos, al más gracioso sin disputa, al más célebre de todos.

      Al punto que entró D. Pedro, oyéronse estrepitosas risas en la sala; pero doña Flora salió al punto a la defensa de su amigo, diciendo:

      – No hay que criticarle, pues hace muy bien en vestirse a la antigua; y si todos los españoles, como él dice, hicieran lo mismo, con la costumbre de vestir a la antigua vendría el pensar a la antigua, y con el pensar el obrar, que es lo que hace falta.

      D. Pedro hizo profundas reverencias y se sentó junto a las damas, antes satisfecho que corrido por el recibimiento que le hicieron.

      – No me importan burlas de gente afrancesada – dijo mirando de soslayo a los que le contemplábamos – ni de filosofillos irreligiosos, ni de ateos, ni de francmasones, ni de democratistas, enemigos encubiertos de la religión y del rey. Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza. Ya pueden los que me escuchan reírse cuanto quieran del traje, si bien no lo harán de la persona porque saben que no lo tolero.

      – Está muy bien – dijo Amaranta. – Está muy bien ese traje, y sólo las personas de mal gusto pueden criticarlo. Señores, ¿cómo quieren ustedes ser buenos españoles sin vestir a la antigua?

      – Pero señor marqués (D. Pedro era marqués, aunque me callo su título) – dijo Quintana con benevolencia – ¿por qué un hombre formal y honrado como usted, se ha de vestir de esta manera, para divertir a los chicos de la calle? ¿Ha de tener el patriotismo por funda un jubón, y no ha de poder guarecerse en una chupa?

      – Las modas francesas han corrompido las costumbres – repuso D. Pedro atusándose los bigotes – y con las modas, es decir, con las pelucas y los colores, han venido la falsedad del trato, la deshonestidad, la irreligión, el descaro de la juventud, la falta de respeto a los mayores, el mucho jurar y votar, el descoco e impudor, el atrevimiento, el robo, la mentira, y con estos males los no menos graves de la filosofía, el ateísmo, el democratismo, y eso de la soberanía de la nación que ahora han sacado para colmo de la fiesta.

      – Pues bien – repuso Quintana – si todos esos males han venido con las pelucas y los polvos, ¿usted cree que los va a echar de aquí vistiéndose de amarillo? Los males se quedarán en casa, y el señor marqués hará reír a las gentes.

      – Sr. D. Manolo, si todos fueran como usted que se empeña en combatir a los franceses, imitándolos en usos y costumbres, lucidos estábamos.

      – Si las costumbres se han modificado, ellas sabrán por qué lo han hecho. Se lucha y se puede luchar contra un ejército por grande que sea; pero contra las costumbres hijas del tiempo, no es posible alzar las manos, y me dejo cortar las dos que tengo, si hay cuatro personas que le imiten a usted.

      – ¿Cuatro? – exclamó con orgullo D. Pedro. – Cuatrocientas están ya filiadas en la Cruzada del obispado de Cádiz, y aunque todavía no hay uniformes para todos, ya cuento con cincuenta o sesenta, gracias al celo de respetables damas, alguna de las cuales me oye. Y no nos vestimos así, señores míos, para andar charlando en los cafés y metiendo bulla por las calles, ni imprimiendo papeles que aumenten la desvergüenza e irrespetuosidad del pueblo hacia lo más sagrado, ni para convocar Cortes ni cortijos, ni para echar sermones a lo dómine Lucas, sino para salir por esos campos hendiendo cabezas de filósofos y acuchillando enemigos de la Iglesia y del rey. Ríanse del traje en buena hora, que en cuanto sean despachados los mosquitos que zumban más allá del caño de Sancti-Petri, volveremos acá y haremos que los redactores del Semanario Patriótico se vistan de papel impreso, que es la moda francesa que más les cuadra.

      Dicho esto, D. Pedro celebró mucho con risas su propio chiste, y luego tomó Beña la palabra para sostener la conveniencia de vestir a la antigua. ¿Verdad que era graciosa la manía? Para que no se dude de mi veracidad, quiero trasladar aquí un párrafo del Conciso que conservo en la memoria:

      «Otro de los medios indirectos – decía – pero muy poderoso, para renovar el entusiasmo, sería volver a usar el antiguo traje español. No es decible lo que esto podría influir en la felicidad de la nación. ¡Oh, padres de la patria, diputados del augusto congreso! A vosotros dirijo mi humilde voz: vosotros podéis renovar los días de nuestra antigua prosperidad; vestíos con el traje de nuestros padres, y la nación entera seguirá vuestro ejemplo».

      Esto lo escribía poco después aquel mismo Sr. Beña, poeta de circunstancias, a quien yo vi en casa de doña Flora. ¡Y recomendaba a los padres de la patria que imitasen en su atavío al gran D. Pedro, pasmo de los chicos y alboroto de paseantes! ¡Qué bonitos habrían estado Argüelles, Muñoz Torrero, García Herreros, Ruiz Padrón, Inguanzo, Mejía, Gallego, Quintana, Toreno y demás insignes varones, vestidos de arlequines!

      Y aquel Beña era liberal y pasaba por cuerdo; verdad es que los liberales como los absolutistas, han tenido aquí desde el principio de su aparición en el mundo ocurrencias graciosísimas.

      Quintana preguntó a D. Pedro si la Cruzada del obispado de Cádiz pensaba presentarse a las futuras Cortes en aquel talante