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Benito Pérez Galdós
EPISODIOS NACIONALES: LUCHANA
I
En mi carta de ayer – decía la señora incógnita con fecha 14 de Agosto – te referí que nuestro buen Hillo me mandó recado al mediodía, recomendándome que no saliese a paseo por el pueblo, ni aun por los jardines, porque corrían voces de que los soldados y clases del Cuarto de la Guardia, los de la Real Provincial y los granaderos de a caballo, andaban soliviantados, y se temía que nos dieran un día de jarana, cuando no de luto y desórdenes sangrientos. Naturalmente, hice todo lo contrario de lo que nuestro sabio Mentor con notoria prudencia me aconsejaba: salí de paseo con dos amigos, señora y caballero, prolongándose la caminata más que de costumbre, y no exagero si te digo que anduvimos cerca de un cuarto de legua por el camino de Balsaín; luego atravesamos todo el pueblo, llegando hasta más allá del Pajarón, y nos volvimos a casita con un si es no es de desconsuelo, pues no vimos turbas sediciosas, ni soldadesca desenfrenada, ni cosa alguna fuera de lo vulgar y corriente. El drama callejero, género histórico en España, que deseábamos ver no sin sobresalto en nuestra viva curiosidad, permanecía entre bastidores, en ensayo tal vez. Sus autores, temerosos de una silba, no se atrevían a mandar alzar el telón.
Por mi parte, te aseguro que no sentía miedo; mis acompañantes sí: sólo con la idea de que la revolución anunciada no pasase de comedia, se atrevían a presenciarla. Y comedia tenía que ser en la presunción de todos, pues de los jefes, del Comandante general del Real Sitio, Conde de San Román, nada debía temerse, conocida de todo el mundo su adhesión a la Reina y a Istúriz; de los jefes tampoco, que eran lo mejor de cada casa. Las clases y tropa no son capaces de escribir por sí solas una página de la Historia de España, y el día en que la escribieran, ¡ay!, veríamos, a más de la mala gramática de hoy, una ortografía detestable.
Al pasar por el teatro nos hizo reír el título de la comedia anunciada: A las diez de la noche, o los síntomas de una conjuración. En las puertas del Café del teatro vimos paisanos y sargentos en grupos muy animados, y por las palabras sueltas que al paso hirieron nuestros oídos, comprendimos que hablaban de política. Luego nos dijo Pepito Urbistondo, a quien encontramos junto a la Comandancia, que las clases de toda la guarnición estaban incomodadas porque el General había prohibido, bajo graves penas, cantar canciones patrióticas, y mandado que las bandas y músicas no tocasen otras marchas que las de ordenanza. A este Pepe Urbistondo no le conoces: ha venido no hace un mes del ejército de Aragón; es valiente y audaz en la guerra; en los saraos de Madrid el primero y más arrojado bailarín de gavotas y mazurcas; buen chico, sólo que tartamudea un poco, y empalaga un mucho con sus alardes de finura, a veces sin venir a cuento. Hoy le tienes aquí de ayudante de San Román, y es el que anima con sus donaires los corros que diariamente, mañana y tarde, se forman en las Tres Gracias o en Andrómeda… Pues sigo diciéndote que la noticia comunicada por Pepito del mal humor de los señores cabos y sargentos, no nos causó grande inquietud. Pero luego nos encontramos al canónigo de la Colegiata, D. Blas de Torres, que nos puso en cuidado refiriéndonos lo que había ocurrido momentos antes, en el acto de la lista. Después de la música, y cuando ya la tropa formaba para volver al cuartel, el tambor mayor mandó a la banda tocar la marcha granadera. Obedecieron los tambores; pero no los pífanos, que salieron por el himno de Riego, resultando un guirigay de mil demonios, efecto de la discordancia entre músicas tan diferentes. El Comandante, volado, mandó callar la banda, y la tropa se dirigió al cuartel al son de sus propias pisadas. La vimos pasar. Era una escena triste, lúgubre. No sé por qué me impresionó aquel marchar de los soldados sin ningún son de música o ruido militar. Me fijé en las caras de muchos, y no eran, no, las habituales caras de soldados españoles, siempre alegres. Cuando entrábamos en casa de mis amigos, volvimos a encontrar a Urbistondo, y nos dijo que, al llegar al cuartel, el Comandante había mandado arrestar a toda la banda; que al tambor mayor, a quien se atribuía connivencia con los desentonados pífanos, le habían metido en un calabozo. La oficialidad recibió orden de permanecer en el cuartel toda la noche, y se prohibió que salieran los sargentos. Cuando nos daba Pepito estos informes, ya casi anochecía; los paseantes de los jardines volvían presurosos a sus casas; notábase en algunos aprensión, recelo; de la sierra bajaba un airecillo sutil, que nos hacía echar de menos los abrigos. Yo mandé a casa por el mío: la persona que me lo trajo, traía también un billete en que se me instaba, mejor dicho, en que se me hacía el honor de llamarme a Palacio… Yo tiritaba; me había enfriado un poco al volver de paseo: creo que contribuyó a ello el ver aquellos soldados tan tristes, marchando sin tambores ni cornetas… Aplacé la visita a Palacio para después de comer; pero luego vino un recadito más apremiante, verbal, y tomando el brazo del digno caballero que lo había llevado, me fui allá. Quién me llamó de Palacio, no puedo decírtelo, niño, ni hay para qué.
Creí encontrar alarma en la morada Real, pero me equivoqué… ¡en tantas cosas nos equivocamos! Sabían todo lo ocurrido en el cuartel del Pajarón y en la lista; tenían noticia de la descompuesta actitud de los sargentos en el Café del Teatro, donde suelen reunirse; de la llegada de paisanos de Madrid, siniestros pajarracos que anuncian las tempestades políticas; mas no por eso habían perdido la tranquilidad y confianza. No debo ocultarte que yo había recibido de la Villa y Corte informes preciosos de lo que piensan y dicen ciertas personas de las que influyen en la cosa pública, lo mismo cuando están en candelero que cuando están caídas. Alguien se enteró de que yo tenía tales referencias y quiso oírlas de mis propios labios. De lo que yo sabía, comuniqué lo que estimaba prudente y oportuno en las circunstancias actuales, lo que a mi parecer podría ser de utilidad y enseñanza para la persona que me interrogaba; lo demás me lo callé. ¿No te parece que hice bien? Ya veo que afirmas. Me gusta que opines en todo como yo.
Pues verás: pasé un rato muy agradable con las niñas cuando las acostaban. La Reinita Isabel discurre como una mujercita; Luisa Fernanda le gana en formalidad. Es grave la pequeñuela, y en su corta edad parece sentir y comprender ya que tanto ella como su hermanita son personajes históricos, y que están llamadas a desempeñar primeros papeles en la escena del mundo. Isabel despunta por su inteligencia: cuentan de ella salidas y réplicas verdaderamente prodigiosas. Ya conoce por sus nombres a todos los palaciegos y a muchos generales; distingue los cuerpos y armas del ejército por los uniformes, y los grados y empleos de los oficiales por los galones y charreteras. La cronología de los Reyes, desde los Católicos para acá la sabe de corrido, y en etiqueta suele dar opiniones saladísimas, que revelan su agudeza y disposición. Es muy juguetona, demasiado, según dicen algunos, para Reina. Pero esto es una tontería, porque los niños ¿qué han de hacer más que enredar? Nuestra angélica Isabel, a quien aclaman pueblo y ejército como la esperanza de la patria, se iría gustosa, si la dejaran, a jugar a la calle con las chiquillas pobres. Dios la bendiga. Si esa guerra tiene el término que deseamos y el D. Carlos se queda como el gallo de Morón, veremos a Isabel en el Trono, digo, la verás tú, que yo no pienso vivir tanto.
No sé por qué me figuro que la juguetona y despabilada Isabel ha de ser una gran Reina, como la primera de su nombre. El toque está en que sepan rodearla, en sus primeros años de reinado, de personas buenas, de severo trato y rectitud, de conocimiento en los negocios de Estado, pues no siendo así, ¿qué ha de hacer la pobre niña? Ni con las dotes más excelsas que Dios pone en la voluntad y en la inteligencia de sus criaturas, podría desenvolverse Isabelita en medio del desconcierto de un país que todavía anda buscando la mejor de las Constituciones posibles, y que no parece dispuesto a dejarse gobernar con sosiego hasta que no la encuentre; de un país que todavía emplea como principal resorte político el entusiasmo, cosa muy buena para hacer revoluciones cuando estas vienen a cuento, mas no para gobernar a los pueblos… En fin, no quiero que me llames fastidiosa, y suspendo aquí mis acerbos juicios acerca de un país que todavía ha de tardar siglos en curarse de sus hábitos sentimentales… Con que ya ves lo que le espera a la pobre niña, mayormente si la dejan sola y no cuidan de poner a su lado quien la guíe y aconseje. Quiera Dios que mis recelos sean infundados, y que Isabel reine sin tropiezos, y haga feliz, poderosa y rica a esta pobrecita nación. Yo no he de ver su reinado, y si es próspero y grande, eso me pierdo. Lo que en la Historia resulte de la preciosa niña, a quien he dado tantos besos esta noche, tú me lo contarás cuando nos veamos en el otro mundo.
Bueno: pues sabrás que al salir del cuarto de las niñas, me dieron la noticia de que cuatro compañías de la Guardia Real Provincial, alojadas en el Pajarón, se habían sublevado. Me lo dijo una dama en quien el ingenio corre parejas con la edad (uno