moza a cada impulso de la percha del barquero. Reía la gente recordando su viaje por el lago con la emperatriz Eugenia. Ella en la proa, esbelta, vestida de amazona, con la escopeta siempre pronta, derribando los pájaros que hábiles ojeadores hacían surgir a bandadas de los cañares con palos y gritos; y en el extremo opuesto, el tío Paloma, socarrón, malicioso, con la vieja escopeta entre las piernas, matando las aves que escapaban a la gran dama y avisándola en un castellano fantástico la presencia de los collvérts: «Su Majestad… ¡ojo! Por detrás le entra un collovierde.»
Todos los personajes quedaban satisfechos del viejo barquero. Era insolente, con la rudeza de un hijo de la laguna; pero la adulación que faltaba a su lengua la encontraba en su escopeta, arma venerable, llena de composturas, hasta el punto de no saberse qué quedaba en ella de la primitiva fabricacion. El tio Paloma era un tirador prodigioso. Los embusteros del lago mentían a sus expensas, llegando a afirmar que una vez habia muerto cuatro fulicas de un tiro. Cuando quería halagar a un personaje mediano tirador, se colocaba tras el en la barca y disparaba al mismo tiempo con tal precisión, que las dos detonaciones se confundían, y el cazador, viendo caer las piezas, se asombraba de su habilidad, mientras el barquero, a sus espaldas, movía el hocico maliciosamente.
Su mejor recuerdo era el general Prim. Lo habia conocido en una noche tempestuosa llevándolo en su barca a través del lago. Eran los tiempos de desgracia. Los minones andaban cerca; el general iba disfrazado de obrero y huía de Valencia después de haber intentado sin éxito sublevar la guarnición. El tío Paloma lo condujo hasta el mar; y cuando volvió a verle, años después, era jefe del gobierno y el ídolo de la nación. Abandonando la vida política, escapaba de Madrid alguna vez para cazar en el lago, y el tio Paloma, audaz y familiarote después de la pasada aventura, le renía como a un muchacho si marraba el tiro. Para él no existían grandezas humanas: los hombres se dividían en buenos y malos cazadores. Cuando el héroe disparaba sin hacer blanco, el barquero se enfurecía hasta tutearle. «General de… mentiras. Y el era el valiente que tantas cosas había hecho allá en Marruecos…? Mira, mira y aprende.» Y mientras reía el glorioso discípulo, el barquero disparaba su escopetucho casi sin apuntar y una fulica caia en el agua hecha una pelota.
Todas estas anécdotas daban al tio Paloma un prestigio inmenso entre la gente del lago. ¡Lo que aquel hombre hubiese sido de querer abrir la boca pidiendo algo a sus parroquianos…! Pero él, siempre cazurro y malhablado, tratando a los personajes como camaradas de taberna, haciéndolos reir con sus insolencias en los momentos de mal humor o con frases bilingües y retorcidas cuando quería mostrarse amable.
Estaba contento de su existencia, y eso que cada vez era mas dura y difícil, conforme entraba en años. ¡Barquero, siempre barquero! Despreciaba a las gentes que cultivaban las tierras de arroz. Eran «labradores», y para él esta palabra significaba el mayor insulto.
Enorgulleciase de ser hombre de agua, y muchas veces prefería seguir las revueltas de los canales antes que acortar distancias marchando por los ribazos. no pisaba voluntariamente otra tierra que la de la Dehesa, para disparar unos cuantos escopetazos a los conejos, huyendo a la aproximación de los guardas, y por su gusto hubiese comido y dormido dentro de la barca, que era para el lo que el caparazón de un animal acuatico. Los instintos de las primitivas razas lacustres revivían en el viejo. Para ser feliz solo le faltaba carecer de familia, vivir como un pez del lago o un pájaro de los carrizales, haciendo su nido hoy en una isleta y mañana en un canal.
Pero su padre se había empeñado en casarlo. no quería ver abandonada aquella barraca, que era obra suya, y el bohemio de las aguas viose forzado a vivir en sociedad con sus semejantes, a dormir bajo una techumbre de paja, a pagar su parte para el mantenimiento del cura y a obedecer al alcaldillo pedáneo de la isla, siempre algún sinvergüenza – según decía él-, que para no trabajar buscaba la protección de los señorones de la ciudad.
De su esposa apenas si retenía en la memoria una vaga imagen. Había pasado junto a el rozando muchos años de su vida, sin dejarle otros recuerdos que su habilidad para remendar las redes y el garbo con que amasaba el pan de la semana, todos los viernes, llevándolo a un horno de cúpula redonda y blanca, semejante a un hormiguero africano, que se alzaba en un extremo de la isla.
Habian tenido muchos hijos, muchisimos; pero, menos uno, todos habían muerto oportunamente». Eran seres blancuzcos y enfermizos, engendrados con el pensamiento puesto en la comida, por padres que se ayuntaban sin otro deseo que transmitirse el calor, estremecidos por los temblores de la fiebre palúdica. Parecían nacer llevando en sus venas en vez de sangre el escalofrío de las tercianas.
Unos habían muerto de consunción, debilitados por el alimento insípido de la pesca de agua dulce, otros se ahogaron cayendo en los canales cercanos a la casa, y si sobrevivió uno, el menor, fue por agarrarse tenazmente a la vida, con ansia loca de subsistir, afrontando las fiebres y chupando en los pechos fláccidos de su madre la escasa substancia de un cuerpo eternamente enfermo.
El tío Paloma encontraba estas desgracias lógicas e indispensables. Había que alabar al Señor, que se acuerda de los pobres. Era repugnante ver cómo se aumentaban las familias en lamiseria; y sin la bondad de Dios, que de vez en cuando aclaraba esta peste de chiquillos, no quedaría en el lago comida para todos y tendrían que devorarse unos a otros.
Murió la mujer del tío Paloma cuando éste, anciano ya, se veía padre de un chicuelo de siete años. El barquero y su hijo Toni quedaron solos en la barraca. El muchacho era juicioso y trabajador como su madre. Guisaba la comida, reparaba los desperfectos de la barraca y tomaba lecciones de las vecinas para que su padre no notase la ausencia de una mujer en la vivienda. Todo lo hacía con gravedad, como si la terrible lucha sostenida para subsistir hubiese dejado en él un rastro inextinguible de tristeza.
El padre se mostraba satisfecho cuando marchaba hacia la barca seguido por el muchacho, casi oculto bajo el montón de redes. Crecía rápidamente, sus fuerzas eran cada vez mayores, y el tío Paloma enorgullecíase viendo con qué impulso sacaba los mornells del agua o hacía deslizarse la barca sobre el lago.
– Es el hombre más hombre de toda la Albufera – decía a sus amigos. – Su cuerpo se la venga ahora de las enfermedades que sufrió de pequeño.
Las mujeres del Palmar alababan no menos sus sanas costumbres. Ni locuras con los jóvenes que se congregaban en la taberna, ni juegos con ciertos perdidos que, una vez terminada la pesca, se tendían panza abajo sobre los juncos, a espaldas de cualquier barraca, y pasaban las horas manejando una baraja mugrienta.
Siempre serio y pronto para el trabajo, Toni no daba a su padre el más leve disgusto. El tío Paloma, que no podía pescar acompañado, pues al menor descuido se enfurecía e intentaba pegar al camarada, jamás reñía a su hijo, y cuando, entre bufidos de mal humor, intentaba darle una orden, ya el muchacho, adivinándola, había puesto manos a la obra.
Cuando Toni fue un hombre, su padre, aficionado a la vida errante y rebelde a la existencia de familia, experimentó los mismos deseos que el primitivo tío Paloma. ¿Qué hacían aislados los dos hombres en la soledad de la vieja barraca? Le repugnaba ver a su hijo, un hombretón ancho y forzudo, inclinarse ante el hogar, en el centro de la barraca, soplando el fuego y preparando la cena. Muchas veces sentía remordimiento contemplando sus manos cortas y velludas, con dedos de hierro, fregando las cazuelas y haciendo saltar con un cuchillo las escamas duras, de reflejos metálicos, de los peces del lago.
En las noches de invierno parecían náufragos refugiados en una isla desierta. Ni una palabra entre ellos, ni una risa, ni una voz de mujer que los alegrase. La barraca tenía un aspecto lúgubre. En el centro ardía el fogón a nivel del suelo: un pequeño espacio cuadrado con orla de ladrillos. Enfrente el banco de la cocina, con una pobre fila de cacharros y antiguos azulejos. A ambos lados los tabiques de dos cuartos, construidos con cañas y barro, como toda la barraca, y por encima de estos tabiques, que sólo tenían la altura de un hombre, todo el interior de la techumbre negro con capas de hollín,ahumado por el fuego de muchos años, sin otro respiradero que un orificio en la montera de paja, por donde entraban silbando los vendavales de invierno. Del techo pendían los trajes impermeables del padre y del hijo para las pescas nocturnas: pantalones rígidos y pesados, chaquetas con un palo atravesado en las mangas, la tela gruesa, amarilla y reluciente por las frotaciones de aceite. El viento, al penetrar por