Vicente Blasco Ibanez

Arroz y tartana


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pudiendo estar bien con los suyos, prefiere vivir casi solo en aquella casa, contando sus miles de duros y adorándolos como si los hubiera de llevar a la fosa. Yo no viviría con tranquilidad.... Dicen que por la noche, al menor ruido, se levanta y recorre la casa con unas pistolas viejas; pero aun así, es extraño que no le roben. Su tacañería me disgusta. Pero entre hermanos hay que vivir en paz, ¿no es verdad? y por esto sufro que a espaldas mías hable mal de mis costumbres. Afortunadamente, una tiene lo que necesita para pasarlo bien, y no se ve obligada a buscar los auxilios de ese avaro.

      Una nueva visita entró en el salón. Eran «las magistradas», una mamá y tres hijas, íntimas de las niñas de la casa. El papá había muerto siendo magistrado, y esto bastaba para que en casa de doña Manuela, con el afán de grandezas que todos sentían, no designasen a la familia por su apellido, sino por el título del difunto.

      Los señores de Cuadros sentían una oculta satisfacción al rozarse con las amistades de doña Manuela, que para ellos eran gente de la clase más elevada. Teresa miraba con su respeto de antigua criada a aquellas señoras, y sonreía con bondad estúpida cada vez que alguna de ellas se dignaba mirarla.

      Las dos viudas hablaban afectuosamente, y doña Manuela, a pesar de que estaba bastante bien de salud, expresábase con cierta languidez que a ella le parecía la última palabra del buen tono.

      – Salgo poco, querida; el frío y la lluvia me matan. Aún no he visto este año la feria de Navidad. Y eso que teniendo carruaje se puede salir de casa sin miedo al tiempo.

      Y lo de tener carruaje acentuábalo doña Manuela como si fuese la ejecutoria de la distinción, el signo único que marcaba la diferencia de castas.

      Las niñas hablaban entre sí, haciéndose preguntas sobre sus trajes o lo que habían hecho durante el día anterior, y nadie se acordaba del matrimonio Cuadros, que permanecía en el sofá como clavado, mirándose los pies y sin saber cómo salir de allí, por no molestar a los que hablaban. Amparo era la única que de vez en cuando volvía la cabeza para sonreírles. Por fin, se fueron.

      – Son unos antiguos amigos— dijo doña Manuela a «la magistrada»– . Buenas gentes, pero ordinarias. Nos están agradecidos: a él le protegió mucho mi primer marido.

      Cuando la familia dio por terminada su visita, doña Manuela y las niñas fueron hasta el rellano de la escalera, para cambiar allí los últimos besos.

      – Crea que me dan un disgusto no quedándose a comer.

      Desaparecía en los últimos peldaños el extremo de las elegantes faldas, cuando sonó una tos que todos conocían en la casa. Era el tío que llegaba, anunciándose, como siempre, con un carraspeo que le cortaba las palabras, y que, según doña Manuela, sólo tenía por objeto el darse tiempo para pensar las contestaciones.

      El cuadrado sombrero y el flotante paleto, que parecía una sotana, fueron remontando lentamente la escalera, con acompañamientos de golpes de bastón en cada peldaño.

      – ¡Buenos días, tío…!

      Viose por fin desde el rellano la cara de don Juan, animada por su falsa risita, que recordaba la de los conejos. Iba de gran gala. Traje, el de siempre; pero su chaleco escotado dejaba al descubierto una botonadura maciza, enorme, con diamantes antiguos de gran valía, y en los dedos sortijas pesadas, de complicada labor, que evocaban el recuerdo de los suntuosos marqueses del pasado siglo.

      – ¿Me aguardabais, hijas mías…? ¡Ejem, ejem…! Pues he sido puntual. Son las doce.

      Y mostraba su reloj, una joya rococó, que con sus esmaltes mitológicos hacía pensar en las fiestas pastoriles de Versalles. Tras él subía la escalera Juanito, el hijo mayor, con un enorme ramo de flores.

      – ¡Este chico… este chico!– murmuró la señora, sin conmoverse gran cosa por el cariño extremado que Juanito le demostraba en todas ocasiones.

      Y se dejó besar por su hijo, que después corrió al comedor con el ramo, y no encontrando un jarrón capaz de sostener aquella pirámide de flores lo colocó entre dos sillas.

      Don Juan fue casi llevado en triunfo al salón por sus sobrinas. Tío por aquí, tío por allá; la una le quitaba el sombrero, la otra tomaba su bastón, y las dos tiraban a un tiempo de su paleto, sonriendo ligeramente al ver el chaqué, que quedaba al descubierto, y que con sus cortos faldones dábale el aspecto de un pájaro desplumado.

      Las pobrecillas ya sabían vivir. Aquel tío era la esperanza de la familia; representaba el cebo capaz de atraer novios con la tentación de una herencia, y aunque lo encontraban poco simpático, por su carácter y la ruindad de sus regalos, sonreíanle y le adulaban, con gran contento de la mamá.

      A pesar de esto, doña Manuela no se hacía ilusiones. Al único que quería él era a Juanito; con los hijos de Pajares mostraba siempre cierta ironía, sin duda para darse el gusto de mortificar a su hermana.

      – Juan, quédate en el salón mientras yo voy a la cocina a vigilar los preparativos. Vosotras, niñas, entretened al tío. Ahora verás cuánto ha adelantado Conchita en el piano.

      La hija mayor levantó la tapa del instrumento, quedando al descubierto el blanco teclado, semejante a la dentadura de un monstruo. Sus dedos, larguiruchos y extremadamente abiertos por un continuo ejercicio, corrieron sobre las teclas, produciendo complicadas escalas.

      – ¿Y tú, no tocas?– preguntó don Juan a Amparo.

      – Nada, tío. El profesor dice que soy demasiado aturdida, y me ha declarado incapaz. La verdad es que yo quisiera tocarlo todo en seguida, y al ver que no puedo y que he de fastidiarme mucho con ejercicios y escalas, me enfurezco y me entran ganas de dar puñetazos al piano.

      Y el travieso bebé decía esto con tonillo irritado, levantando el puño.

      – Pero ahora— continuó en tono más dulce— , ya que no puedo ser pianista, me dedico al canto. Mamá dice que hay que hacer algo, para no estar en sociedad parada como una tonta. Ya canté el otro día en una reunión de «las magistradas».... Ahora me oirá usted.

      Mientras tanto, doña Manuela expulsaba del comedor a Juanito. Aquel chico no desmentía su sangre; era ordinario, y su mayor placer consistía en charlar con las criadas.

      – Juanito, hijo mío, deja a Visanteta que ponga la mesa. Marcha al salón. El tío se incomodará, porque te olvides de él.

      ¿Olvidarse de su tío? Ante tal suposición, le faltó el tiempo para correr en busca de don Juan. Visanteta acababa de tender el mantel adamascado, brillante de blancura, sobre la mesa del comedor, pieza de ebanistería moderna, tallada a máquina, que con su color obscuro imitaba al roble de un modo discreto.

      – ¿Está todo bien preparado, Visanteta?

      – Todo, señora. Nelet se ha encargado de que el capón no se queme; sólo faltan unas cuantas vueltas. Adela cuida del puchero. La sopa la pondremos cuando avise la señora.

      Y continuó la conversación entre el ama y la sirvienta, mientras ésta, con delantal blanco y haciendo crujir los bajos almidonados y tiesos de su saya, iba del aparador a la mesa, colocando el centro de plata Meneses con sus grupos de flores, las pilas de platos de charolada blancura, las botellas talladas del agua y el vino, y las copas esbeltas, casi aéreas, con su pie azul, y tan frágiles, que sobre el mantel no trazaban sombra alguna.

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