Jacinto Octavio Picón Bouchet

El enemigo


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      Jacinto Octavia Picon

      EL ENEMIGO

      ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas: porque rodeáis la mar y la tierra por hacer un prosélito: y después de haberle hecho le hacéis dos veces más digno del infierno que vosotros!

San Mateo, Cap. XXIII, vers. 15.

      I

      La casa de la calle de Botoneras, donde comienzan a desarrollarse los sucesos que aquí se narran, tiene planta baja, con encajera a un lado del portal y al otro tienda de pañolería; tres pisos de dos huecos a la fachada cada uno, con recio balconaje verde, revoque de imitación a ladrillo, descolorido por las escurriduras de las lluvias, alero saliente de robustas vigas y bohardillas a la antigua, completando el conjunto ciertos detalles madrileños, como varillas de hierro para las cortinas de lona que en verano se usan, raquíticos tiestos, cestilla pendiente de una cuerda tendida a la vecindad de enfrente para correo de niñas o tercera de novios, y alguna jaula de codorniz o mirlo. El portal es estrecho y largo; la escalera, de peldaños altos y empinados, como construida adrede para recreo de cabras montaraces. En el principal vivía, al comenzar este relato, un pañero, contratista de vestuario de presidios, en cuyos tratos, por quedar clavado, hacía de redentor el fisco; ocupaba el segundo un sastre de gente chula, que era además teniente de Voluntarios de la Libertad, como entonces se llamaba a los milicianos nacionales, y se recogía de noche en la bohardilla un matrimonio, sospechado de no serlo, que pasaba el día en los soportales de la calle de Toledo labrando cucharas de palo y vigilando un puesto en que se vendían ligas, bolsillos de punto, castañuelas, navajas y tinteros de cuerno.

      Era la Noche Buena de 1872, y en toda la casa, de alto a bajo, sonaba alegre vocerío. El pañero, con varios amigos y Champagne de a tres pesetas, solemnizaba un remate de subasta; el sastre obsequiaba a unos parientes, a estilo de su tierra, con manzanilla y aceitunas aliñadas que llamasen el apetito a honrar la cena, y los cuchareros disponían con gente amiga su modesto festejo, saliendo de rato en rato a la escalera y dando inútilmente grandes voces por que callasen varios chicos que, armados de tambores, parecían dispuestos a ensordecer al mundo. Cada piso y cada puerta dejaba escapar por sus junturas y resquicios el rumor bullicioso que acusa la alegría; sólo en el cuarto segundo había silencio. Ante su entrada enmudecía la algazara, como si en el interior, triste o desierto, faltase quien festejara la santidad del día y el bienestar de una familia. También allí, sin embargo, se preparaba la cena, pero con más modestia y menos regocijo.

      Dos mujeres, madre e hija, hablaban así, acabando de poner la mesa:

      – ¿Está todo?

      – Falta que venga Pepe con los postres.

      – ¿Qué le has dicho que traiga?

      – Una caja de perada, turrón… la leche de almendras ya está ahí, la trajo la chica del café donde suele ir Pepe.

      – ¿Y el besugo?

      – Nadando en salsa; ahora le pondrás las rajitas de limón.

      – ¿Qué falta?

      – Aderezar la lombarda y traer a papá.

      – Espera, arreglaremos esto un poco.

      Doña Manuela colocó ordenadamente las sillas, avivó la luz de la lámpara y aseguró la falleba del balcón, a través de cuyos vidrios y maderas venían, traídos por el viento impetuoso de la noche, los ruidos de la cercana Plaza Mayor. Oíanse, a lo lejos, sonar de tambores, chillar de chicos, renegar de grandes, gritos, risotadas, y de rato en rato un estrépito infernal y belicoso movido por una docena de granujas que, a todo correr, subían y bajaban la calle Imperial, llevando cada uno a rastra una lata de petróleo: algunas veces se entraban por la calle de Botoneras, y cuando pasaban ante la puerta de la casa parecía que estallaba un trueno en la caja de la escalera.

      Metiéndose bajo la camilla escarbó doña Manuela el brasero, arropó el rescoldo y, designando luego el puesto que había de ocupar cada cual en la cena, dijo:

      – Tú aquí, papá donde siempre, a su lado Pepe, luego yo, y Millán junto a tí; ¿te parece bien?

      Leocadia, ocupada en sacar del aparador una botella de tinto y otra de Rueda, blanco, hizo como si no hubiese oído.

      Era doña Manuela alta, seca de carnes, de aspecto severo y tez rugosa, como pintan a las Parcas, pero sin expresión de dureza en el rostro. A falta de vivacidad, sus ojos, grandes y garzos, conservaban cierta dulzura que debió ser durante la juventud grato atractivo, y aún sus labios, descoloridos por los años, solían entreabrirse como queriendo recordar sonrisas reveladoras de una dentadura antes blanca y firme, si ahora descarnada y amarilla. Algunas hebras negrísimas entre muchas canas, y alguna línea suave en el ajado rostro, restos miserables de encantos vencidos por el tiempo, atestiguaban de que doña Manuela no fue fea, mas sin que la fisonomía ni el talle acusasen picardía o donaire. Debió ser guapa moza, pero sosona y pava, y los muchos hijos que tuvo, antes que prueba de su amorosa exaltación, fueron fruto de la vehemencia marital.

      – Mira – prosiguió – pon los almohadones en pila para que tu padre pueda extender las piernas.

      Después, con tristeza en el semblante y la voz, añadió:

      – ¡Otra Noche Buena! es decir, un año menos. – Y se entró al gabinete inmediato, mientras Leocadia quedó sola mirándose y remirándose en un espejo pequeño y malo, de esos que hacen visajes.

      Las facciones de Leocadia conservaban algo de candor infantil; pero la mirada ya tenía chispazos de malicia. Para ver mejor quitó la pantalla, que recogía la luz reflejándola sobre la mesa, y entonces la claridad se repartió por igual en todo el cuarto.

      El aspecto del comedor era pobrísimo: a duras penas disimulaba el aseo la escasez. El papel de las paredes, antes blanco, estaba pajizo, y sus dibujos azules, ya tomados del humo, parecían negros. Las patas de las sillas, nada firmes, se enredaban entre los descosidos de la pleita a listas blancas y encarnadas; al aparador, huérfano de molduras, que arrancó el paño de la limpieza, le faltaban tiras del chapeado de caoba; los pocos enseres que sustentaban las tablas, eran platos ordinarios, vasos de vidrio, tazas de loza, floreros de cristal, comprados en banasta de a real y medio la pieza. La mesa estaba cubierta con un mantel de granillo, con lista roja en el borde, y sobre su dudosa blancura de lejía casera destacaban cinco platos y otros tantos cubiertos con sus panes: bizcochada para doña Manuela, que tenía pocos dientes, panecillos bajos para Pepe, Leocadia y Millán, y para don José rosca muy cocida, pues el viejo hacía alarde del poder de sus mandíbulas, única fuerza que le quedaba.

      A guisa de adorno veíanse en la pared algunos cuadros; en el testero del sofá de guttapercha desquebrajada, casi tocando con el respaldo seboso, había bajo cristal convexo un perro de aguas, bordado a realce en cañamazo, con una cesta de flores en la boca, y por bajo un letrero con estambre a punto cruzado, que decía: A sus queridos papás: lo hizo Leocadia Resmilla. Año de 1864. A cada lado del chucho pendían dos estampas iluminadas de la novela de Matilde y Malek-Adel, y junto a la puerta que conducía a la cocina una litografía grande, A la memoria de los mártires de la Libertad. En lo alto de la composición estaban Riego, Torrijos, Mariana Pineda, Zurbano, Lacy, Porlier, y más abajo, separados de aquéllos por una nube, se abrazaban Bravo, Padilla, Maldonado y Lanuza, a cuyos pies había, como serpiente vencida, una cadena enroscada formando caprichosos dibujos. La otra puerta que separaba el comedor del gabinete, tenía los vidrios tapados con visillos de algodón rojo, y cuando alguien la dejaba entornada, fácilmente se oía el tic-tac continuo de un antiguo reloj de pesas, que lanzaba un quejido metálico antes que sonase el timbre en cada hora.

      Segura de estar sola y de que nadie la veía, Leocadia siguió unos instantes mirándose al espejo, con una horquilla entre los dientes, atusándose el pelo… Era el tipo de la muchacha madrileña, lista, vivaracha, de pocas carnes, bien proporcionada, esbelta, de andar firme, cabeza pequeña y talle airoso. Tenía las facciones delicadas, de un moreno algo pálido y sin rasgo de notable hermosura; pero en su semblante campeaba con tal imperio la gracia, que mirándola, nadie echaba de menos la belleza. La línea de su perfil no era pura, ni sus ojos pardos eran muy grandes, ni su boca muy chica; pero el conjunto del rostro resultaba monísimo: las pupilas parecían estrellas adormiladas, la boca un nido de sonrisas inquietas; el mirar y el sonreír formaban juntos un mohín delicioso. Sus manos, deformadas