duros al hablar de los curas malos, y en cambio no perdonaban ocasión de elogiar a cualquier capellán que se distinguiera por cosa buena, sin que con esto lograran tampoco que don José dijese de un modo claro su parecer sobre la gente de sotana. Respecto a condiciones morales, era lo que el vulgo llama un bendito. Su fidelidad a Manuela, aun en la época de su juventud, rayó en lo increíble, y con los hijos se caía de puro bueno. Uno de sus mayores placeres consistía en que Leocadia le leyera los periódicos, cuyas noticias de la guerra comentaba, como hablando consigo mismo, mientras liaba los pitillos que había de fumar al día siguiente. En estos momentos desplegaba tesoros de erudición, refiriendo muchas anécdotas de Olózaga, O’Donnell, González Brabo, Sixto Cámara, Calvo Asensio y Fernández de los Ríos. Otro de sus motivos favoritos de conversación era explicar la causa de la tirria que tenía a los Borbones, citando continuamente como uno de los libros que más le entusiasmaban, un folleto publicado a raíz de la Revolución del 68, en cuyas páginas figuraba la estadística de las víctimas que aquella dinastía costó a España desde que Felipe V entró a reinar. Muchas veces decía: «¡Qué lenguaje el de los números! Desde 1672, cuando aún vivía Carlos II, hasta 1868, el año en que hubo más ajusticiados por delitos políticos fue el 66.»
En 1872 don José era ya revolucionario empedernido, y su ídolo don Juan Prim. «¡Si él viviera – repetía con frecuencia – no tendríamos guerra civil!»
Cuando estuvo arrellanado en el sillón, pidió La Correspondencia.
– Déjate ahora de papelotes, papá; Pepe y Millán traerán noticias.
– Bueno, hija, bueno; pero al menos léeme los partes tomados de la Gaceta, aunque esa no dice nunca la verdad.
Leocadia cogió el periódico y, aproximándose a la luz, leyó así:
«Ministerio de la Guerra. – Extracto de los despachos telegráficos recibidos en este Ministerio hasta la madrugada de hoy:
«Cataluña. – El Brigadier Arando sostuvo anteayer una acción con todas las facciones reunidas de la provincia de Gerona, a las que batió, causándoles bastantes bajas. El Teniente coronel Pina atacó con su columna a las facciones reunidas de Cosco, Torres, Baltondra, Ferrer y Moliné, que, en número de 400 hombres, se hallaban en Olsana exigiendo la contribución. El enemigo abandonó el pueblo, dejando en poder de la tropa 13 prisioneros, entre ellos el citado Moliné y otros Oficiales, causándoles 11 muertos, figurando en este número el cabecilla Cosco, y apoderándose además de 24 fusiles rayados y otras armas y efectos de guerra.
«Provincias Vascongadas. – Perseguida por la columna Arana la partida de latro-facciosos capitaneada…
(Don José, interrumpiendo): – ¡Eso es! ¿Latro, latro-facciosos!
Leocadia continuó:
«.....capitaneada por Soroeta, retrocedió anoche desde Goizueta a unos caseríos del monte Oyarzun. En la provincia de Vizcaya, según las últimas noticias, no quedan más que los dispersos de la partida Maidagan. En el resto de la Península no ocurre novedad extraordinaria.»
De pronto sonaron en la puerta de la casa dos aldabonazos.
– Ahí está tu hermano; baja, hija, baja.
Leocadia cogió la llave de encima del aparador, y salió sin precipitarse. Oyose a poco en la escalera ruido de pasos sofocados por risas, y entraron con Leocadia en la habitación dos hombres jóvenes, pero de tipo distinto. Pepe era en varón lo que su hermana Leocadia en mujer; un madrileño de pura raza, pálido, de mirada inteligente, mediana estatura, palabra fácil y movimientos rápidos: el otro era su amigo Millán, que hacía el amor a Leocadia. Pepe vestía como señorito pobre: Millán como trabajador a quien siendo limpio le falta tiempo para acicalarse. El primero, acercándose a su padre, le besó como pudiera hacerlo un niño; y el segundo, antes de saludar, dirigió una mirada a la puerta del pasillo por donde había vuelto a marcharse Leocadia con dos o tres paquetes que trajo su hermano.
– ¿Lo ves, papá? – dijo Pepe. – Cuando vengo solo, tarda esa media hora en abrir; hoy, como sabía que éste venía conmigo, ha bajado la escalera a saltos.
Millán, interrumpiéndole, se aproximó a la mesa y comenzó a dar conversación a don José, por esquivar las bromas de su amigo:
– Sabrá Vd. que las partidas de Gerona se han disuelto… Lo grave es que por el Baztán han entrado dos jefes con cien hombres, y que unidos a otra partida, cerca de Estella, andan ya por las inmediaciones de Pamplona.
– La Gaceta no dice nada, al menos La Correspondencia no lo copia.
– Pero el Gobierno lo sabe, y en el Ministerio de la Guerra no se habla de otra cosa. El hermano de un cajista de casa está de escribiente en la Dirección de Infantería, y allí lo ha oído.
– Y por el Maestrazgo, ¿no hay nada?
– Todavía…
– Como no tengan mano de hierro, estamos perdidos.
– Eso no; la guerra podrá durar lo que la otra, pero a Madrid no vienen.
– La cena es la que viene ahora – dijo doña Manuela, entrando con una cazuela entre las manos.
En un papel de cigarrillo pudo haberse hecho el menú de aquella pobre gente: el clásico besugo, ensalada de lombarda, leche de almendra y los postres traídos por Pepe; no había más. La botella de Rueda estaba destinada a don José, que daría un par de copas a Millán. Los demás acordaron decir que el vino blanco les irritaba mucho. De allí a poco no quedó del besugo sino la raspa; de la ensalada, ni una hoja.
– Vaya a la salud de esas piernas – decía Millán, apurando un trago y mirando de reojo a Leocadia.
– ¡No volverán a correr como corrieron!
– Todo vuelve, don José, todo; ya ve Vd., hasta los carlistas.
Doña Manuela, picada de no haber escuchado todavía un elogio para su guiso, comenzó a tronar contra la política.
– No sabéis hablar de otra cosa. Pues dejarles que vengan. Peores que estos que mandan ahora no serán.
– Calla, mujer. ¡Tú que sabes! Sería un horror. Vosotros – añadió el viejo, dirigiéndose a los muchachos – no tenéis idea de lo que hicieron la otra vez. Siete años duró; la gente no podía salir de las ciudades, fusilaban hasta niños y mujeres… Sería una vergüenza… ahora que el ejército está bien armado y mejor vestido. En la otra guerra se batieron con fusiles de pistón y hasta de chispa, y llevaban en invierno pantalones de hilo.
Leocadia se levantó para ir a buscar la leche de almendras, y volvió en seguida trayendo la sopera.
– Y todo eso en defensa de la religión – dijo Millán en tono de burla.
– La religión no tiene nada que ver en esto, hijos míos. Cuando se alzaron en armas contra Fernando VII, nadie había maltratado a la religión; durante la guerra, los batallones cristinos gastaban más tiempo en misas que en ranchos; los liberales eran casi más devotos que los absolutistas; nadie se había metido con la Iglesia; y luego, eso ya lo habéis alcanzado vosotros, lo de San Carlos de la Rápita tampoco tuvo que ver nada con la religión. No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!…
– La pasaremos juntos como esta – añadió Millán – quizá más unidos; – diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.
– Sobre todo, la pasaremos con Tirso – dijo doña Manuela. – Ya es tiempo de que vivamos juntos. Verle llegar ahora, va a ser como parir de pronto un hijo de treinta y cuatro años.
– ¿Han vivido ustedes siempre separados?
– Casi toda la vida. Ya te hemos contado cómo fue lo de dejarle con don Tadeo. ¿Qué habíamos de hacer? Hemos corrido más provincias que tiene el mapa. Don Tadeo le tomó mucho cariño: ¡eso sí! No le hubiese tratado mejor aunque fuera hijo suyo.