también extranjeros.
De un grupo de señoras salían voces atipladas y chillonas: trataban de trapos, modas, chismes y criados.
– Chica, no sabe una qué ponerse: este es del año pasado.
– Pues te sienta muy bien. Mira, mira, allí va la de Rodete. La otra tarde fue de las que estuvieron en la Castellana con mantilla blanca y peineta para hacer rabiar a los Reyes.
– ¡Qué porquería! A mí la Reina me da lástima.
– Hija, ¿qué quieres? ¡como la de Rodete fue azafata de doña Isabel! Pues yo he oído que los alfonsinos se mueven mucho: – Y la que esto decía miraba de reojo a un caballero que, sentado en una butaca de hierro, seguía con la vista al grupo de las damas.
Dos pollitas apartadas de sus mamás sostenían, haciendo dengues y mohínes, un diálogo muy vivo.
– ¿No entráis?
– No: el padre Enrique dice la misa muy despacio. Además, quiero dar tiempo a que llegue ese. Mamá le deja ya entrar en casa. Está el pobre muchacho que bebe los vientos.
– ¿Y el tuyo?
– Este Junio acaba.
– Hija, lo mismo decías hace un año. ¡La carrera que tenga ese!…
– Pues a mí me gusta. ¡Está más cariñoso!
– Chica, con esos trajes de rayas parecen zebras.
– Adiós, que se va mamá con las de Zangolotino!
– Abur, remononísima.
Los sietemesinos, echando humo por la boca y luciendo americanas del verano anterior, parodiaban a don Juan Tenorio.
– Te digo que esa señora no es tal señora, y me han dicho que torea.
– Vamos, chico, ¡que te calles! Yo la he seguido dos tardes, y ni siquiera me ha mirado.
– Pues me consta que va a citas.
– ¡Sí! Las ganas.
– Ya salen… adiós.
La campana sonaba con más fuerza; los mendigos de la puerta del templo entristecían la voz cuanto les era posible; las amas de cría comenzaban a desfilar como burras de leche; las señoras entraban o salían de la iglesia, lanzándose miradas envidiosas; el calor arreciaba, y el paseo se iba quedando poco menos que desierto, oyéndose por la acera de piedra el firme taconear de las muchachas que pasaban, medio ocultas por las anchas sombrillas de colores chillones, mientras las madres llamaban a los niños, que corrían como perrillos jugando a las mulas o se detenían a mirar las estampas que veían al paso en mano de los vendedores de periódicos. Lentamente se fue marchando todo el mundo, y la campana cesó de tocar: sólo quedaron allí el estanquero, sentado junto a su cajón, la mujer del aguaducho volcando sobre un plato muy cóncavo el puchero del cocido que acababa de traerla un chico, y la pareja de amarillos que, paseo arriba, paseo abajo, llegaba desde la Cibeles hasta la Casa de la Moneda.
Al mismo tiempo que el sacristán, con su manojo de llaves y su sotana manchada de cera, salió a cerrar la puerta del templo, salieron también dos señoras: una, modestamente vestida de negro, canoso el pelo, rugoso el rostro, con aspecto de dueña modernizada, mitones de encaje y zapatos de rusel; la segunda, elegantísimamente puesta y en extremo sencilla, sin adornos ni joyas. Eran Paz y su aya.
– No ha venido el coche – dijo aquélla – Vamos a sentarnos un rato, que ya no tardará. – Y se puso a hacer dibujos en la arena con el palo de la sombrilla.
La vieja miraba al aire, como quien piensa en las musarañas. La fuerza del sol iba en aumento; las sombras de las acacias dibujaban ya enérgicamente en el suelo contornos muy negros, y por los jardinillos no pasaba sino algún transeúnte aguijoneado por la esperanza del almuerzo, o algún señor viejo arrastrando penosamente los pies sobre la arena. La aguadora estaba saboreando su frugal comida, y el estanquero dormitaba echado de bruces sobre la piedra de probar la moneda. De repente llegó el coche de Paz y se detuvo junto al paseo ancho.
– Vámonos – dijo ésta viendo tirarse al lacayo del pescante.
Al poner Paz el pie en el estribo se volvió de pronto para fijarse en el traje de una señora que pasaba, y notó que, a pocos pasos de ella, iba un hombre; Pepe. La niña vaciló un instante: su primer impulso fue llamarle, pero sintió en el rostro una oleada de calor y, avergonzada de su propia idea, tomó asiento junto a la vieja. Entonces la vio Pepe y se quitó el sombrero: ella le saludó con una inclinación de cabeza, dando a su mirada cierta expresión de afectuosa confianza, y después, durante unos segundos, se quedó inclinada hacia la ventanilla: Pepe permaneció inmóvil. Al arrancar los caballos tornó Paz a mirarle, y entonces, sin darse cuenta de ello, sus ojos se clavaron con tristeza en el muchacho, dejando luego caer los párpados lentamente, como si en aquella mirada pretendiera enviarle una expresión de simpatía y una queja. Pepe, que no se había movido aún, quedó suspenso, confuso, con la admiración que produce una impresión nunca sentida. No fue presuntuosidad de vanidoso la que se le entró al alma, ni vanagloria súbita de aventuras absurdas, sino una sorpresa grandísima. ¿De qué nacían aquellas muestras de agrado, comedidas, pero clarísimas? El instante de vacilación al subir al coche, y luego la mirada dulce y triste, ¿qué querían decir? Aquella expresión afectuosa impregnada de modestia, pero ostensible, ¿a qué obedecía? Quizá no fuese todo sino un poco de esa simpatía que, a modo de limosna, dispensa el poderoso al miserable. El pesimismo, compañero eterno de la desgracia, le dijo que acertaba. ¿Qué otra cosa podía ser? Pero luego la imaginación venció a la cordura y el desvarío del pensamiento se sobrepuso a la mentida frialdad de que Pepe quiso hacer alarde ante sí propio. Su ánimo fue pasando rápidamente del mayor desaliento a la más caprichosa esperanza, y por fin, tras muchas alternativas de animación y desfallecimiento, temiendo que lo novelesco degenerase en ridículo, decidió no volver a poner nunca los pies en casa del señor de Ágreda, ni a pasar jamás por Recoletos a las horas de misa.
Efectivamente… al otro domingo fue a Recoletos con el intento de verla sin que ella lo notase y, al divisar el coche, entró en la iglesia, quedándose en sombra, junto al mamparón de ingreso. Un momento después entraron Paz y el aya, confundidas en un grupo con otras mujeres: dejolas pasar, y cuando se arrodillaron, avanzó hasta colocarse en lugar propicio para poder mirarla a su sabor, sin ser visto.
La iglesia estaba envuelta en una semisombra gris y sucia: la luz que caía de las altas ventanas de la cupulilla, ocultas por gruesas cortinas azules, no bastaba a esclarecer el ambiente. De rato en rato sonaban campanillazos, y otras veces el chocar de los cuartos dentro del cepillo que un monago presentaba a los fieles pidiendo, para el cultooo de esta santa iglesiaaa. Pepe sentía una zozobra inexplicable: cada dos minutos formaba resolución de irse; pero sus pies no se movían… De cuando en cuando el remover de las sillas producía un estrépito entrecortado y seco, tras el cual sólo se oía un ruido bajo y sordo, semejante al que producen las culebras arrastrándose entre hojarasca seca. Todo el mundo rezaba… El humo de los cirios y ese olor humano y acre de gente aglomerada en espacio cerrado, viciaban la atmósfera. Delante, y a la derecha del altar mayor, había otro portátil que sustentaba una Virgen de túnica blanca y manto azul, figurando salir de una gruta hecha, como peñasco de nacimiento, con corcho y cartón piedra. Este era el punto más luminoso del templo. Media docena de velas altas y delgadas, de pábilo muy fino, porque fuese mayor su duración, alumbraban a la santa imagen, que era de rostro aniñado y yesoso, excepto en los pómulos, donde tenía fuertes rosetas carminosas.
Las manos, en que el artista se había esmerado, eran excesivamente pequeñas, y a lo largo del cuerpo caían los pliegues de la túnica, tallada en pliegues rectos, pero duros, mal imitados de las esculturas paganas. Pepe miraba alternativamente a Paz y a la Virgen. ¡Qué diferencia! La verdadera divinidad era aquélla. En sus ojos resplandecía toda la vida que faltaba en los de la imagen. ¡Qué hermosa era la obra de Dios! ¡Qué risible la labrada por el hombre!
Paz oía misa con recogimiento, volviendo tranquilamente las hojas del devocionario, que a veces dejaba sobre la falda, pero sin alardes de unción religiosa: su rostro no se entristecía con compunción exagerada,