armas de la clave. Los escarolados y nervios de la piedra labrada ocultábanse bajo una capa de cal. En los balcones verdes mostrábanse a aquellas horas de la mañana cabezas de mujeres morenas, de rasgados ojos negros, con flores en el pelo.
Fermín siguió una de las amplias aceras limitadas por dos filas de naranjos agrios. Los principales casinos de la ciudad, los mejores cafés, abrían sus ventanales de vidrios sobre la calle. Montenegro lanzó una mirada al interior del Círculo Caballista. Era la sociedad más famosa de Jerez, el centro de reunión de la gente rica, el refugio de la juventud que había nacido poseedora de cortijos y bodegas. Por las tardes, la respetable asamblea discutía sus aficiones: caballos, mujeres y perros de caza. La conversación no tenía otros temas. Escasos periódicos en las mesas, y en lo más oscuro de la secretaría un armario con libros de lomos dorados y chillones cuyas vidrieras no se abrían nunca. Salvatierra llamaba a esta sociedad de ricos el «Ateneo Marroquí».
A los pocos pasos, Montenegro vio venir hacia él una mujer que, con su paso vivo, su gesto arrogante y el incitador meneo de su cuerpo, parecía alborotar la calle. Los hombres detenían el paso para verla y la seguían con los ojos; las mujeres volvían la cabeza con un desdén afectado, y después que pasaba cuchicheaban señalándola con un dedo. En los balcones, las jóvenes gritaban hacia el interior de la casa, y salían otras apresuradamente, interesadas por el llamamiento.
Fermín sonrió al notar la curiosidad y el escándalo que esparcía al andar aquella joven. Asomaban entre las blondas de su mantilla unos rizos rubios, y bajo los ojos negros y ardientes una naricilla sonrosada parecía desafiar a todos con sus graciosas contracciones. La audacia con que se recogía la falda, marcando las curvas más opulentas de su cuerpo y dejando al descubierto gran parte de las medias, irritaba a las mujeres.
– ¡Vaya usted con Dios, marquesita salerosa!– dijo Fermín cerrándola el paso.
Se había terciado la capa, tomando un aire de majo galante, satisfecho de detener en la calle más céntrica, a la vista de todos, a una mujer que tal escándalo promovía.
– Marquesa, ya no, hijo— contestó ella con gracioso ceceo.– Ahora crío cerdos… y muchas gracias.
Se tuteaban como dos buenos camaradas; sonreían con la franqueza de la juventud, sin mirar en torno de ellos, pero alegrándose al pensar que muchos ojos estaban fijos en sus personas. Ella hablaba manoteando, amenazándolo con sus uñas sonrosadas cada vez que le decía algo fuerte; acompañando sus risas con un taconeo infantil cuando elogiaba su hermosura.
– Siempre lo mismo. ¡Pero qué rebuenísima sombra tienes, hijo!… Ven a verme alguna vez: ya sabes que te quiero… siempre con buen fin; como hermanitos. ¡Y eso que el bruto de mi marido te tenía celos!… ¿Vendrás?
– Lo pensaré. No quiero tener una cuestión con el tratante en cerdos.
La joven prorrumpió en una carcajada.
– Es todo un caballero, ¿sabes, Fermín? Vale más con su chaquetón de monte que todos esos señoritos del Caballista. Yo estoy por lo popular: yo soy muy gitana…
Y dando al joven un ligero bofetón con su manecita acariciadora, siguió la marcha, volviendo varias veces la cabeza para sonreír a Fermín, que la seguía con la vista.
– ¡Lástima de muchacha!– se dijo.– Con su cabeza de chorlito, es la más buena de la familia. ¡Y don Pablo que se muestra tan orgulloso de la nobleza de su madre!… Esta y su hermana son de las que nos consuelan haciendo acabar en punta los linajes orgullosos…
Continuó su marcha Montenegro, entre las miradas de asombro o las sonrisas maliciosas de los que habían presenciado su conversación con la Marquesita.
En la plaza Nueva, pasó entre los grupos que se estacionan allí habitualmente: corredores de vinos y de ganado; vendedores de cereales, obreros de bodega sin colocación, gañanes enjutos y tostados que esperan a que alguien alquile sus brazos inactivos, cruzados sobre el pecho.
De un grupo salió un hombre, llamándole:
– ¡Don Fermín! ¡don Fermín!…
Era un arrumbador de las bodegas de Dupont.
– Ya no estoy allá, ¿sabe usté? Me han despedío esta mañana. Al presentarme en la bodega, el encargao me ha dicho, de parte de don Pablo, que estaba de más. ¡Después de cuatro años de trabajo y buena conducta! ¿Es esto justicia, don Fermín?…
Como éste preguntase con su mirada el motivo de la desgracia, el arrumbador continuó con exaltación:
– De too tiene la culpa la beatería cochina. ¿Sabe usté mi delito?… No ir a entregá la papeleta que me dieron el sábado con el jornal.
Y como si Montenegro no conociese las costumbres de la casa, el buen hombre relataba detalladamente lo ocurrido. El sábado, al cobrar la semana los trabajadores de la bodega, el encargado les entregaba la papeleta a todos: una invitación para que al día siguiente asistiesen a la misa que costeaba la familia de Dupont en la iglesia de San Ignacio. Si la fiesta era con comunión general, el convite aun resultaba más ineludible. El domingo, los encargados de la bodega recogían a cada obrero la papeleta en la misma puerta de la iglesia, y al recontarlas sabían, por los nombres, quiénes eran los que habían faltado.
– Y yo no juí ayer, don Fermín; farté como he fartao otros días: porque no me da la gana de levantarme temprano los domingos, porque en la noche del sábado me gusta tomarla con los compañeros. ¿Pa qué trabaja uno, sino pa tené un rato de alegría?…
Además; él era dueño de sus domingos. El amo le pagaba por su trabajo; él trabajaba y no había por qué cercenarle su día de descanso.
– ¿Es eso justo, don Fermín? Porque no hago comedias, como toos esos… soplones y lamecosas que van a la misa de don Pablo, con toa su familia y toman la comunión después de pasar la noche de juerga, me echan a la caye. Sea usté franco; diga la verdad; y aunque usté trabaje como un perro, es usté un pillo: ¿No es eso, cabayeros?…
Y se volvía al grupo de amigos que a cierta distancia oían sus palabras, comentándolas con maldiciones a Dupont.
Fermín siguió su camino con cierto apresuramiento. El instinto de conservación le avisaba lo peligroso de permanecer allí entre una gente que abominaba de su principal.
Y mientras iba hacia el escritorio donde le aguardaban para las cuentas, pensaba en el vehemente Dupont, en su fervor religioso, que parecía endurecerle las entrañas.
– Y, realmente, no es malo— murmuraba.
Malo, no. Fermín recordaba la largueza caprichosa y desordenada con que algunas veces socorría a las gentes en desgracia. Pero su bondad era estrechísima: dividía en castas la pobreza; y a cambio del dinero exigía una supeditación absoluta a todo lo que él pensase y amase. Era capaz de aborrecer a su propia familia, de sitiarla por hambre, si creía con ello servir a su Dios; a aquel Dios a quien profesaba inmensa gratitud porque hacía prosperar los negocios de la casa y era el sostén del orden social.
Capítulo II
Cuando don Pablo Dupont iba a pasar un día con su familia en la famosa viña de Marchamalo, una de sus diversiones era mostrar el señor Fermín, el antiguo capataz, a los Padres de la Compañía o a los frailes dominicos, sin cuya presencia no creía posible una excursión feliz.
– A ver, señor Fermín— decía sacando el viejo a la gran explanada que se extendía frente a las casas de Marchamalo, que casi formaban un pueblo.– Eche usted una voz de mando; pero con arrogancia, como cuando era usted de los rojos y marchaba de partida por la sierra.
El capataz sonreía viendo que el amo y sus acompañantes de sotana o capucha mostraban gran placer en oírle; pero su sonrisa de campesino socarrón, no llegaba a saberse si era de burla o de agrado por la confianza del señor. Contento de proporcionar un rato de descanso a los muchachos que se encorvaban entre las cepas, ladera abajo, levantando y abatiendo sus azadas pesadísimas, avanzaba con cómica rigidez hasta el parapeto de la explanada, prorrumpiendo en un grito prolongado y atronador:
– ¡Eeeechen