Armando Palacio Valdés

La Fe


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una muda interrogación.

      – Me he quemado con una plancha.

      El confesor permaneció silencioso, mirándola con ojos distraídos.

      – Me he puesto la plancha ardiendo en un brazo…

      El mismo silencio. El P. Gil, o estaba pensando en otra cosa, o el estupor le había inmovilizado.

      Sin duda creyó lo primero Obdulia, porque dijo con cierta viveza:

      – Sí, señor, me he hecho en el brazo esta quemadura…

      Y al mismo tiempo levantó la manga del vestido y puso al descubierto una herida fea y dolorosa que tenía en el antebrazo.

      El sacerdote se encendió como una amapola, y volviendo prontamente la cabeza, repuso con aspereza mirando a las tablas del confesonario:

      – Bueno, bueno… Deje usted… Me parece excesivo, en efecto… Absténgase en adelante de hacer tales penitencias sin consultarlas antes con su confesor.

      III

      A las ocho de la noche, después de haber cenado con D. Miguel y de haberle visto retirarse a la cama en la dulce compañía de sus pistolas de chispa, el P. Gil salió de la rectoral con dirección a la casa de su protectora D.ª Eloisa Montesinos. Pocas veces iba a la tertulia que ésta reunía por las noches. Ni tenía gusto en ello, ni el régimen severo de la casa del cura lo consentía. Pero su protectora se había quejado del abandono; hasta le pareció que estaba más fría con él. Temeroso de ser tachado de ingratitud y apesadumbrado realmente, porque profesaba tierno y respetuoso cariño a la bondadosa señora, resolviose a ir más a menudo, haciéndolo así presente al párroco.

      El agua de un fuerte chubasco le azotó el rostro al poner el pie fuera de la puerta. Abrió el paraguas, mas a los pocos pasos, el viento que soplaba huracanado en el Campo de los Desmayos se lo volvió. En la imposibilidad de cerrarlo y sintiéndose empujado violentamente por el huracán, el joven excusador se refugió en el negro, enorme portal de Montesinos. Nunca pasaba por delante de él sin sentir cierto estremecimiento de temor y curiosidad. En aquel sombrío palacio habitaba un hombre misterioso de quien se contaban vagamente mil extrañas historias, a quien se atribuían además ideas y frases escandalosas contra la religión y sus ministros. El joven clérigo apenas le conocía. D. Álvaro Montesinos había pasado casi toda su vida en Madrid. Hacía dos o tres años solamente que había venido a establecerse a Peñascosa. Vivía en un retiro casi absoluto, paseando alguna que otra rara vez por las orillas del mar, enteramente solo. El resto de los días lo pasaba encerrado en casa, según se decía, leyendo o escribiendo artículos impíos. El clero de Peñascosa hablaba de él con cierto desprecio rencoroso, del cual había llegado a participar el P. Gil, sin conocerle.

      Arregló su paraguas lo mejor que pudo, y como los ímpetus del viento hubiesen sosegado un instante, saliose del portal, no sin dirigir una mirada de miedo y hostilidad a la gran puerta negra del fondo, en lo alto de la cual ardía tristemente una lamparilla de aceite detrás de una ventanilla enrejada. Salió del Campo de los Desmayos y, una vez en la calle del Cuadrante (que así se llamaba la única grande y poblada de Peñascosa), el viento ya no soplaba tan recio y pudo aprovecharse del paraguas y llegar a casa de Dª Eloisa, situada en la plaza, sin mojarse seriamente. La morada de D. Martín de las Casas era también antigua, pero notablemente reformada, mucho más chica que la de su cuñado, con todas las comodidades y aditamentos exigidos por las necesidades modernas: portal de azulejos con cancela, escalera bien labrada de álamo con pasamano charolado, las habitaciones con elegantes frisos y papeles, todo muy aseado y pintadito.

      – ¡Buenos ojos le vean, padre! ¡Qué caro se vende!– exclamó Dª Eloisa, que desde que su protegido había recibido las sagradas órdenes no le tuteaba.

      Al mismo tiempo se levantó y le besó la mano con verdadero afecto. Lo mismo hicieron Dª Rita, Obdulia, que desde hacía poco tiempo era tertulia asidua de la casa, Marcelina y también Dª Serafina Barrado, a pesar de la mirada oblicua que le dirigió su capellán D. Joaquín. Dª Marciala y Dª Filomena se hicieron las distraídas hablando con D. Peregrín Casanova, y saludaron al fin desde su asiento con sonrisa halagüeña.

      Mientras duraron las salutaciones, D. Narciso, que estaba arrimado de espaldas al piano, no quitó los ojos de su compañero, unos ojos donde se leían claramente la aversión y el recelo. Sin que el P. Gil la provocara ni aun se diera bien cuenta de ella, existía viva rivalidad entre él y D. Narciso, a quien había arrancado más de la mitad de las hijas de confesión. Bien sabía Dios que no había hecho nada por conseguirlo; antes, al contrario, le pesaba mucho cada vez que una de ellas se acercaba a su confesonario. Pero ¿qué le tocaba hacer? Nada más que confesarlas, pues era su obligación. Insistir mucho en que no variasen de confesor era conceder demasiada importancia a la cuestión de persona: no estaba dentro del espíritu del sacramento. Pero el capellán de Sarrió no se hallaba penetrado de la intención de su compañero, y si se hallaba, no alteraba gran cosa sus sentimientos. Ateníase al resultado, y éste era triste para él. Antes de la llegada de Gil puede decirse que campaba él sólo entre el bello sexo de Peñascosa y señoreaba sus conciencias. Los demás capellanes no le hacían sombra alguna. Era el niño mimado de las beatas. Ninguno de sus chistes, de sus pasos y gestos pasaba inadvertido: las devotas que tenían la dicha de escucharlos o presenciarlos, se encargaban prontamente de difundirlos entre sus amigas. A cada instante testimonios irrecusables de la viva simpatía y veneración que despertaba en la villa: regalos de casullas, de corporales bordados por dedos primorosos, de alzacuellos de raso, etc., etc.; ofrendas más positivas aún, de jamones, botellas de jerez, tartas y chocolate. D. Narciso tenía admirablemente cubiertas sus necesidades espirituales y temporales. Era un pastor que apacentaba felizmente sus ovejas, conduciéndolas con dulzura por el sendero de la virtud hacia el paraíso y trasquilándolas de vez en cuando el rico vellón para que no se enredaran en las zarzas.

      La aparición de su nuevo compañero vino a turbar aquella deliciosa Arcadia mística. Las ovejas, acometidas súbito de agitación insana, se pusieron a saltar y encabritarse cual si escuchasen los sones de un caramillo encantado. Ni las pedradas ni los halagos lograron retener a una gran parte de ellas. Quedó en cuadro su rebaño, y él, que había tenido fuerzas para gobernar un hato tan considerable, desmayaba ahora al verse solo, al percibir la hostilidad con que le miraban algunas de sus antiguas y queridas ovejitas. Porque no solamente ya no llegaban a su casa los ricos dones ultramarinos y nacionales de otros tiempos, sino que con profundo dolor notaba que empezaba a discutírsele. Decíase entre las damas piadosas, y esto llegaba a sus oídos, que, si era cierto que tenía palabra más fácil que el joven excusador, la mayor parte de las veces «no había sustancia en lo que decía,» y que éste le aventajaba mucho en peso, en razón natural y en instrucción. Hubo ocasión en que al lanzar uno de sus chistes más picantes, relacionado como siempre con las materias fecales, apenas produjo risa entre las oyentes, y supo que una de ellas, después que se fue, le había calificado de grosero y mal educado. De las gracias corporales no había que hablar, pues bien se le alcanzaba que nunca podría competir con la delicada y gallarda figura de su rival. En resumen, D. Narciso se sentía minado en los cimientos y temía a cada instante venir al suelo. No es maravilla, pues, que la mirada y el saludo con que acogió al joven presbítero fuesen menos afectuosos de lo que debía esperarse. No recordaba poco ni mucho la amable recepción que San Juan Bautista, maestro querido y celebrado, hizo al joven y divino discípulo que le había de eclipsar en seguida.

      – No le riñas, mujer. ¿Sabes tú, por ventura, si le será fácil salir de noche, con el miedo que D. Miguel tiene a los ladrones?– gritó D. Martín de las Casas desde la mesa de tresillo donde jugaba con otros dos, un cura y un seglar.

      – No, señor; no es eso— dijo el clérigo, ruborizándose bajo las miradas de toda la tertulia.

      – ¿Que no tiene D. Miguel miedo a los ladrones?– preguntó con acento afectadamente brusco el señor de las Casas.

      – Sí que lo tiene— repuso sonriendo dulcemente el joven, sentándose al propio tiempo al lado de su madrina.– Sus razones habrá. Los ricos son los que temen. Los pobres, como yo, están tranquilos.

      – Pero ¿tendrá el señor cura tanto dinero como se dice?–