Armando Palacio Valdés

La Fe


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sereno de los ángeles. La infeliz cayó de rodillas y sollozó largo rato. Levantó la cabeza al fin, y dijo sordamente contemplando al niño:

      – ¡No, no irás al hospicio!

      Varias comadres, y hasta alguna señora también, se lo habían aconsejado. Pero la idea de abandonar al hijo de sus entrañas en manos de mujeres sórdidas y empleados brutales la había horrorizado siempre. Luchó bravamente cuanto pudo, privándose ella bastantes veces del necesario sustento para alimentar al niño, que ya contaba cerca de tres años. Había llegado, sin embargo, el fin del combate y resultaba vencida. Le quedaba el recurso de pedir limosna, pero además del espanto que le causaba, comprendía muy bien que sus días estaban contados. Y muriéndose ella, ¿qué iba a ser de aquella criatura?

      Meditó un buen espacio con los ojos secos y clavados en el niño, repitiendo de vez en cuando la misma frase:

      – ¡No, no irás al hospicio!

      De pronto se alzó animada por una voluntad fatal, besó a su hijo apasionadamente hasta que logró despertarlo, envolviolo en una manta y cogiéndolo en brazos salió de la casa.

      Era la hora del oscurecer. Desde lo alto de la Gusanera, donde Basilisa vivía, veíanse llegar al muelle ya las lanchas pescadoras. Una muchedumbre las aguardaba. Por la plaza, y por la calle larga que va desde ésta a la iglesia a orillas del mar, discurría también bastante gente. Basilisa tomó por la carretera de Rodillero, que ciñe la orilla opuesta da la pequeña ensenada frente por frente de Peñascosa, y marchó apresuradamente, casi a la carrera.

      – ¿Por qué corres, mamá? ¿Dónde vamos?– preguntó el niño acariciándole con sus manecitas la cara.

      – Vamos al cielo, vida mía— respondió la desdichada con los ojos nublados por las lágrimas.

      – ¿Vamos con papá?

      No pudo responder; se le hizo un nudo en la garganta.

      – ¿Vamos con papá?– insistió el chiquito.

      Detúvose un instante para tomar aliento.

      – Sí, vamos a verle, rico mío— dijo al cabo.– ¿No quieres ir al cielo con él?

      – No; yo contigo.

      Y al mismo tiempo la apretó el cuello con sus tiernos brazos y la cubrió el rostro de besos.

      – ¿Por qué lloras, mamá?– preguntó sorprendido al sentir en los labios el amargor de las lágrimas.– ¿No tenes nada? Toma mi corneta…

      Y le ofreció una de plomo que le había costado a Basilisa dos cuartos. Para Gil, que no comprendía la existencia sin estar enredando con algo, la mayor desgracia que podía pesar sobre un ser humano era el tener las manos vacías.

      La madre le apretó contra el pecho, descargó sobre sus rosadas mejillas una granizada de besos y continuó la carrera. Al llegar a cierto paraje en que la carretera se separa de la orilla del mar para internarse, dejola y tomó una veredita que conducía a éste. Llegó a las peñas altas y sombrías que lo circundan por aquel paraje. Puso a su hijo en el suelo y arrodillándose después, rezó entre sollozos comprimidos una oración que, por no ir dirigida en forma, no debió de escuchar el Altísimo.

      Era ya casi noche cerrada. El mar estaba inmóvil, sombrío, esperando impasible que las lágrimas de aquella infeliz mujer viniesen como tantas otras a aumentar el caudal amargo de sus aguas. Del lado de allá de la ensenada se veía la silueta del muelle y de tres o cuatro pataches que ordinariamente yacen anclados cerca de él. El grupo de las lanchas pescadoras, un poco apartado, se movía y resonaba aún con los gritos de las mujeres ocupadas en abrir el vientre a los pescados, mientras los maridos descansaban ya gravemente en alguna taberna de la villa. Basilisa atendió un instante a aquellos ruidos tan conocidos. Ella también esperaba a su esposo en otro tiempo, le acariciaba con la mirada al llegar, tomaba de sus manos el capote de agua, la caja de los aparejos y el cesto de las provisiones y los llevaba con alegría a casa. Mariano llegaba poco después y se sentaba al amor de la lumbre, haciendo bailar entre sus manazas al tierno niño que contaba pocos meses.

      La viuda estuvo largo rato contemplando fijamente el grupo de la ribera, que parecía ya una masa informe y movible. Su hijo, sentado sobre el césped, jugaba atascando de tierra la corneta. De pronto vino hacia él, le levantó entre sus brazos flacos y corrió hacia el borde del precipicio.

      – ¡Mamá! ¿Dónde vamos?– gritó el niño.

      La respuesta, si se la dio, debió de ser desde el cielo. Saltó con ímpetu al fondo del abismo. Al caer sobre las piedras de la orilla se deshizo la cabeza: quedó muerta en el acto: el niño salvó milagrosamente. El vientre de donde había salido le sirvió ahora de resorte para no despedazarse.

      Un marinero viejo, que andaba a la sazón por entre aquellas peñas a la pesca de pulpos, oyó el ruido y prestó los primeros socorros al niño. Corrió a dar la noticia: pronto se inundó el paraje de gente. El caso produjo honda impresión. Las mujeres lloraban y se pasaban al tierno infante de mano en mano prodigándole mil cuidados y caricias. Muchas se ofrecían a adoptarlo y hubo disputa sobre quién había de llevárselo. Enteradas las señoras de la villa y conmovidas, quisieron asimismo recoger al huérfano. Las mujeres de los pescadores renunciaron entonces a ello en interés de aquél. Quedó, pues, en poder de D.ª Eloisa, la señora de D. Martín de las Casas, secundada por otras seis u ocho damas que de ningún modo quisieron renunciar a la participación de tan caritativa obra.

      La infancia de Gil (que así se llamaba el huérfano), si no feliz, tampoco fue desgraciada. Sus protectoras ejercieron sobre él una vigilancia un poco impertinente a veces, otro poco humillante también, pero cariñosa siempre y bien intencionada. Entre todas, aunque tomando parte más principal D.ª Eloisa, le pagaron la crianza y el pupilaje en casa de un matrimonio artesano que habitaba en la Gusanera, cerca de la casa en que la desgraciada viuda vivía. Cuando estuvo en edad para ello, le mandaron a la escuela. Dio señales de ser un niño pacífico, reservado, sensible, y comenzó a aprender sus lecciones muy bien. Sus siete u ocho mamás se encargaban de preguntar al maestro por su conducta y aplicación siempre que le tropezaban en la calle, animándole «a que le apretase los tornillos.» El maestro se encargaba, en efecto, de apretárselos recordándole al mismo tiempo a cada momento, en presencia de sus condiscípulos, su orfandad, su miseria y la imprescindible necesidad que tenía de mostrarse humilde y agradecido con sus bienhechoras. Esto de la humildad era cosa que no cesaban de cantarle al oído en la villa. Cuantos le tropezaban en la calle y se dignaban ponerle paternalmente la mano sobre la cabeza, le decían:

      – ¡Cuidado con ser humilde! Sé obediente y sumiso con las señoras que te han recogido por caridad, ¿entiendes?… por caridad.

      Y por último, sus condiscípulos se encargaban generosamente de advertirle sin cesar que era un desdichado sin padres, alimentado por la caridad y que debiera estar en el hospicio y no alternando con hijos de zapateros distinguidos, albañiles, sastres y panaderos fashionables, y otra gente no menos principal y digna de respeto.

      La humildad teníala en el corazón el hijo del ahogado y la suicida, que si no la tuviese, no sería fácil que se la inculcaran las burlas y desprecios de sus compañeros, ni los paternales azotes del maestro y de sus protectoras: porque éstas todas se creían con derecho a amarle, pero a castigarle también. Era la suya una naturaleza amante y agradecida. Comprendía que a todas sus protectoras debía respeto y cariño, y se lo tributaba. Claro que en el fondo de su corazón sentía preferencias; esto es irremediable. Amaba con pasión a D.ª Eloisa. Esta buena señora, que era a quien más debía, jamás le reñía ni castigaba, ni le decía siquiera una palabra desagradable: tratábalo con extremada dulzura, le acariciaba como si fuese su hijo y ocultaba y disculpaba sus pequeñas travesuras.

      Cuando llegó a los doce años, se reunieron en cónclave las damas y deliberaron acerca de lo que debía hacerse con el chico. Desechose por unanimidad la idea de dedicarle al oficio de su padre. Pensaron en otros varios, sin lograr ponerse de acuerdo, hasta que D.ª Trinidad, la esposa de D. Remigio Flórez, fabricante de conservas alimenticias, propuso llevarle de criado recadista a su casa. Asintieron casi todas a esta resolución; pero D.ª Eloisa, a quien le dolía, hizo presente a sus amigas