era de condición reservada y silenciosa, sin dar por eso en taciturna. Ordinariamente no hablaba más que cuando le dirigían la palabra; pero sus contestaciones eran suaves, claras, precisas. No era la nota distintiva de su carácter la timidez, que suele prestar soberano hechizo a las jóvenes. Mas en sustitución de esta cualidad, poseía nuestra heroína una serenidad dulce, cierta firmeza simpática en todas sus palabras y ademanes que revelaban la perfecta limpidez de su espíritu. Esta serenidad pasaba para algunas personas poco observadoras, si no por orgullo, que bien claro estaba que Cecilia no lo tenía, por frialdad de corazón. Creían, aun los más allegados a la casa, que era incapaz de concebir una pasión viva y tierna. Acostumbrados a verla impasible cumpliendo los deberes domésticos con la regularidad de un reloj, les era forzoso un esfuerzo grande de penetración, que no todos pueden llevar a cabo, para adivinar la verdadera fisonomía moral de la primogénita de los Belinchón. La mayor parte de estos seres viven y mueren desconocidos, porque no poseen una de esas cualidades brillantes que seducen y atraen al que se acerca. La inocencia misma, aunque parezca raro, pertenece a ese número, y no es la que menos relieve presta al carácter de una mujer. Muy contados son los que saben apreciar la hermosura que encierran estas almas cristalinas. La mirada se sumerge en ellas sin hallar nada que despierte la atención. Pero lo mismo pasa con ciertos venenos; igual con ciertos filtros que dan la vida. Porque nuestros ojos torpes y limitados no vean los elementos de salud o de muerte que hay en suspensión en ellos, ¿hemos de afirmar que no existen?
Difícil era averiguar las emociones tristes o placenteras que cruzaban por el alma de Cecilia, aunque no imposible. No sabemos si ponía empeño en ocultarlas o era forzada a ello por su misma naturaleza. Lo cierto es que en la casa, hasta sus mismos padres las desconocían casi siempre. Se trataba, verbigracia, de salir un día a visitas, o de comprarse un vestido, doña Paula preguntaba a su hija con solicitud:
– ¿Qué te parece, Cecilia?
– Me parece bien— contestaba ésta.
– Te parece bien, ¿de veras?– decía la madre mirándola fijamente a los ojos.
– Sí, mamá, me parece bien.
Doña Paula siempre quedaba en duda de si en realidad le placía o le disgustaba el vestido o lo que fuese.
Lloraba poquísimas veces, y aun esas, se ocultaba de tal modo para hacerlo, que nadie lo sabía. El mayor disgusto que hubiera tenido, sólo se denunciaba por una ligera arruguita en la frente; la mayor alegría por un poco más de intensidad en la sonrisa delicada, esparcida constantemente por su rostro. Cuando Gonzalo le escribió desde el extranjero, así que leyó la carta se presentó a su madre y se la entregó.
– ¿Te gusta el muchacho?– le preguntó ésta después de leerla con más emoción que había manifestado su hija al entregársela.
– ¿Te gusta a ti?
– A mí sí.
– Pues si te gusta a ti y a papá, a mí también me gusta— replicó la joven.
¿Quién pudiera imaginar después de estas frías palabras que Cecilia estaba tiempo hacía profundamente enamorada? Sin embargo, como el amor es el sentimiento humano más difícil de disimular, y después del consentimiento de sus padres no había razón alguna para ocultarlo, lo dejó ver con bastante claridad. En los temperamentos como el de nuestra heroína, cualquier señal, por leve que sea, tiene una importancia decisiva. La felicidad que henchía su corazón, brotaba, pues, a su rostro a la vista de todos los que la conocían íntimamente. Pocos seres habrán gozado más en la tierra que Cecilia en aquella temporada. Todo aquel lienzo extendido por la estancia, aquellos patrones de papel, los dibujos, los bastidores, los carretes de hilo, le hablaban un lenguaje misterioso y tierno. Las tijeras al cortar chis chis, las agujas al coser cruj, cruj, ¡le decían tantas cosas graciosas de lo futuro! Unas veces le decían: «– ¿Quién te verá, Cecilia, ir a misa los domingos del brazo de tu marido? El te llevará el devocionario, te dejará ir al altar de Nuestra Señora de los Dolores y se colocará detrás entre los hombres. Luego te esperará a la salida, te ofrecerá el agua bendita y volverá a cogerte del brazo». Otras veces le decían: «– Por la mañana temprano te levantarás muy despacito para que él no se despierte, limpiarás su ropa, pondrás los botones a su camisa, y cuando llegue la hora tú misma le servirás el chocolate». Otras exclamaban de pronto: «– ¡Y cuando tengas un niño!» Entonces la novia sentía un vuelco gratísimo en el corazón; sus manos temblaban y echaba una rápida mirada a las costureras temiendo que hubiesen advertido su emoción.
Cuando las diferentes piezas de ropa estaban terminadas y planchadas, Cecilia las iba poniendo cuidadosamente en una cesta. Así que estaba llena la subía sobre la cabeza a uno de los cuartos de arriba, donde con todo esmero y arte colocaba las camisas, las chambras, cofias y peinadores sobre unos mostradores hechos al intento: las cubría delicadamente con un lienzo, y luego se salía cerrando la puerta y guardando la llave en el bolsillo.
Después que hubo saludado, Gonzalo fué a sentarse cerca de Pablito, y pasándole la mano familiarmente por encima del hombro, le dijo al oído:
– ¿Cuál es la que más te gusta?
Y al inclinarse hacia su futuro cuñado, clavaba una mirada intensa en Venturita, que correspondió a ella con otra muy singular. Después ambos las convirtieron a Cecilia. Esta no había levantado la cabeza del bastidor.
– Nieves— respondió Pablo sin vacilar, y en el mismo tono de falsete.
– Lo sabía, y te aplaudo el gusto— dijo riendo Gonzalo.– ¡Qué cutis de raso!… ¡Qué dentadura!
– ¡Y qué andares! Pasi-corta, ¿sabes?
Ambos miraban a la bordadora. Esta levantó la cabeza, y comprendiendo que se trataba de ella, les hizo una mueca con la lengua.
– Vamos, no vale hablarse al oído— dijo doña Paula con la susceptibilidad vidriosa que caracteriza a las mujeres del pueblo.
– Déjelos usted, señora— replicó Nieves.– Están hablando de mí: no hay que quitarles el gusto.
– Cierto; Pablo me hacía notar el color rojo de ciertos labios, la transparencia de cierto cutis, un pelo dorado a fuego…
– Valentina, entonces hablaban de ti— dijo Nieves ruborizada tocando en el muslo a su compañera.
– ¡Qué gracia! No te apures, mujer. ¡Si ya sabemos que eres la más guapa!– dijo la otra visiblemente picada.
– ¡Paz, paz, señoras!– exclamó Gonzalo.– Verdad que Pablo comenzó hablándome de las perfecciones de Nieves; pero también es cierto que pensaba continuar con las de todas las demás, si no se le hubiese interrumpido… ¿No es eso, Pablo?
– Desde luego: contaba seguir con Valentina…
Esta levantó la cabeza y le miró con aquel gracioso ceño burlón que daba carácter a su rostro.
– Ten cuidado, Nieves, que estos señoritos se pierden de vista.
Pablo, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:
– Después con Teresa y Encarnación, Elvira y Generosa. Hablaría también de Venturita (para ponerla, por supuesto, por los pies de los caballos). De Cecilia no, porque está comprometida, y algo diría también de mi señora doña Paula, que, sin ofender a nadie, es la más hermosa de todas.
– ¡Qué pillastre!– exclamó ésta admirada del donaire de su hijo.
Pablo se había levantado de la butaca, y abrazó a su madre con efusión.
– ¡Quita, quita, adulador!– dijo ella riendo.
– Ve aflojando el bolsillo, mamá— dijo Venturita.
– ¡Lo ves! La pata de gallo de siempre— exclamó iracundo el joven, volviendo la cabeza hacia su hermana, mientras ésta se reía maliciosamente sin levantar la suya del bastidor.
– Mucho has trabajado— dijo Gonzalo en voz baja, sentándose al lado de su novia.
– Así, así— respondió