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Érase un gentil-hombre que casó en segundas nupcias con una mujer altiva y huraña como otra no haya habido. Tenía dos hijas, como ella orgullosas y que en todo se le asemejaban. El esposo tenía una hija, cuya dulzura y bondad nadie aventajaba; cualidades que asemejaban las de su difunta madre, que fue buena entre las buenas.
Apenas celebradas las bodas, la madrastra hizo pesar su pésimo carácter sobre la joven, cuyas buenas cualidades no podía sufrir, tanto menos cuanto comparadas con las de sus hijas, éstas aparecían más despreciables. Encargole las más humildes faenas de la casa; debía fregar los platos y los chismes todos de la cocina, barría los cuartos de la señora y de sus dos hijas; dormía en el granero y en un mal jergón, mientras sus hermanas estaban en habitaciones bien amuebladas, tenían camas lujosas y grandes espejos, en los que se veían de la cabeza a los pies. La desdichada sufría con paciencia y no osaba quejarse a su padre, quien la hubiera reñido, pues estaba dominado por su mujer.
Cuando había terminado su tarea iba a un rincón de la chimenea y se sentaba encima de la ceniza, lo que dio origen a que la aplicaran un feo mote; mas la menor, que no era tan mala como su hermana, la llamaba Cenicienta, a pesar de lo cual la pobrecita, con sus remendados vestidos, era cien veces más hermosa que sus hermanas a pesar de sus magníficos trajes.
En aquel entonces el hijo el rey dio un baile al que invitó a todas las personas distinguidas y también a las dos señoritas, que figuraban en primera línea entre las de aquel país. Hételas ocupadas en escoger los vestidos y adornos que mejor habían de sentarles, de lo cual había de resultar aumento de trabajo para la Cenicienta, porque ella era la que repasaba la ropa de sus hermanas y cuidaba del atadillo y pliegues de sus jubones. Sólo se hablaba del traje que se pondrían.
Yo, dijo la mayor, llevaré el vestido de terciopelo rojo y un aderezo de Inglaterra.
Yo, añadió la menor, me pondré las sayas que acostumbro llevar, pero, en cambio, ostentaré mi manto recamado de flores de oro y mi adorno de diamantes, que es joya de las mejores.
Mandaron llamar a una buena peinadora para que hiciera maravillas, y enviaron por lunares a la tienda donde mejor los fabricaban. Llamaron a la Cenicienta para pedirle su opinión, porque su gusto era exquisito, y les dio excelentes consejos y hasta se ofreció para peinarlas, lo que aceptaron sus hermanas.
Mientras las estaba peinando, le dijeron:
– Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
– ¡Ay; señoritas, ustedes se burlan de mí! ¡No es al baile donde debo ir!
– Tienes razón: ¡cómo reirían si viesen a una joven como tú en el baile!
Otra que no hubiese sido la Cenicienta, las hubiera peinado mal; pero era buena y las peinó perfectamente bien. Casi dos días estuvieron sin comer, tanta era su alegría; rompieron más de doce lazos a fuerza de apretar para que su talle fuese más chiquitito y pasaron todo el tiempo delante del espejo.
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