Ibanez Vicente Blasco

La araña negra, t. 3


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he visto una vez nada más.

      – Y te gusta, ¿eh?.. Chico, tienes buen gusto, pues la muchacha no puede ser más linda. Aquí, para entre nosotros, debo manifestarte que yo he tenido mis proyectos sobre ella. Me gustaba su hermosura y más aún los millones de su padre.

      – ¿Y qué has alcanzado? – preguntó Alvarez con ansiedad mal disimulada.

      – Nada, chico. La muchacha es algo tonta y se rió de mí en un baile de Palacio, donde entre los rigodones le espeté mi declaración. Ya ves que esto supone cierto grado de imbecilidad: burlarse de un muchacho como yo, que, aunque no soy muy rico, tengo un título respetable como pocos y una figura no despreciable. Lo único que se me puede censurar es mi cortedad de vista, pero los lentes dan siempre cierto “chic” que hacen a un hombre interesante. ¿No es verdad, Esteban?

      El capitán contestó con una débil sonrisa.

      – Quisiera – continuó el alférez – que tú probases a rendir esa beldad que tiene el corazón no de mármol, como dicen los poetas, sino de alfarería. Tal vez seas más afortunado, y cree que harías un negocio redondo si lograbas casarte con ella, pues el viejo don Fernando, su padre, debe tener enterradas a montones las peluconas. Vaya, animate y a ver si consigues dejar pronto esta endiablada profesión militar para convertirte en millonario.

      Alvarez permaneció silencioso algunos instantes, y al fin preguntó a su amigo:

      – ¿Quién es la señora que acompaña a la condesita? ¿Es su madre?

      – El conde es viudo. Ha sido casado dos veces y su segunda esposa murió hace ya bastantes años, dejando dos hijos: un niño enfermizo, al que veo pocas veces, y esa muchacha que tanto te gusta. La señora de que hablas debe ser una hija que tuvo el conde de su primer matrimonio, y de la que se cuentan ciertas historias. ¿Cuáles son sus señas?

      El capitán describió a su modo la figura rígidamente majestuosa y el rostro avinagrado de la señora que tan furibundas miradas le había lanzado aquella mañana, y el vizconde se apresuró a contestar:

      – Sí; eso es. Describes muy bien el gesto de pocos amigos que eternamente lleva en su rostro doña Fernanda, la baronesa de Carrillo. Es una solterona que aborrece al mundo, odia a la juventud y se dedica a la devoción, entregada en cuerpo y alma a los jesuítas, lo que le consuela de no haber encontrado en su juventud un hombre que quisiera hacerla su esposa. Cree que la tal señora es un basilisco, y que es muy peligroso hacerle el amor a su hermanastra, sólo porque ha de rozarse uno con ella. Es un manojo de espinas custodiando a una rosa. ¿Eh?, ¿qué tal te parece la frasecilla?

      – Muy bien – dijo Alvarez, sonriendo con toda la bondad que merecía aquel imbécil – , ¿y quién es la rosa?

      – ¿Quién ha de ser? Enriqueta.

      – ¡Ah! ¿Se llama Enriqueta la hija del conde de Baselga?

      – Sí, hijo mío. Enriqueta Baselga de Avellaneda, y será condesa si se muere su hermano, como es de esperar en vista de sus continuas dolencias, o si se hace cura, lo cual es aún más probable en vista de las aficiones que le ha inculcado la santurrona de su tía.

      El alférez Lindoro se entusiasmaba hablando de aquella familia, que era muy rara, sí, señor, una de las más raras de la corte. Según él, el padre era un hurón, siempre metido en su casa, refractario a toda diversión y sin otro placer que una excursión en verano a sus posesiones de Castilla, donde hacía la vida de un modesto agricultor. En cuanto a la baronesa de Carrillo, era la primera beata de la corte, el brazo de que se valían los jesuítas para mover la aristocracia devota en favor de lo que a ellos les convenía, y los dos muchachos, hijos del segundo matrimonio, el enfermizo Ricardito y la hermosa Enriqueta, no pasaban de ser dos monigotes sin voluntad, que maldito el papel que harían en el mundo.

      El vizconde se expresaba de este modo, y Alvarez escuchaba con gran atención todas sus palabras deseoso de conocer a fondo la familia de la que formaba parte aquel hermoso ser que tanto le interesaba.

      – El conde, créelo – continuaba el alférez – , es un hombre de historia, y nadie, al verle tan austero y de genio eternamente atrabiliario, creería que en su juventud fué uno de los más terribles calaveras de la corte de Fernando VII. Ha sido de la Guardia Real, después mandó en el Norte un regimiento de lanceros carlistas, estuvo emigrado en París y allí se casó por segunda vez con la hija de un afrancesado: una muchacha enfermiza que tenía los millones a puñados. Su primera esposa fué la baronesa de Carrillo, una locuela americana que conocía demasiado íntimamente al Fernando VII, y si alguien lo duda, ahí está, para atestiguarlo, la actual baronesa de Carrillo, que no es capaz de negar a su padre. ¿Te has fijado en aquella nariz? ¿No es verdad que da ganas de cantar aquello de "ese narizotas, cara de pastel" con que los rojos del tiempo de Riego daban serenata al padre de Isabel II?

      Alvarez sonrió ante la malicia del alférez, y repasando en su memoria el rostro de la baronesa, se convenció de que, efectivamente, algo había en él que recordaba la cara del rey chulo.

      – ¡Si supieras cuánto se ha hablado en la alta sociedad acerca del conde de Baselga! Se le atribuyen cosas estupendas, y hasta hay quien dice que mató a su primera mujer. No sé lo que pueda haber en esto de cierto, pero seguramente no merecía grandes cariños aquella buena pieza que, engañando a su marido, se acostaba con don Fernando para echar al mundo un nuevo ejemplar de su persona. Si el conde mató a su esposa, hizo muy bien; y prueba de ello es que, a pesar de lo que se murmura en la alta sociedad, lo reciben con grandes muestras de consideración, y los padres jesuítas se hacen lenguas de su piedad y de sus sentimientos caballerescos.

      Alvarez sentía cada vez mayor curiosidad por saber la historia de la familia de Enriqueta.

      – ¿Y con su segunda esposa – preguntó – , fué tan desgraciado el conde?

      – Todo lo contrario. Doña María Avellaneda era una mujer casi insignificante. Su modestia y su humildad formaban contraste con sus riquezas y su alta posición, pero era tan dulce y tan bondadosa, que Baselga se enamoró de ella como un loco. Recién casado vino a España acogiéndose a uno de los indultos que el Gobierno dió a los carlistas y estableció en su casa en la calle de Atocha, negándose a habitar la casa que en la calle del Arenal tenía su hija mayor, heredada de su madre, la baronesa de Carrillo. Como la fortuna de que disponían el conde y su esposa era grande, gastaron como unos príncipes, y durante sus primeros años de matrimonio asombraron con su lujo a todo Madrid. Las elegantes costumbres francesas que hoy seguimos en la alta sociedad, ellos fueron los primeros en generalizarlas, y la condesa, a pesar de su modestia y de que se preocupaba más de una visita a los pobres que de un baile, fué, durante mucho tiempo, la reina de la moda. Primero tuvieron una hija, esa muchacha que te ha vuelto los cascos la primera vez que la has visto.

      – Pero – interrumpió el capitán – , ¡si yo no he dicho que esté realmente enamorado de esa joven!

      – Bueno; pues lo estarás. Es una chica de la que se enamoran todos. Conste, pues, que estás prendado de ella… Como te iba diciendo, primero tuvieron a Enriqueta, y a los cuatro años de matrimonio a ese Ricardito que, a pesar de no abultar más que una mano de almirez, y de no servir para otra cosa que rezar de la mañana a la noche, costó la vida a la madre.

      – El conde sentiría mucho su segunda viudez.

      – Su dolor fué inmenso. Amaba de veras a su esposa, y, más que como marido, la lloró como un muchacho romántico a quien se le muere la novia. Estuvo más de un año sin salir a la calle, y hasta se susurró en Palacio que pensaba hacerse cura y entrar en la Compañía de Jesús. Afortunadamente, el amor a sus hijos pudo más que su pesar, y acabó por volver a hacer una vida normal, aunque mostrando gran repugnancia a asistir a aquellas fiestas en que tanto brillaban antes su esposa y él.

      – ¿Y su hija, vive también en tal retraimiento?

      – Vive con menos rigidez y sale bastante de casa, gracias a su hermanastra, la baronesa, que, aunque beata, es bastante andariega, y se pasa el día en juntas de cofradías y patronatos píos o haciendo visitas a los más elocuentes predicadores de la Compañía. Si quieres verla a menudo, hazte beato