esto sin contratos especiales, sin que cueste un solo céntimo más, sin que las Cámaras voten remuneraciones especiales al cuerpo de taquígrafos y sin ninguna de esas demostraciones ridículas para aquellos que están habituados a la vida europea. Recuérdese lo que pasó en 1877 entre nosotros, cuando se debatió la «cuestión Corrientes»: La Tribuna publicó las sesiones al día siguiente, y todos creyeron que era un… milagro.
Con el régimen parlamentario francés, la tarea es pesadísima para los diputados (no tanto para los senadores), pero insostenible para los oradores. Y los ministros, que tienen que despachar los asuntos de ministerios centralizados, que atender a lo que pasa en la Francia entera, que proyectar reformas, que estudiar leyes, que contestar interpelaciones, que preparar y corregir discursos: ¿cómo pueden hacer todo esto? A un hombre sólo le es materialmente imposible, y añádase a eso que tiene la obligación de dar reuniones periódicas, bailes oficiales, etc. ¡Qué vida! Se comprende que sería ella imposible sin una numerosa legión de consejeros de Estado, de subsecretarios, de secretarios, de directores, etc., que no cambian con los ministros, sino que están adscriptos a los ministerios. ¡Qué diferencia con nuestro modo de ser! Entre nosotros, por regla general, los ministros están solos, pues los empleados, en vez de ser cooperadores de confianza, son meros escribientes, salvo, bien entendido, honrosas excepciones. Cuando se reflexiona sobre la existencia que lleva un ministro en países de aquella vida parlamentaria, parece difícil explicarse cómo pueden atender, despachar, contestar todo; y al mismo tiempo pensar y realizar grandes cosas.
En el libro que motiva estas páginas, el autor, según lo declara, ha procurado contar, y contar ligeramente, «sin bagajes pesados». Este propósito, probablemente, ha hecho que no profundice nada de lo que observa, sino que se contente con rozar la superficie.
Uno de los rasgos más característicos de Colombia, es su poderosa literatura. La raza colombiana es raza de literatos, de sabios, de profundos conocedores del idioma: allí la literatura es un culto verdadero, y no se sacrifican en su altar sino producciones castizas, pulidas, perfectas casi. El señor Cané, a pesar de su malhadado propósito de «marchar con paso igual y suelto», y de su afectado desdén por los estudios serios y concienzudos, llegando hasta decir: «Que nada, resiste en el día a la perseverante consulta de las enciclopedias», no ha podido resistir, sin embargo, al deseo o a la necesidad de ocuparse de la faz literaria de Colombia. Condensa en 24 páginas un capítulo que modestamente Titula: «La Inteligencia», y en el cual, protestando que no es tal su intención, el autor trata de perfilar a los primeros literatos colombianos contemporáneos, en párrafos de redacción suelta, a la diable, para usar su propia expresión.
Habla de la facilidad peligrosa del numen poético en los colombianos; se ocupa de don Diego Pombo, de Gutiérrez, González, de Diego Fallon, de José M. Marroquín, de Ricardo Carrasquilla, de José M. Samper, de Miguel A. Caro, y por último, de Rufino Cuervo. Tal es el contenido de ese capítulo, interesantísimo, sin duda, pero incompleto y demasiado a vuelo de pájaro. Leí con avidez esa parte del libro: creí encontrar mucho nuevo: los recuerdos de un hombre que ha estado en contacto con la flor y nata de los literatos de aquella nación privilegiada; las picantes observaciones que presagiaba el sostenido prurito de escepticismo y cierta sal andaluza que campea con galana finura en muchos pasajes de este libro.
Mi curiosidad, sin embargo, no fue del todo satisfecha. La Nueva Revista había publicado ya (1881) un interesante artículo de D. José Caicedo Rojas, sobre la poesía épica americana y sobre todo colombiana1; un importante y cruditísimo (1882) estudio de D. Salvador Camacho Roldán, sobre la poesía colombiana, a propósito de Gregorio Gutiérrez González2; y finalmente (1883) un notable juicio de D. Adriano Páez, sobre José David Guarin3. En esos artículos se entrevé la riquísima y fecunda vida intelectual de aquel pueblo; pasan ante los ojos atónitos del lector centenares de poetas, literatos, historiadores, críticos, etc.; se descubre una producción asombrosa, una plétora verdadera de diarios, periódicos, folletos y libros.
Y el que está algo al cabo de las letras en Colombia, aunque resida en Buenos Aires, conoce su numerosísima prensa, sus periódicos, sus revistas, sus escuelas literarias; la lucha entre conservadores y liberales, entre los grupos respectivamente encabezados por el Repertorio Colombiano y La Patria. Y por poco numerosas que sean las relaciones que se cultiven con gente bogotana, a poco el bufete se llena con El Pasatiempo, El Papel Periódico Ilustrado, etc.
Nada de eso se encuentra en el libro de Cané. Él, periodista, ha olvidado a la prensa. Y eso que la prensa de Colombia es especial, distinta bajo todos conceptos de la nuestra.
Pero se busca en vano el rastro de Julio Arboleda, de José E. Caro, de Madiedo, de Lázaro María Pérez, de… en una palabra, de todos los que sobreviven de la exuberante generación de 1844 y 1846: Restrepo, y tantos otros. Y si esa época parece ya muy echada en olvido, queda la de 1855 a 1858, en que tanto florecieron las letras colombianas: de esa época datan José Joaquín Ortiz, Camacho Roldán, Ancizar, Ricardo Silva, Salgar, Vergara y tantos otros…! Verdad es que el señor Cané declara que «no es su propósito hacer un resumen de la historia literaria de Colombia». Bien está; pero cuando se dedica un capítulo a la inteligencia de un país, preciso es presentarla bajo todas sus faces, mostrar su filiación, recordar sus más ilustres representantes…
El autor de En viaje añade, sin embargo, a renglón seguido: «si he consignado algunos nombres, si me he detenido en el de algunas de las personalidades más notables en la actualidad, es porque, habiendo tenido la suerte de tratarlas, entran en mi cuadro de recuerdos». Valga como excusa, pero es lástima, y grande, que no se haya decidido a examinar con mayor detención tema tan rico como interesante.
En ese capítulo falta, pues, una exposición metódica, no digo de la historia literaria de Colombia, sino del estado actual de la literatura en aquel país; ni se mencionan nombres como los de Borda, Arrieta, Isaacs, Obeso y tantos otros descollantes; nada sobre la Academia, sus trabajos, y, sobre todo, ese inexplicable silencio acerca del periodismo bogotano!
Quizá haya tenido el Sr. Cané alguna razón para incurrir en esas omisiones: sea, pero confieso que no alcanzo cuál puede ser. Lo deploro tanto más cuanto que por las páginas escritas, se deduce con qué humour– para emplear esa intraducible locución – se habría ocupado de toda aquella literatura. Hay, pues, que contentarse con los rápidos bocetos que nos traza.
Pero el Sr. Cané, con esa redacción a la diable– como él mismo la califica – se deja arrastrar de su predilección: acaba de decirnos que sólo se ocupa de las personalidades «que ha tenido la suerte de tratar», y sin embargo, su entusiasmo lo lleva a dedicar gran parte del capítulo a Gutiérrez González, poeta notabilísimo, es cierto, pero que murió en Medellín, el 6 de julio de 1872…
Se ocupa largamente de Rafael Pombo, el famoso autor del canto de Edda, que dio la vuelta a América, y que mereció entre la avalancha de contestaciones, una hermosísima de Carlos Guido y Spano, «Pombo – según el Sr. Cané – es feo, atrozmente feo. Una cabecita pequeña, boca gruesa, bigote y perilla rubia, ojos saltones y miopes, tras unas enormes gafas… Feo, muy feo. Él lo sabe y le importa un pito». Refiere el autor una aventura de la Sra. Eduarda Mansilla de García con Pombo, y a fe que lo hace con chiste y oportunidad.
Dice el Sr. Cané que Rafael Pombo, a pesar de las reiteradas instancias de sus amigos y de ventajosas propuestas de editores, nunca ha querido publicar sus versos coleccionados. Y hace con este motivo una observación que, por cierto, ha de causar alguna extrañeza entre nosotros, porque la costumbre que se observa es diametralmente opuesta. He aquí esa curiosa observación: «Cuántas reputaciones poéticas ha muerto la manía del volumen, y cuántos arrepentimientos para el porvenir se crean los jóvenes que, cediendo a una vanidad pueril, se apresuran a coleccionar prematuramente las primeras e insípidas florecencias del espíritu, ensayos en prosa o verso…»
Pero el Sr. Cané es, a la verdad, un espíritu observador. Véase si no el siguiente chispeante retrato de Diego Fallon, cuyos cantos A las ruinas de Suesca y A la luna son de tan extraordinario