suya, la agüela Picores, una veterana de la Pescadería, enorme, hinchada y bigotuda como una ballena, que hacía cuarenta años tenía aterrados á los alguaciles del Mercado con la mirada de sus ojillos insolentes y las palabrotas de su boca hundida, centro al que convergían como rayos todas las arrugas de su cara.
–¡Recristo! ¿cuánt acabeu?– gritó Dolores con los brazos en jarras, dirigiéndose á los panaderos.
Y éstos, que ya retiraban de la báscula su último saco, contestaban con soeces bromas á las mujeres que, con las manos cruzadas bajo el delantal, aumentaban el volumen de sus vientres, presentando un aspecto grotesco.
Comenzó el peso del pescado; surgieron las riñas de todos los días sobre á cuál le tocaba ir delante. Amenazábanse sin llegar nunca á las manos; la tía Picores intervenía con su vozarrón cascado, que disparaba los insultos como cañonazos; pero Dolores no atendía y dejaba pasar su turno, mirando fijamente al puente, por encima de cuyas barandas veíase avanzar el busto de una rezagada con los brazos en jarras, encorvada bajo el peso de las cestas.
La buena moza reía con expresión diabólica, y cuando aquella mujer estuvo cerca del fielato, rompió en una carcajada insolente, tocando en un brazo á la agüela Picores.
¡Mírela, tía! ¡Siempre llegaba tarde! ¡Claro! ¡con aquella pachorra!.. Cualquier día iba á caérsele lo que llevaba bajo del delantal.
La mujer palideció, y con ademán de cansancio dejó en el suelo las pesadas cestas. Miraba á Dolores con expresión de odio, como si á su vista renaciesen terribles resentimientos, y las dos se midieron de arriba abajo con ojos iracundos.
Dolores se pasaba una mano por bajo la nariz, aspirando con fuerza, como si tomara rapé. Podía sentarse. Debía estar cansada y chorreando por la caminata.
Estos insultos á media voz irritaron á la rezagada… ¿Sentarse? ¿Habráse visto desvergonzada? Ella no podía gastar tartana, pero iba á pie con remuchísima honra; no era como otras que engañaban al marido, dándose buena vida.
¿Por quién decía eso?.. ¿Por ella?.. Y la insolente pescadera, con los hermosos ojos verdes moteados de oro por la ira, avanzó algunos pasos. Pero allí estaba la tía para intervenir, agarrándola con sus arrugadas manazas.
Acababan de pesar sus cestas. Ella no quería líos ni escándalos. ¡Á la tartana! Que se matasen otro rato. Ahora era tarde, y en la Pescadería aguardaban los pescadores. ¡Mirad que les estaba bien, siendo cuñadas!
Y empujando á Dolores con el blanducho vientre, la condujo á su tartana, donde ya estaban las cestas y las otras pescaderas.
La buena moza se dejaba conducir como una niña, pero le temblaban los labios, y al mover el destartalado carromato, lanzó la última amenaza:
– Tú, Rosario, ya se vorem.
¿Verse? Cuando ella quisiera. No tardarían mucho. Y Rosario, mujercita flaca y nerviosa, temblaba también de ira; sus pobres brazos levantaron como si fuesen una paja los pesados cestos que tanto la habían abrumado, arrojándolos con fuerza sobre la báscula.
Comenzaba el día en la ciudad. Pasaban los tranvías repletos de madrugadores; trotaban por parejas los caballos del relevo, dirigidos por muchachos que los montaban en pelo, y por ambos lados del camino desfilaban á la conquista del pan los rebaños de obreros, todavía adormecidos, camino de las fábricas, con el saquito del almuerzo á la espalda y la colilla en la boca.
Rasgábase en densos jirones el vapor gris que entoldaba el espacio, y el sol hacía su aparición triunfal como deslumbrante custodia, casi á ras del suelo, convirtiendo en oro líquido los charcos de lluvia y reflejándose en las fachadas de las casas con rojizo fulgor de incendio.
En las calles comenzaba el movimiento. Iban por las aceras con paso ligero las criadas con sus blancas cestas; los barrenderos amontonaban el barro de la noche anterior; andaban por el arroyo con lento cencerreo las vacas de leche; abríanse las puertas de las tiendas, empavesándose con multicolores muestras, y en su interior sonaba el áspero roce de las escobas arrojando á la calle nubes de polvo, que adquiría una transparencia de oro al filtrarse entre los rayos del sol.
Cuando las tartanas llegaron á la Pescadería, acudieron solícitas las viejas mandaderas á descargar las cestas, ayudando á bajar con servil respeto á las que su miseria hacía considerar como señoras.
Fueron entrando una tras otra, arrebujadas en su mantón, por las puertas angostas, obscuras como rastrillos de cárcel: bocas fétidas que exhalaban el húmedo tufo de la Pescadería.
Ya estaba el mercadillo en movimiento; bajo los toldos de cinc, que todavía goteaban la lluvia de la noche anterior, vaciaban las vendedoras sus cestas en las mesas de mármol, alineando los peces sobre un lecho de verdes espadañas. Las enormes rodajas de los grandes pescados mostraban su carne sanguinolenta; salía de los toneles el género del día anterior, conservado entre hielo, con los ojos turbios y las escamas flácidas, y la sardina amontonábase en democrática confusión junto al orgulloso salmonete y á la langosta de obscura túnica, que agitaba sus tentáculos como si diese bendiciones.
Otras vendedoras ocupaban el lado opuesto del mercadillo: mujeres vestidas de igual modo que las del Cabañal, pero de aspecto más mísero, de rostro más repulsivo.
Eran las pescaderas de la Albufera; las mujeres de un pueblo extraño y degradado que vive en la laguna sobre las barcas chatas y negras como ataúdes, entre espesos cañares, en chozas hundidas en los pantanos, y que en las fangosas aguas encuentra la subsistencia. Eran las hembras de la miseria, con el rostro curtido y terroso, los ojos animados por el extraño fulgor de eternas tercianas y oliendo sus ropas, no al salobre ambiente del mar, sino al tufo del légamo de las acequias, al barro infecto de la laguna que al moverse despide la muerte.
Vaciaban sobre las mesas enormes sacos que palpitaban como seres vivientes, arrojando por sus bocas la rebullente masa de las anguilas contrayendo sus viscosos y negros anillos, enroscándose por la blancuzca tripa é irguiendo su puntiaguda cabeza de culebra. Junto á ellas caían inanimados y blanduchos los pescados de agua dulce: las tencas de insufrible hedor, con extraños reflejos metálicos, semejantes á los de esas frutas tropicales de obscuro brillo que encierran el veneno en sus entrañas.
Entre estas míseras mujeres existían también categorías, y algunas más infelices sentábanse en el suelo húmedo y resbaladizo, entre las filas de mesas, ofreciendo largos juncos, en los que estaban ensartadas las ranas, patiabiertas y con los brazos levantados como bailarinas desnudas.
La Pescadería entraba en movimiento. Comenzaba la afluencia de los compradores, y entre las vendedoras cruzábanse señas misteriosas, gritos de un caló especial que avisaban la llegada de los alguaciles y hacían desaparecer con rapidez de prestidigitación, bajo los delantales y zagalejos, las libras cortas de peso.
Con viejas y mohosas navajas iban abriendo el plateado vientre de los pescados; caían las hediondas entrañas bajo los mostradores, y los perros vagabundos, después de husmearlas, lanzaban un gruñido de asco, huyendo hacia los inmediatos pórticos, donde estaban los puestos de los carniceros.
Las pescaderas, que una hora antes se amontonaban amistosamente en la misma tartana ó ante la báscula del fielato, mirábanse desde sus mesas con hostilidad, cruzando provocativas ojeadas cada vez que se arrebataban un parroquiano.
Una atmósfera de lucha, de ruda competencia, se extendía por el lóbrego mercadillo, que rezumaba humedad y hedor por todas sus baldosas. Gritaban las pescaderas con voces desgarradas; golpeaban sus sucias balanzas por atraer compradores, invitándoles con palabras cariñosas, con ofrecimientos maternales. Y momentos después, las bocas melosas convertíanse con el regateo en orificios de retrete, que arrojaban la inmundicia del lenguaje sobre el rebelde parroquiano, con acompañamiento de insolentes carcajadas de todas las vendedoras, unidas con instintiva solidaridad para insultar al comprador.
La tía Picores mostrábase majestuosa en la alta poltrona, con su blanducha obesidad de ballena vieja, contrayendo el arrugado y velloso hocico y mudando de postura para sentir mejor la tibia caricia del braserillo, que hasta muy entrado el verano tenía entre los pies,