Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 5


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Luidoro, vizconde del Pinar. Esto aumentó aún más su sorpresa:

      – ¿Qué te trae por aquí a estas horas?

      – Tu salvación, desgraciado. Mira, no pierdas tiempo, pues la policía va a llegar de un momento a otro, y si no quieres ir a Melilla o morir fusilado, debes poner inmediatamente pies en polvorosa.

      – Pero, ¿qué maldita broma se te ha ocurrido? ¿Qué es eso? ¿Por qué debo huir?

      – Ya sabes, Esteban, que te conozco bien, y hace tiempo que noto te encuentras metido en terribles compromisos. Si nada te he dicho, es porque no quería meterme voluntariamente en tus líos; pero ahora, que te veo en peligro, el compañerismo me arrastra a intervenir en tus asuntos; conque escápate sin perder tiempo.

      – ¿Pero, por qué? ¡Explícate, con mil demonios!

      – Pues bien; tú eres de los que conspiran con Prim, y hasta creo que posees todos los secretos de la conjuración. Esto lo sabe el Gobierno, y a estas horas ya habrá dado orden para que te prendan.

      Al capitán Alvarez le pareció que el cielo caía sobre su cabeza, y como si sintiera una necesidad imprescindible de protestar contra los sucesos, lanzó una terrible maldición contra la Providencia, capaz de hacerla palidecer de horror, si es que realmente existiese.

      ¡Descubrirse sus trabajos revolucionarios, justamente cuando tan comprometido se hallaba en una aventura amorosa! ¡Verse obligado a huir, teniendo a pocos pasos de allí a la desconsolada Enriqueta, que acababa de sacrificarle su honor!

      El capitán se llevó las manos a la frente, como si no pudiera con aquella fatalidad que sobre él caía.

      El terror que mostraba en su rudo rostro aquel fiel asistente, que mudo y sombrío presenciaba la conversación de los dos militares, demostraba a Alvarez lo terrible de su situación.

      Sin embargo, el infeliz capitán, como todos los desgraciados, no se convencía por completo de su infortunio, y se asía a un rayo de esperanza con la tenacidad desesperada del náufrago.

      – ¿Pero, cómo sabes tú eso? ¿No te habrán engañado?

      – No; ¡mal rayo me parta si lo que te digo es mentira! Aún no hace media hora que, cenando en Fornos con algunos amigos, uno de éstos, que es ayudante del ministro de la Guerra, me ha dicho cómo su superior había conferenciado con el de la Gobernación, ordenando, en vista de pruebas claras y concluyentes, que te detuvieran esta misma noche. Ya ves que la noticia no puede ser más auténtica. Conque no pierdas tiempo y escapa.

      Alvarez estaba aturdido por la noticia. La idea de que para salvarse había de abandonar a Enriqueta, le tenía clavado en aquel sitio, y su indecisión parecía molestar mucho al aristocrático alférez.

      – Mira, Esteban; yo no voy a estarme aquí como un papanatas, esperando que llegue la Guardia civil y me prenda a mí también, sin tener culpa de tus calaveradas. Ya sabes que mis convicciones de familia y mi posición social me impiden mezclarme en aventuras revolucionarias y que sería para mí un terrible descrédito el aparecer complicado en tu proceso. Ahora ya estás avisado de lo que ocurre, y no puedes decir de mí que he sido un mal amigo. Conque… ¡que Dios te proteja!

      Y el vizconde, sin aguardar contestación de su amigo, salió del comedor, y abriendo a tientas la puerta de la habitación, se lanzó en la oscura escalera, bajándola con una rapidez no exenta de peligro en aquellas tinieblas.

      Preocupábale la idea de que los agentes del Gobierno le pillasen dentro de aquella casa, y justamente en el instante que más pavor sentía, oyó el ruido producido por la puerta de la calle al ser abierta y en los primeros peldaños tropezó con un individuo que, a juzgar por cierto roce, estaba ocupado en encender un fósforo.

      El alférez, creyéndose ya cogido, tuvo un arranque de firmeza, y empujando rudamente al desconocido, pasó adelante y ganó el portal, desapareciendo inmediatamente.

      Aquel desconocido quedó por algunos instantes inmóvil y como indeciso, pero por fin encendió el fósforo y continuó subiendo la escalera.

      Mientras tanto, el capitán Alvarez seguía en el comedor, absorto, con la cabeza inclinada, y creyendo que aquella calamidad que sobre él caía, por ser tan inmensa, no podía ser real, sino producto de una pesadilla que le dominaba en aquel instante.

      – ¿Pero, qué hacemos, mi capitán?

      – ¿Qué hacemos? – contestó Alvarez con desesperación – . Pues no lo sé.

      – Yo creo que debemos huir inmediatamente.

      – ¡Abandonar a Enriqueta!

      – ¡Bah! La vida es antes que todo. Piense usted en que si lo cogen, lo fusilan antes de tres días. Bien mirado, esa gente que ahora manda tiene motivos de sobra. Conque… ¿qué es lo que hago?

      – Lo que quieras.

      – Pues huir. Voy a arreglarlo todo en un momento y usted, entretanto, puede despedirse de la señorita, si es que tiene fuerzas para ello.

      Desapareció el asistente, e iba ya a entrar el capitán en la habitación, cuando oyó en la antesala ruido de pasos.

      ¡La policía! Este fué el pensamiento que se le ocurrió inmediatamente a Alvarez. Ya estaban allí sus aprehensores. Sin duda, el aturdido vizconde había dejado abierta la puerta de la habitación, y la policía entraba encontrando el paso franco.

      Entró un hombre en el comedor con el gabán abrochado, y al ver a Alvarez, que vestía de paisano, se quitó cortésmente su sombrero de copa, preguntándole con rapidez:

      – ¿Don Esteban Alvarez? ¿Está visible a estas horas?

      – Soy yo, caballero; ¿quién es usted?

      – Mi nombre es Joaquín Quirós, y soy empleado en el Ministerio de Estado. Vengo aquí comisionado por mi amiga, la baronesa de Carrillo, para buscar a su hermana Enriqueta, y al mismo tiempo, por el deseo de hacer un bien. Si dispusiéramos de más tiempo, le diría los motivos de simpatía que me impulsaron a dar este paso; pero en vista del peligro inmediato que le amenaza, me limito a rogarle que escape usted inmediatamente.

      – ¡Escapar! – dijo Alvarez con desesperación – . ¡Y cómo! ¿Voy a dejar abandonada a esa mujer, que está ahí dentro? Eso sería impropio de un caballero.

      – Huya usted; todo tiene arreglo en este mundo. Lo que no tendría apaño posible es que usted se dejase prender, pues antes de tres días lo fusilarían. Pero, ¿por qué está usted tan quieto? Piense que la policía va a llegar dentro de poco, tal vez ahora mismo, y que un hombre sólo debe despreciar su vida hasta cierto punto. Usted tendrá papeles comprometedores en su poder, y dejando que caigan en manos de la policía, puede causar la ruina de muchas familias. Vamos, señor Alvarez, más decisión, y a huir inmediatamente.

      La consideración de que quedándose en aquel lugar causaba la pérdida de algunos centenares de compañeros, fué lo que hizo salir al capitán de su inercia moral.

      – Para huir – dijo mirando con expresión suplicante a aquel desconocido – , necesito que alguien se encargue de Enriqueta. ¡Si yo tuviera un verdadero amigo!

      – ¿No me tiene usted a mí? – contestó Quirós como escandalizado de que se dudase de su afecto – . Es verdad que usted no me conoce; pero día llegará en que, modestia aparte, me aprecie usted en lo que valgo. En casa de Enriqueta me conocen bien y saben que me desvivo por servir a todo el mundo. Además, entre jóvenes como nosotros, debe reinar siempre cierta simpática solidaridad. Hoy por ti, mañana por mí. Yo me encargo de todo; pero no perdamos el tiempo y resulte todo esto infructuoso. La policía va a llegar, y no es cosa de que nos pille a todos aquí. ¡Vayamos listos, señor Alvarez!

      – ¡Oh! ¡Gracias, gracias! – dijo el capitán enternecido, estrechando con efusión la mano de aquel joven que se le aparecía como un ángel salvador.

      Alvarez, decidido ya a escapar, se dirigió a su cuarto; pero en la puerta encontró a Tomasa, que había estado escuchando la conversación.

      La llegada del vizconde