Blasco Ibáñez Vicente

La araña negra, t. 9


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que iba a desempeñar no era muy agradable; pero la persona que la encomendaba el servicio tenía gran poder sobre ella, disponía de muy contundentes medios para convencerla, y al fin aceptó, marchando la noche siguiente al encuentro de Zarzoso para hacerse su querida, empleando todos los medios de seducción.

      – Lo que pasó después – añadió Judith – lo sabes tú perfectamente.

      – ¿Pero quién fué el hombre que te indujo a tomar parte en tan repugnante intriga?

      La joven intentó resistirse a contestar; pero cuando Zarzoso nombró al modelo italiano, ella, turbada por las amenazas de muerte, contestó con un signo afirmativo.

      – Ya le ajustaré yo las cuentas a ese bandido napolitano. Pero ¿qué interés puede tener ese hombre, que no me conoce, en labrar mi perdición?

      – Eso es lo que yo me he preguntado muchas veces, sin poder darme una contestación definitiva. El no te conoce, es verdad, y por esto mismo no he podido nunca comprender por qué trabajaba contra tí.

      La modelo quedó silenciosa por algunos instantes, y después añadió con tono sentencioso:

      – Mira, querido; tú por algún oculto motivo debes serles odioso a los curas de tu país.

      – ¿Por qué dices eso?

      – Porque Luigi es protegido desde la niñez por los padres jesuítas, a quienes servía ya cuando estaba en Nápoles. Ellos fueron los que le salvaron cuando le iban buscando por dos o tres puñaladas que dió allá, y los que le trajeron a París poniéndole en camino para que fuese un buen modelo. Es el perro de los jesuítas; hace cuanto le dicen, y si le mandan morder, muerde. En este asunto deben tener mucha participación los protectores de Luigi: esto es lo que yo he creído siempre.

      Zarzoso hizo un gesto que indicaba su inmensa sorpresa y quedó pensativo, mientras que Judith seguía hablando, deseosa de sincerarse ante aquel muchacho, al que había cobrado cariño desde que apreció la fuerza de sus puños.

      Al faltar Zarzoso a la primera cita que le dió Judith recomendáronla a ésta que fuese a encontrarle, y cuando hacía ya con él vida marital, le ordenaron que buscara, entre los efectos de su nuevo amante, una cajita en que guardaba todos los recuerdos de su antiguo amor. Judith debía de robar uno de éstos, que, según le decía Luigi, era para enviarlo a Madrid con el propósito de que la novia de Zarzoso se convenciera de que éste ya no la amaba y romper de este modo completamente unas relaciones que estorbaban a la familia.

      La rubia, al revolver aquella caja de recuerdos, escogió el papel con el rizo que contenía, y por indicación del mismo modelo italiano, puso allí la primera grosería que se le ocurrió para desesperar a la desconocida muchacha de Madrid.

      – Ahí tienes cuanto ha ocurrido, vida mía – decía la rubia fijando una mirada amorosa en el indignado Zarzoso – . He sido ligera, lo sé; he obrado como siempre, con aturdimiento; pero al fin y al cabo lo hacía por tu bien, creyendo librarte de un matrimonio que no te convenía, y espero que me perdonarás. Además, te quiero mucho, te amo desde que me he convencido de que eres todo un hombre.

      Y ya levantada del suelo, avanzaba con los brazos abiertos hacia Zarzoso para darle un estrecho abrazo.

      El joven la rechazó con un violento empujón que la hizo chocar las espaldas contra la pared, y señalando la puerta, dijo con acento imperioso:

      – ¡Márchate en seguida, perra inmunda! Me has hecho mucho daño, y si no te vas pronto, tal vez me acometa el furor y sea capaz de convertirme en asesino.

      Y diciendo esto, contemplaba con torva mirada un cajón de su mesa de escribir, en el que tenía una gran navaja jerezana, comprada en París, más por españolismo que porque necesitase de ella.

      Aquella mirada dejó fría a Judith y le produjo mayor terror que los golpes de antes. Como la mayoría de las mujeres de su clase, tenía un miedo casi supersticioso a las armas blancas y siempre lanzaba exclamaciones de terror cuando a Zarzoso, al revolver sus papeles, se le ocurría abrir la navaja.

      La posibilidad de que el joven sacase del cajón la terrible arma la impresionó de tal modo, que, pálida, silenciosa y con actitud sumisa púsose su sombrero y su abrigo, y llamó a Nemo, perro discreto y bien educado que había presenciado filosóficamente desde un rincón la anterior paliza, como acostumbrado a que a su ama le hiciesen tal clase de caricias.

      Cuando Judith, siempre bajo la amenazante minada de Zarzoso, hubo acabado de arreglarse y salió del cuarto, se detuvo en el pasillo, pensando que una mujer como ella no podía retirarse así, sumisa y atemorizada como una cualquiera. Llamó en su auxilio a su bravía altivez, hizo asomar a sus labios la sonrisa cínica que la caracterizaba y con voz irónica, que parecía el silbido de una víbora, dijo, inclinando el cuerpo como dispuesta a huir:

      – Mira, niño; si no me despacharas yo te hubiera dado pelo igual al que tenías de esa muchacha. ¡Pobre chica, ir a darse un tijeretazo tan lejos de la cabeza! Lo que yo he escrito en ese papel, es la pura verdad.

      Aun quiso Judith desahogar su despecho con mayores indecencias, pero el latigazo que aquella perdida descargaba sobre la honra de María enfureció nuevamente a Zarzoso, el cual se abalanzó al pasillo con propósito de estrangular a la infame; pero cuando llegó allí, ya la rubia, seguida de su perro, bajaba apresuradamente la escalera del hotel.

      En el portal tropezó violentamente con un hombre que entraba sacudiéndose la lluvia.

      Era Agramunt, que acababa de dejar en la calle del Sena al desconsolado criado de don Esteban y que volvía al hotel a despojarse de su traje negro de ceremonia antes de ir al restaurante.

      Fijóse en Judith, que pasó lanzándole iracundas miradas. En su rostro desordenado y marcado por las huellas de los golpes, adivinó que había pasado algo grave entre los dos amantes, y vió cómo la rubia, andando con paso inseguro y sin hacer caso de la lluvia, se hundía en la húmeda oscuridad de la plaza, cuyos reverberos alumbraban inciertamente a causa de las ráfagas del huracán.

      Agramunt, alarmado por aquel encuentro, subió rápidamente al segundo piso.

      Al entrar en el cuarto de Zarzoso, vió algunas sillas volcadas, una cortina rota y una porción de desperfectos que indicaban una reciente lucha. Zarzoso estaba doblado al borde de la cama con la cabeza entre las manos.

      – ¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí? – gritó asustado el buen muchacho.

      Zarzoso levantó su cabeza, en la que se retrataba el más terrible asombro, y se abalanzó a su amigo, exclamando con voz conmovida, por penoso estertor:

      – ¡Ay, Pepe! ¡Pepe mío! Soy muy desgraciado.

      Y como el niño enfermo que cree huir del dolor arrojándose en brazos de su madre, Juanito Zarzoso dejó caer su cabeza sobre el hombro de Agramunt, y después de agitarse su pecho con un supremo estertor, rompió a llorar copiosamente.

      DECIMA PARTE

      EL CASAMIENTO DE MARIA

      PARTE PRIMERA

      I

      Sospechas

      Hacía más de un mes que María Quirós se mostraba triste y preocupada por alguna oculta idea que en vano intentaba descubrir su tía, doña Fernanda.

      La baronesa, por más esfuerzos de imaginación que hacía, no lograba adivinar la causa de aquella continua preocupación. Ella, siguiendo los consejos del padre Tomás, se desvivía por hacer agradable la vida de su sobrina, y a pesar de que comenzaba a cansarla aquel renacimiento de su existencia elegante, no perdonaba fiesta alguna y asistía con María a todos los bailes de la alta sociedad y a los estrenos en los principales teatros.

      Su sobrina se dejaba arrastrar a todas las fiestas, demostrando que eran impotentes tales diversiones para devolverle la perdida alegría, y doña Fernanda, con no poca sorpresa, vió varias veces en sus ojos la señal de haber llorado cuando se encerraba en su cuarto.

      Esta conducta era incomprensible para doña Fernanda, tanto más, cuanto que habituada de antiguo al espionaje