Fromentin Eugène

Fiebre de amor (Dominique)


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le hubiera distinguido de los trabajadores si éstos no le llamasen «señor nostramo».

      – No se disculpe usted – le dijo al doctor que pedía excusa por la hora y el momento elegidos para nuestra visita, – porque de otro modo tendría yo sobrados motivos para pedir disculpa a mi vez.

      Y creo bien – tan desembarazadamente y con tanta finura nos hizo los honores de su lagar, – que no tuvo más fastidio que el de la dificultad de procurarnos cómodo asiento en aquel sitio.

      Nada diré de nuestra conversación – la primera que sostuve con un hombre con quien he hablado mucho después. – Sólo recuerdo que después de haber discutido sobre vendimia, cosechas, caza y otros asuntos de campo, el nombre de París surgió de pronto como inevitable antítesis de todas las simplicidades y todas las rusticidades de la vida.

      – ¡Ah, eran aquéllos los buenos tiempos! – dijo el doctor, en quien el nombre de París despertaba siempre cierto sobresalto.

      – ¡Todavía añoranzas! – replicó el señor Domingo.

      Y dijo esta frase con un acento particular, – más expresivo que las mismas palabras, cuyo verdadero sentido hubiese querido penetrar.

      Salimos cuando los vendimiadores iban a cenar. Era ya tarde y sólo nos restaba regresar a Villanueva. Él señor Domingo nos guió por una avenida que rodeaba el jardín, cuyos límites se confundían vagamente con los árboles del parque, y después por una ancha terraza que abarcaba toda la fachada de la casa. Al pasar por delante de una habitación alumbrada, cuya ventana estaba abierta al tibio ambiente de la noche, vi a la joven esposa bordando sentada cerca de dos lechos gemelos. Nos separamos en la verja de entrada. La luna alumbraba de lleno el patio de honor a donde no llegaba el movimiento de la granja. Los perros, cansados después de un día de caza, con la cadena al cuello, dormían delante de sus respectivos nichos, tendidos cuan largos eran sobre la arena. En los grupos de lilas removíanse los pajarillos como si la espléndida claridad de la noche les hiciera creer que amanecía. Ya nada se oía del baile interrumpido por la cena en la casa de Trembles y los alrededores, todo reposaba ya en el más grande silencio, y esta absoluta ausencia de ruidos aliviaba la impresión del que acompañaba, al biniou.

      Pocos días después, al regresar a casa encontramos dos tarjetas del señor de Bray, que había ido a visitarnos, y al siguiente nos llegó una invitación a nombre de la señora de Bray, pero escrita por su marido: se trataba de una comida en familia ofrecida a los vecinos, la cual se rogaba amablemente fuera aceptada.

      Esta nueva entrevista – la primera, puede decirse, que me dio entrada en el castillo de Trembles – tampoco ofreció nada memorable, y de ella no hablaría, a no ser porque me cumple decir dos palabras con respecto a la familia del señor Domingo. Se componía de tres personas cuyas siluetas fugitivas había ya visto desde lejos en medio de las viñas: una niña morena, llamada Clemencia, un niño rubio, delgadito, que crecía demasiado de prisa y que ya prometía llevar el nombre mitad feudal y campesino de Juan de Bray, con más distinción que vigor. En cuanto a la madre era una esposa y una madre en la más elevada acepción de las dos palabras: ni matrona, ni jovenzuela; de pocos años, pero con una madurez y una dignidad perfectas apoyadas en el sentimiento bien comprendido de su doble papel; hermosos ojos en un rostro indeciso; mucha dulzura en su gesto mezclada con cierta expresión sombría, debida acaso al constante aislamiento; porte gentil y maneras elegantes.

      Aquel año nuestras relaciones no fueron muy lejos: una o dos partidas de caza a las cuales me invitó el señor de Bray; algunas visitas recibidas y devueltas que me hicieron conocer mejor los caminos del castillo, pero no me abrieron las avenidas discretas de su amistad. Llegado noviembre, abandoné, pues, Villanueva sin haber penetrado en la intimidad del «feliz matrimonio», que así resolvimos designar el doctor y yo a los dichosos castellanos de Trembles.

      II

      La ausencia causa efectos singulares. Lo comprobé durante aquel primer año de alejamiento que me separó del señor Bray sin que el más leve motivo directo pareciese evocar en uno el recuerdo del otro.

      La ausencia une y desune: tanto acerca como aleja: hace recordar y olvidar; relaja ciertos vínculos muy sólidos, los distiende a veces hasta romperlos: hay alianzas reconocidas indestructibles en las cuales ocasiona irremediables averías: acumula mundos de indiferencia sobre promesas de eterna recordación. Y al mismo tiempo, de un germen imperceptible, de un vínculo inadvertido, de un «adiós, señor», que no debía tener ningún alcance compone, con una insignificancia, tejiéndolos yo no sé cómo, una de esas tramas tan vigorosas sobre las cuales dos amistades masculinas pueden muy bien subsistir por todo el resto de la vida, porque tales lazos son de imperecedera duración. Las cadenas formadas de ese modo, sin saberlo nosotros, con la sustancia más pura y más vivaz de nuestros sentimientos, por aquella misteriosa obrera son a la manera de un intangible rayo de luz que va del uno al otro sin que lo interrumpan ni desvíen la distancia ni el tiempo: el tiempo las fortifica y la distancia puede prolongarlas indefinidamente sin romperlas. La añoranza no es en tales casos más que el movimiento un poco más rudo de esos hilos invisibles anudados en las profundidades del corazón y del alma, cuya extrema tensión hace sufrir. Pasa un año: la separación fue sin decirse «hasta la vista»: se produce un reencuentro inesperado: y durante ese tiempo la amistad ha hecho en nosotros tales progresos que todas las barreras han caído, todas las precauciones han desaparecido. Aquel largo intervalo de doce meses, gran espacio de vida y de olvido, no ha contado un solo día inútil: y esos doce meses de silencio han determinado la necesidad mutua de confidencias con el derecho más sorprendente aun de confiar.

      Un año justo hacía que había ido por vez primera a Villanueva cuando volví a él atraído por una carta del doctor, en la cual me decía: «En la vecindad se habla de usted y el otoño es soberbio; venga usted.» Llegué sin hacerme esperar, y cuando una noche de vendimia, después de un día tibio, de espléndido sol, en medio de iguales ruidos que antaño, traspuse, sin anunciarme, los umbrales de Trembles, vi que la unión de que he hablado estaba formada y que la ingeniosa ausencia la había operado sin nosotros y para nosotros.

      Era yo un huésped esperado que volvía, que debía volver, y que una vieja costumbre había hecho familiar de la casa. ¿No me encontraba a mi vez completamente a mi satisfacción? Aquella intimidad, que comenzaba apenas, ¿era antigua o nueva? No podría afirmarlo: de tal modo la intuición de las cosas me había hecho vivir largamente en medio de ellos: tanto la sospecha que de ellos tenía asemejaba la costumbre.

      Muy pronto la servidumbre me conoció: los dos perros no ladraban cuando llegaba al patio: la pequeña Clemencia, y Juan se habituaron a verme y no fueron por cierto los últimos en experimentar el grato efecto del regreso y la inevitable relación de los hechos que se repiten.

      Más adelante se me llamó ya por mi nombre sin suprimir en absoluto la fórmula de precederlo por la palabra señor, pero olvidándola con mucha frecuencia. Sucedió después que el «señor de Bray» – yo decía ordinariamente señor de Bray – no estuvo de acuerdo con el tono de nuestras conversaciones: y cada uno de nosotros lo advirtió como nota desafinada que hiere el oído. En realidad nada parecía haber cambiado en Trembles: ni los lugares ni nosotros mismos: y teníamos el aspecto – de tal modo era todo tan idéntico a lo de antes, las cosas, la época, la estación y hasta los pequeños incidentes de la vida – de festejar día tras día el aniversario de una amistad que no tenía data.

      La vendimia se hizo y se terminó igual que los años precedentes, con las mismas fiestas, iguales danzas, al son de la misma cornamusa manejada por el mismo músico. Después, arrumbada la cornamusa, desiertas las viñas, cerrados los lagares, la casa tornó a su calma ordinaria. Durante un mes los brazos descansaron y los campos se cubrieron de verdura: fue ese mes de reposo especie de vacación rural que dura de octubre a noviembre – después de la última recolección hasta la siembra, – que resume los días buenos, que trae, como un desfallecimiento de la estación, calores tardíos precursores de los primeros fríos. Por fin, una mañana salieron los arados; pero nada menos parecido al ruido de la vendimia que el triste y silencioso monólogo del labriego conduciendo los bueyes de labor y el gesto sempiterno del sembrador distribuyendo el grano en la tierra roturada.

      Trembles era una