a caballo, con escopetas de rueda, y los de a pie, con dardos y espadas; y que así como Sancho Panza los vido, dijo:
– Ésta es cadena de galeotes, gente forzada del rey, que va a las galeras. – ¿Cómo gente forzada? – preguntó don Quijote – . ¿Es posible que el rey haga fuerza a ninguna gente?
– No digo eso – respondió Sancho – , sino que es gente que, por sus delitos, va condenada a servir al rey en las galeras de por fuerza.
– En resolución – replicó don Quijote – , comoquiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan, van de por fuerza, y no de su voluntad.
– Así es – dijo Sancho.
– Pues desa manera – dijo su amo – , aquí encaja la ejecución de mi oficio: desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables.
– Advierta vuestra merced – dijo Sancho – que la justicia, que es el mesmo rey, no hace fuerza ni agravio a semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos.
Llegó, en esto, la cadena de los galeotes, y don Quijote, con muy corteses razones, pidió a los que iban en su guarda fuesen servidos de informalle y decille la causa, o causas, por que llevan aquella gente de aquella manera. Una de las guardas de a caballo respondió que eran galeotes, gente de Su Majestad que iba a galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber.
– Con todo eso – replicó don Quijote – , querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia.
Añadió a éstas otras tales y tan comedidas razones, para moverlos a que dijesen lo que deseaba, que la otra guarda de a caballo le dijo: – Aunque llevamos aquí el registro y la fe de las sentencias de cada uno destos malaventurados, no es tiempo éste de detenerles a sacarlas ni a leellas; vuestra merced llegue y se lo pregunte a ellos mesmos, que ellos lo dirán si quisieren, que sí querrán, porque es gente que recibe gusto de hacer y decir bellaquerías.
Con esta licencia, que don Quijote se tomara aunque no se la dieran, se llegó a la cadena, y al primero le preguntó que por qué pecados iba de tan mala guisa. Él le respondió que por enamorado iba de aquella manera. – ¿Por eso no más? – replicó don Quijote – . Pues, si por enamorados echan a galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas.
– No son los amores como los que vuestra merced piensa – dijo el galeote – ; que los míos fueron que quise tanto a una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente que, a no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta agora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fue en fragante, no hubo lugar de tormento; concluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres precisos de gurapas, y acabóse la obra.
– ¿Qué son gurapas? – preguntó don Quijote.
– Gurapas son galeras – respondió el galeote.
El cual era un mozo de hasta edad de veinte y cuatro años, y dijo que era natural de Piedrahíta. Lo mesmo preguntó don Quijote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste y malencónico; mas respondió por él el primero, y dijo:
– Éste, señor, va por canario; digo, por músico y cantor.
– Pues, ¿cómo – repitió don Quijote – , por músicos y cantores van también a galeras?
– Sí, señor – respondió el galeote – , que no hay peor cosa que cantar en el ansia.
– Antes, he yo oído decir – dijo don Quijote – que quien canta sus males espanta.
– Acá es al revés – dijo el galeote – , que quien canta una vez llora toda la vida.
– No lo entiendo – dijo don Quijote.
Mas una de las guardas le dijo:
– Señor caballero, cantar en el ansia se dice, entre esta gente non santa, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias, y, por haber confesado, le condenaron por seis años a galeras, amén de docientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo y triste, porque los demás ladrones que allá quedan y aquí van le maltratan y aniquilan, y escarnecen y tienen en poco, porque confesó y no tuvo ánimo de decir nones. Porque dicen ellos que tantas letras tiene un no como un sí, y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida o su muerte, y no en la de los testigos y probanzas; y para mí tengo que no van muy fuera de camino.
– Y yo lo entiendo así – respondió don Quijote.
El cual, pasando al tercero, preguntó lo que a los otros; el cual, de presto y con mucho desenfado, respondió y dijo:
– Yo voy por cinco años a las señoras gurapas por faltarme diez ducados. – Yo daré veinte de muy buena gana – dijo don Quijote – por libraros desa pesadumbre.
– Eso me parece – respondió el galeote – como quien tiene dineros en mitad del golfo y se está muriendo de hambre, sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo porque si a su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano y avivado el ingenio del procurador, de manera que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodover, de Toledo, y no en este camino, atraillado como galgo; pero Dios es grande: paciencia y basta.
Pasó don Quijote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro con una barba blanca que le pasaba del pecho; el cual, oyéndose preguntar la causa por que allí venía, comenzó a llorar y no respondió palabra; mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo:
– Este hombre honrado va por cuatro años a galeras, habiendo paseado las acostumbradas vestido en pompa y a caballo.
– Eso es – dijo Sancho Panza – , a lo que a mí me parece, haber salido a la vergüenza.
– Así es – replicó el galeote – ; y la culpa por que le dieron esta pena es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo. En efecto, quiero decir que este caballero va por alcahuete, y por tener asimesmo sus puntas y collar de hechicero.
– A no haberle añadido esas puntas y collar – dijo don Quijote – , por solamente el alcahuete limpio, no merecía él ir a bogar en las galeras, sino a mandallas y a ser general dellas; porque no es así comoquiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía ejercer sino gente muy bien nacida; y aun había de haber veedor y examinador de los tales, como le hay de los demás oficios, con número deputado y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se escusarían muchos males que se causan por andar este oficio y ejercicio entre gente idiota y de poco entendimiento, como son mujercillas de poco más a menos, pajecillos y truhanes de pocos años y de poca experiencia, que, a la más necesaria ocasión y cuando es menester dar una traza que importe, se les yelan las migas entre la boca y la mano y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante y dar las razones por que convenía hacer elección de los que en la república habían de tener tan necesario oficio, pero no es el lugar acomodado para ello: algún día lo diré a quien lo pueda proveer y remediar. Sólo digo ahora que la pena que me ha causado ver estas blancas canas y este rostro venerable en tanta fatiga, por alcahuete, me la ha quitado el adjunto de ser hechicero; aunque bien sé que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad. – Así es – dijo el buen viejo – , y, en verdad, señor, que en lo de hechicero que no tuve culpa; en lo de alcahuete, no lo pude negar. Pero nunca pensé que hacía mal en ello: que toda mi intención era que todo el mundo se holgase y viviese en paz y quietud, sin pendencias ni penas; pero no me aprovechó nada este buen deseo para dejar de ir adonde no espero volver, según me cargan los años y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar