sus plantas
ansiosos ponen,
sin que una vaga,
leve sonrisa
conmueva plácida
su hermosa boca,
ni en dulce llama
sus negros ojos
lucientes ardan?
¿Por qué tal pena,
desdicha tanta?
Y cual si el sueño
que á Ataide embarga
fuese un conjuro
que la evocára,
en los fulgores
raudos de plata
que á la corriente
la luna arranca,
Leila aparece
trasfigurada,
los negros ojos
ardiendo en llamas,
voraz sonrisa
mostrando avara,
suelta la luenga
crencha dorada,
que en su aureola
radiante baña
las maravillas
de su garganta,
sus curvos hombros,
su seno que alza
aliento inmenso
que gime y canta
y en poderoso
volcan estalla.
Leila le absorbe,
Leila le abarca
en el encanto
de su mirada,
Leila le expresa
cuantas fragancias,
cuantas ternuras
enamoradas,
las almas sienten
que se embriagan
en el misterio
que amor se llama.
Dura un momento
la vision mágica,
la onda en que flota
léjos la arrastra,
y Ataide dice
con voz que espanta:
– ¡Hay vida triste!
¡Corriente amarga!
IX
Ya el crepúsculo en la noche
lentamente se va hundiendo;
con más esplendor la luna
brilla en el límpido cielo,
y en la inmensidad perdidos
resplandecen los luceros.
Es ya tarde: cuidadosa,
sin duda en ferviente rezo,
la infeliz Ayela aguarda
al hijo que es su consuelo,
su solo amor en el mundo,
su solo dolor acerbo.
De la piedra se alza Ataide
conmovido y macilento,
y sobre su res se inclina,
cuando un cavernoso estruendo,
atronador, formidable,
indescriptible, siniestro,
voz pavorosa de muerte,
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