además, hermafrodita (Ishtar barbata). Como soberana del «Gran Reino de Arriba», también le habría gustado reinar en el Mundo de los Infiernos. Para ello habría llegado incluso a descender a él y a franquear las siete puertas,[20] desprovista de todos sus aderezos, antes de aparecer totalmente desnuda ante la muerte.
La versión sumeria de este «descenso a los Infiernos» fue profundamente «humanizada», mientras que la versión propiamente acadia, que incluía la intervención directa de los grandes dioses en este trágico episodio, abandonaba toda su dimensión simbólica al asociar la desaparición de Ishtar a la de la vida sobre la Tierra (así como, tal vez, al «deseo»… ¡de existir!), justificando de esta manera su intervención para librarla de la inexorable muerte.
Como apunta tan acertadamente Mircea Eliade,[21] la catástrofe se revelaba extremadamente importante y, por tanto, de proporciones cósmicas.
El esposo de Ishtar, Tammuz,[22] tuvo que reemplazarla en los Infiernos a mediados del año (a partir del 18 del mes de Tammuz – periodo de junio a julio–) y se instauraron lamentaciones rituales en honor al joven dios.
Este dios, que habría reinado durante el descenso a los Infiernos de Ishtar, su esposa, sería asociado con suma rapidez al soberano sumerio o acadio y a su «muerte ritual», misterio instituido por Ishtar-Inanna, asegurando el ciclo universal de la vida y la muerte. El rey (de derecho divino), por tanto, era considerado «hijo de Dios» y su representante en la Tierra, y sufría una iniciación ritual en cada nuevo año en la fiesta de Zagmuk (en acadio, Akitu).[23]
Su templo-palacio, el zigurat, inmenso edificio piramidal, a modo de torre de siete plantas,[24] garantizaba la comunicación entre la Tierra y los dioses del Cielo que, además, se suponía que revelaban el plano de los templos. La referencia a los astros era constante, ya que las constelaciones constituían los arquetipos de ciudades babilonias: Arturo y Asur, la Osa Mayor y Nínive, Cáncer y Sippar, etc.
Los primeros indicios del «Diluvio» en la historia
Los dioses, ante la insumisión humana generalizada, decidieron destruir la humanidad entera – a pesar de la oposición de algunos de ellos–, excepto a Ziusudra,[25] soberano justo y piadoso al que los dioses ordenaron que construyera un arca salvadora para escapar al cataclismo diluviano:
Pasados siete días y siete noches en que el Diluvio había barrido la tierra y el enorme barco se había bamboleado entre las aguas tormentosas, apareció Utu [dios del Sol], el que reparte la luz en el cielo y la tierra. Ziusudra abrió una ventana de su barco y Utu permitió a sus rayos entrar en el gigantesco barco. El rey Ziusudra se postró ante Utu. El rey inmoló un buey y mató un carnero para él. […]
Entonces el rey Ziusudra se postró ante Anou y Enlil. Anou y Enlil cuidaron de Ziusudra: le dieron una vida como la de un dios, un hálito eterno como el de un dios. Entonces el rey Ziusudra, que conocía el nombre de la vegetación y de la simiente del género humano en el país de paso, en el país de Dilmun, allí donde sale el sol, fue instalado por los dioses.[26]
Sin embargo, a diferencia de Noé, que fue rescatado del Diluvio en la tradición hebrea, los dioses no permitieron a Ziusudra vivir en esta nueva tierra emergida, sino que le invitaron a ir al país de Dilmun, donde le esperaba la inmortalidad.
Asimismo, encontramos una evocación importante del Diluvio en la célebre Epopeya de Gilgamesh, el héroe «herculano» de la tradición mesopotámica.[27]
La Epopeya de Gilgamesh
Gilgamesh era hijo de la diosa Niusun y de un gran sacerdote de la ciudad de Uruk. Aparece muy pronto en el relato como un ser excepcional, pero también como un tirano. El pueblo, por tanto, habría recurrido a los dioses para deshacerse de una carga así, y estos habrían creado al gigante Enkidu con el fin de que se enfrentase a Gilgamesh.
Enkidu era un ser medio salvaje que vivía entre los animales. Gracias a la intervención de una hechicera, llega a Uruk, donde Gilgamesh lo espera para mantener una batalla con él. A pesar de la fuerza muscular excepcional de Enkidu, Gilgamesh consigue salir victorioso de la prueba organizada por los dioses.
Curiosamente, el héroe de Uruk se hace amigo de su adversario, que desde entonces se convierte en su inseparable compañero. Y así es como deciden llevar a cabo múltiples hazañas juntos, empezando por un combate con el monstruo Huwawa (Humbaba), del que saben, gracias a Enkidu, que vive en un bosque de cedros (¡árbol sagrado donde los haya!) y que hasta el momento nadie lo ha vencido.
Los rugidos de Humbaba son los del diluvio,
su boca es fuego,
su aliento es la muerte segura.
¿Por qué deseas emprender este viaje?
Humbaba es invencible.
Se inicia un combate terrible, tan violento que Shamash, el dios sol, se ve obligado a intervenir desencadenando un huracán para abatir al monstruo y acabar con el combate. Huwawa pide entonces perdón. Gilgamesh, por su parte, está dispuesto a perdonarle la vida, pero Enkidu se niega, y ambos héroes matan al monstruo decapitándolo con violencia, después de cortar también su cedro sagrado.[28]
Luego, los dos amigos vuelven a Uruk, donde la diosa Ishtar espera el regreso de Gilgamesh para seducirlo. Sin embargo, el héroe, lejos de sucumbir al inagotable encanto de la diosa, la rechaza: «Tienes demasiados amantes y todos han pagado muy caros tus favores».
Ishtar, furiosa por haber sido rechazada de ese modo, suplica a su padre, el dios An, que cree al invencible «Toro celestial» para que mate a Gilgamesh y destruya la ciudad de Uruk. An se niega al principio a cumplir los deseos desesperados de su hija, pero luego, amenazado por esta con ver resurgir el «Mundo de los Infiernos» a la superficie de la Tierra, acaba cediendo a su petición. Y así es como tiene lugar una terrible lucha entre el fabuloso toro y nuestros dos héroes, mientras la mayoría de los miembros de la ciudad quedan aterrorizados con sólo oír los rugidos del monstruo. Enkidu, no obstante, consigue atraparlo por la cola, mientras Gilgamesh lo atraviesa con su espada. Ishtar lo maldice al instante, pero Enkidu la injuria blandiendo el muslo del toro que acaba de arrancar.
Y es en ese instante cuando Enkidu atrae sobre sí mismo la maldición de los dioses, como evoca al día siguiente, después de un sueño:
He tenido un sueño esta noche:
el cielo tronaba,
la tierra le respondía
y yo estaba de pie entre ambos,
cuando un hombre de rostro sombrío
apareció ante mí.
Su rostro se parecía al de Anzou.
Sus uñas eran garras de águila.
Me desvistió
y me cogió entre sus garras,
me apretó y perdí el aliento;
transformó mi apariencia,
mis brazos se volvieron
alas de ave cubiertas de plumas;
me aferró, me apretó.
Me llevó hacia la morada sin retorno,
me llevó hacia la ruta sin retorno,
hacia la morada de la eterna oscuridad.
Enkidu, que cae misteriosamente enfermo esa misma mañana, víctima