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Introducción
Hablar del diablo siempre es arriesgado, dada la gran cantidad de datos que se poseen sobre este tema. Concretamente, existe el peligro de no lograr dar un cuadro general exhaustivo de los muchos temas que conforman la historia y la cultura del ángel caído.
Todas las formas de análisis de esta figura chocan con dos grandes problemas: el primero es de orden filológico, el segundo, psicológico.
Desde el primer punto de vista, el diablo es un tema sobre el cual los teólogos se interrogan desde hace mucho tiempo, proponiendo unas interpretaciones «cultas» de este ser, pero siempre acaban dando una visión muy alejada de la figura naif que se tiene en nuestras tradiciones y en el imaginario colectivo.
Existe, por tanto, un contraste entre lo que los estudiosos de la religión definen como diablo, y lo que desde siempre acompaña a la representación que cada uno se hace de esta criatura.
El segundo aspecto es de carácter psicológico, ya que el diablo provoca en las personas, incluso entre los no creyentes, una especie de inquietud, una sensación que va más allá de la fe y de la religión misma.
El diablo se asocia a menudo con el mal, en el sentido amplio del término, sin ninguna precisión de carácter antropológico. Puede ser el señor de las sombras, con características que son de sobras conocidas por una vasta iconografía, pero también puede ser algo indefinido, muy presente en las muchas facetas de la existencia humana.
Por esta razón, entre voluntad de representación, casi un poco infantil, y profunda reflexión sobre la efectiva esencia del mal, la relación de la humanidad con el demonio está condicionada por un pesado velo de ambigüedad que, de hecho, es la prerrogativa específica de quien fue un ángel, convirtiéndose a continuación en el emblema de la parte oscura del hombre y de su historia.
Este libro intenta dibujar una breve historia del diablo, analizar las características más destacadas y las numerosas peculiaridades que lo vinculan a la experiencia humana. Las fuentes de referencia han sido los textos básicos de las religiones, las pistas halladas en documentos apócrifos, en la tradición popular, en las distintas manifestaciones del arte y de las crónicas. Con toda esa información útil se ha podido trazar el perfil de un «personaje» de la tradición religiosa que, mal que nos pese, continúa inquietándonos.
El mito de la caída
En el principio del mal está él: la criatura perfecta cuyo nombre antiguamente indicaba la estrella de la mañana.
Lucifer, portador de luz, se liga al mito de la caída del ser celeste y, de hecho, se define en la figura del diablo, que encuentra en el profeta Isaías (14, 12) una designación precisa:
¡Cómo has caído del cielo,
astro de la mañana, hijo de la aurora!
Como si te hubieras precipitado a tierra,
tú que agredías a todas las naciones.
Luego fueron los Padres de la Iglesia los que acordaron este fragmento del Antiguo Testamento con el Evangelio de San Lucas, donde aparece un versículo en el que Jesucristo dice haber visto la caída del ángel rebelde: «Yo veía a Satanás precipitarse desde el cielo como un rayo» (Lucas 10, 18).
La referencia a Lucifer es también evidente en el Apocalipsis (12, 7–9), cuya imagen del ángel caído es empleada para representar una de las cuatro desgracias que se abalanzaron sobre los hombres; además, también es descrito en el Apocalipsis (8, 8–9):
Como una enorme masa incandescente cayó al mar; la tercera parte del mar se convirtió en sangre, por lo que la tercera parte de los seres marinos dotados de vida murió, y la tercera parte de las embarcaciones pereció.
San Ambrosio, en el siglo IV, identificó a Lucifer con el gran dragón descrito en el Apocalipsis (12, 7–9), oficializando de este modo el símbolo de las tinieblas separadas de la luz en el momento de la creación del mundo.
El matrimonio del cielo y del infierno (William Blake}
La figura de Lucifer ha sido siempre objeto de reflexión, tanto por parte de los teólogos cristianos como hebreos y musulmanes. En general, su historia está marcada por algunos aspectos muy definidos:
• Lucifer (ángel supremo);
• rebelión contra Dios;
• caída con sus secuaces al Infierno;
• encadenamiento en el Infierno hasta el Juicio Final.
En algunas interpretaciones, Lucifer está transformado en un animal monstruoso. Sin embargo, no está claro si este aspecto se mantiene en el tiempo, o sólo es una semblanza que puede adoptar el ángel rebelde.
Tomás de Aquino (1221–1274), en las «Cuestiones» L–LXIV de la Summa theologica, ponía en evidencia el modo y los efectos de la rebelión de Lucifer y de los otros ángeles que entraron en conflicto con Dios:
• los demonios, cuando desearon ser iguales que Dios, cometieron pecado de orgullo;
• los demonios no son malvados por naturaleza, sino que se vuelven malvados por propia voluntad;
• la caída del demonio no fue simultánea con su creación, ya que, si hubiera sido así, la causa del mal sería atribuible a Dios;
• el demonio fue, en los orígenes, el ángel de más alta jerarquía;
• el número de ángeles caídos es menor que el de los que guardaron fidelidad a Dios;
• los demonios no conocen las verdades últimas;
• los demonios están totalmente entregados al mal;
• los demonios sufren penas que, sin embargo, no son de carácter sensible;
• los demonios tienen dos moradas: el Infierno, en donde torturan a los condenados, y el aire, en donde incitan a los hombres a cometer acciones malvadas.
LA CAÍDA DEL DRAGÓN
Los Padres de la Iglesia compararon al ángel caído con el gran dragón apocalíptico; estos son los versos que han dado argumentos a los teólogos para defender tal reconstrucción, Apocalipsis (12, 7–9):
Y hubo guerra en el cielo. Miguel, con sus ángeles, luchó contra el dragón, que también luchó con sus ángeles; pero no se impusieron. Su lugar dejó de ser el cielo. El gran dragón fue expulsado, la serpiente antigua, aquel al que llaman diablo y Satanás, aquel que engaña a toda la Tierra, y con él se precipitaron también sus ángeles.