volvamos a la angustiosa pregunta de Job: «Dios, ¿por qué?».
¿Qué es lo que induce a Dios a permitir el mal? ¿Por qué afecta a un hombre y no a otro? Con toda seguridad, la mayor conquista del hombre sería entender el entramado de un designio cósmico, que nos afecta cada día con sus torbellinos oscuros e impenetrables.
La teología no advierte que el mal viene del demonio, y Dios, igual que un padre convencido del valor de sus hijos, no detiene el poder del maligno, sino que permite la prueba, seguro de la fuerza del hombre. Sin embargo, podemos preguntarnos, con el riesgo de ser considerados nihilistas, ¿esta fuerza la poseemos realmente? ¿O bien, a veces el escándalo del mal es demasiado fuerte, violento e injusto para ser soportado?
La figura de Job y su renegar de la vida invocando la muerte es totalmente comprensible. El mal que todos sufren, de una manera u otra, permite ver en Job el símbolo de toda la humanidad ante aquel dolor que ninguna filosofía es capaz de atenuar.
Ciertamente, sí que existen motivos para quedar desorientados si, por ejemplo, leemos o escuchamos las palabras de la Biblia (Isaías 45, 7): «Yo formo la luz y creo las tinieblas, hago el bienestar y provoco la demencia, yo, el Señor, hago todo esto».
En la especificación «provoco la demencia» hay una gran contradicción, porque provocar o consentir tienen significados muy diferentes. Pero la exegesis cristiana, pese a tener en la Vulgata una afirmación perentoria (creans malus), niega que Dios sea el autor del mal.
¿Dios permite el mal?
Dios permite a Satanás poner el hombre a prueba. En el Libro de Job le deja un amplio margen de actuación: «Pues bien, todo lo que es suyo [de Job, N. del A.] está en tu poder»; se trata de una afirmación importante porque permite valorar el peso del poder del diablo.
Dios permite el mal de la materia y el mal del alma, pero no lo crea ni lo causa, afirman los teólogos. Por tanto, en el universo creado por Dios la privación no fue eliminada, sino admitida y contemplada. Cada cosa está en su lugar, cada criatura, obra y suceso contribuiría en la armonía general, demostrando así que el mal también tiene un papel, una localización precisa.
Para Plotino, en De Providentia (I, 17), la razón universal es una, pero no está dividida en partes iguales:
Como en la flauta de Pan o en otros instrumentos, hay tubos de distinta longitud; y cada uno en su lugar da el sonido acorde con su posición concreta y con el conjunto de las otras. La maldad de las almas tiene su lugar en la belleza del universo. Lo que para ellas es contrario a la naturaleza, para el universo sí es conforme. El sonido es más débil, pero no disminuye la belleza del universo.
Una metáfora que viene, una vez más, a justificar el mal, describiéndolo como una presencia fundamental dentro del mecanismo cósmico, en el que lleva a cabo un papel preciso.
Pese a no tender al mal desde el principio, Dios lo conoce y confía en la sabiduría de los hombres. También es consciente del mal en la naturaleza, pero, recurriendo nuevamente a la teología, descubrimos que: «Dios no ha hecho la muerte y no siente ninguna alegría por la pérdida de vivos», Sapiencia (1, 13).
Un designio inescrutable involucra a todas las criaturas, marcadas desde el principio por una temporalidad atribuida a las culpas atávicas de los predecesores.
Todo se relaciona con Dios: «Si cae la desventura en la ciudad, ¿no será el Señor quien la ha hecho?», se pregunta en la Biblia el profeta (Amos 3, 6), enlazando la cuestión con el poder de Dios, pero sin ofrecer ninguna indicación sobre las motivaciones que pueden haber determinado la «desventura en la ciudad».
El poder de Dios aparece regulado por un mecanismo que ya no tiene ningún parámetro antropológico, sino exclusivamente cósmico e impenetrable: «El Señor da muerte y da vida, manda a los infiernos y hace volver de ellos. Así, en el I Libro de Samuel (2, 6) se pone de relieve el poder de Dios que hace sentir al hombre todavía más frágil, si bien le da el bien de la esperanza.
En el versículo surge con evidencia la predominancia de la muerte (el Señor da la muerte). Se trata de una indicación de significado denso, en contradicción directa con la tradición islámica: «Es Dios quien hace reír y llorar, nacer y morir» (Corán, LIII 43, 44).
Santo Tomás, parafraseando a San Pablo, aclara que Dios «no permite que ocurra ningún daño a los hombres que al final obstaculice su salvación», Carta a los romanos (8, 28).
En su esencia, el mal no debe entenderse como un signo definitivo, como una caída de la que uno no se puede levantar, sino como un paso que no invalida el fin último para el hombre que persevera en el bien.
Naturalmente, todo ello aparece como una importante e inalienable verdad para el hombre de fe, pero es difícil de entender por todos aquellos que no tienen la certeza de los designios de Dios.
En un estadio intermedio podríamos colocar aquí a todos aquellos que, con una actitud a menudo ambigua, temen a Dios, y lo consideran una especie de «controlador» siempre atento para castigar a los que no respetan las reglas impuestas. Tal actitud, sin embargo, puede ser de difícil comprensión tanto para los que poseen fe, como para los que carecen de ella.
Esta tendencia provoca, además, la formación de la imagen de un Dios que da miedo, que puede ser autor de la destrucción y regulador del mal; un Dios similar a las divinidades paganas, alejadas de la armonía del Verbo.
Pero, ¿cuál es el sentido de un Dios que debe dar miedo?
No olvidemos que el dolor no se puede suprimir porque está connaturalizado con la naturaleza, y el mal no puede ser eliminado porque está connaturalizado con Dios.
En el Antiguo Testamento, la intervención de Dios ha bajado directamente a la historia, y por esto nos parece más fuerte, más violento, en pocas palabras, más humano. Distinta es la cuestión en el Nuevo Testamento, donde la presencia divina está siempre mediada por la figura histórica de Jesucristo.
Tengamos en cuenta que, cuando el psicoanálisis se une con la teología, existe la posibilidad – opinable según nuestro punto de vista— de imputar completamente a Dios el origen y el uso de la violencia, situándola así fuera de la responsabilidad humana y, en cierto modo, exorcizándola.
Un Dios según el cual: «Está bien lo que quiero», por fuerza debe ser un dios inventado por los hombres. Una creación que sugiere, entre líneas, «tener a Dios de su lado», para sentirse en lo justo otorgándose así el derecho a juzgar.
Ninguna civilización puede estar fundada en verdades relativas, sino que debe basarse necesariamente en valores absolutos, en los cuales pueda construir sus propias certezas. Cuando en el Éxodo (83, 19) encontramos un Dios que afirma: «Extenderé mi mano y alcanzaré Egipto con todos los prodigios», y luego vemos el efecto de las siete plagas devastadoras, no podemos no temer la ira divina. La mortandad infantil, una de las plagas que afecta incluso al hijo del faraón, sugiere un Dios tremendo y no misericordioso, un Dios alejado de los barroquismos del icono y que debe ser visto, cuando sea necesario, como un castigador.
A veces ocurre que nos sentimos como niños que, después de haber escuchado algunas de las narraciones de la Biblia o visto películas como El príncipe de Egipto, se preguntan: «Pero entonces, ¿Dios es malo?».
No, Dios permite que Satanás nos ponga a prueba. Hasta el final.
La historia del diablo
En el mundo antiguo había varias figuras que, por aspecto y carácter, pueden compararse a nuestro modelo de diablo. Son seres que han desempeñado papeles simbólicos importantes en las religiones del Próximo y Medio Oriente.
Sumerios y asirio-babilonios
En Sumeria, se hallan las expresiones más antiguas de una demonología y angelología que influenciaría a los asirio-babilonios, al mundo hebraico hasta el cristianismo. En la cultura de los sumerios, las criaturas demoniacas estaban asociadas a efectos concretos (enfermedades, fenómenos atmosféricos, etc.) y su papel era directamente negativo, comprensible por todos, incluso sin el apoyo de la interpretación teológica.
Humbaba,