Blasco Ibáñez Vicente

El paraiso de las mujeres


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que le había contestado la seńora. Su hija era heredera de una respetable fortuna, y bien merecía que su esposo aportase, cuando menos, otro tanto á la asociación matrimonial.

      –Además—dijo la viuda—, yo deseo un yerno que sea persona seria y trabaje con provecho. Nunca me han gustado los hombres que pasan el tiempo sońando despiertos, leyendo libros ó escribiendo cosas que nada producen.

      Gillespie tuvo que reconocer que la viuda estaba bien enterada de su existencia; tal vez por la indiscreción de un amigo infiel, tal vez por las informaciones de algún detective particular. En realidad, este ingeniero era algo dado al ensueńo, gustaba mucho de la lectura, y en sus cajones, junto con los planos y los cálculos de su profesión, guardaba varios cuadernos de versos.

      Margaret le amaba; pero el amor de una seńorita de buena familia y excelente educación, acostumbrada á las comodidades que proporciona una gran fortuna, debe tener sus límites forzosamente. No iba ella á abandonar á su madre y á reńir con todas las familias amigas para casarse con un novio pobre, dedicado por completo á su amor é ignorante del camino que debía seguir en el presente momento. Estas resoluciones desesperadas sólo se ven en las novelas.

      Tenía además cierta confianza en el porvenir y consideraba oportuno dejar pasar el tiempo. Su madre tal vez cediese al ver que transcurrían los ańos sin que ella amase á otro hombre. Edwin podía estar seguro de su fidelidad. Mientras tanto, la Fortuna tal vez se fijase de pronto en Gillespie, como se había fijado en mister Haynes. Acostumbrada á ver en los salones de su casa á muchos hombres que habían empezado su carrera siendo pobres y ahora eran millonarios, se imaginó que esta era inevitablemente la historia de todos los humanos y que á Edwin le llegaría su turno.

      Pero la madre velaba, y cortó con una enérgica resolución esta rebeldía mansa. La seńora y la seńorita Haynes desaparecieron de su hotel. El ingeniero, después de disimuladas averiguaciones entre las familias amigas de ellas residentes en Pasadena y en Los Ángeles, llegó á saber que se habían trasladado á San Francisco. Fué allá, y consiguió una tarde hablar con Margaret en el Gran Parque, cuando paseaba con su maestra de espańol.

      La entrevista resultó grata para el joven, porque le dió la seguridad de que Margaret le amaba siempre; mas no por eso sacó de ella un resultado positivo.

      Miss Haynes era una buena hija y no se declararía nunca en rebelión contra su madre. Pero como en sus afectos sólo podía mandar ella, juró á Edwin que le esperaría un ańo, dos, tres, todos los que fuesen necesarios, hasta que él encontrase una situación verdaderamente lucrativa ó un medio indiscutible de hacer fortuna. Con esto era seguro que la madre cejaría en su resistencia.

      El ingeniero juró también con el entusiasmo de una juventud enérgica. Él conseguiría esta fortuna. Ignoraba completamente, al formular su juramento, de qué modo puede obtenerse la riqueza; pero una nueva voluntad, más fuerte que la que hasta entonces le había guiado en la vida, empezaba á despertar en su interior.

      –ĄAdiós, Margaret! Antes de un ańo seré rico, y nos casaremos….

      Luego, al verse solo, sin la dulce embriaguez que parecía invadirle cuando estaba al lado de su novia, volvió á contemplar la realidad tal como era, hostil y repelente. żCómo puede un hombre ganar unos cuantos millones en un ańo cuando los necesita para casarse con la mujer que ama?… Quiso ver otra vez á Margaret, para que su voluntad adquiriese nuevas fuerzas, pero no pudo encontrarla. La viuda de Haynes, que sin duda había tenido noticias de esta entrevista por la profesora de espańol, se marchó de San Francisco con su hija, y esta vez Edwin no pudo averiguar nada acerca de su paradero.

      Le era preciso, después de esto, tomar una resolución. Su vida en Los Ángeles, siguiendo los pasos de una muchacha millonaria, había disminuído considerablemente los contados miles de dólares que representaban todo su capital. Necesitaba lanzarse cuanto antes á un nuevo trabajo para no verse en la indigencia.

      Creyó, como todos, que la fortuna únicamente puede esperarnos en un lugar de la tierra muy apartado de aquel en que nacimos, casi en los antípodas, y por eso aceptó con verdadera fe los informes de un amigo que le aconsejaba ir á Australia, ofreciéndole para allá varias cartas de recomendación.

      Gillespie acabó embarcándose con rumbo á Melbourne, pero antes escribió á una amiga de Margaret para que ésta conociese su resolución y el lugar de la tierra adonde le encaminaba su nueva aventura.

      La larga navegación fué muy triste para él. La soledad voluntaria en que se mantuvo entre los pasajeros sirvió para excitar sus recuerdos dolorosos. Durante la primera escala en Honolulu tuvo la esperanza, sin saber por qué, de recibir un cablegrama de Margaret animándole á perseverar en su resolución. Pero no recibió nada.

      Luego vino la interminable travesía hasta Nueva Zelandia, siguiendo la curva de más de una mitad del globo terráqueo, á través de los numerosos archipiélagos esparcidos en el Pacífico. En Auckland tampoco le salió al encuentro ningún cablegrama.

      Varias familias de Nueva Zelandia tomaron pasaje para ir á Sidney ó á Melbourne. El joven americano evitaba toda amistad con los compańeros de viaje. Prefería la melancolía de sus recuerdos, entregándose á ellos ya que no le era posible el placer de la lectura. Durante la larga travesía había leído todos los volúmenes que llevaba con él y los de la biblioteca del buque, que por cierto no eran nuevos ni abundantes.

      Una tarde, cuando el paquebote debía hallarse cerca de la antigua Tierra de Van Diemen, el ingeniero, que dormitaba tendido en un sillón del puente de paseo, vió un libro abandonado en el sillón inmediato. Le bastó la primera ojeada para darse cuenta da que debía pertenecer á los nińos de una familia subida al buque en Nueva Zelandia.

      La cubierta del libro era en colores, y el dibujo de ella le hizo conocer su título antes de leerlo. Vió un hombre con sombrero de tres picos y casaca de largos faldones, que tenía las piernas abiertas como el coloso de Rodas y las manos apoyadas en las rótulas. Por entre las dos columnas de sus pantorrillas desfilaba, á pie y á caballo, llevando tambores al frente y banderas desplegadas, todo un ejército de enanos tocados con turbantes y plumeros, á estilo oriental.

      –Las Aventuras de Gulliver—murmuró el ingeniero—. El gracioso libro de Swift … ĄCuánto tiempo hace que no he leído esto!… ĄQué feliz era yo en los ańos que podía interesarme tal lectura!…

      Y Gillespie, tomando el volumen, lo abrió con una curiosidad risueńa y algo desdeńosa. Primeramente fué mirando las distintas láminas; después empezó la lectura de sus páginas, escogidas al azar, dispuesto á abandonarla, pero retardando el momento á causa de su curiosidad, cada vez más excitada. Al fin acabó por entregarse sin resistencia al interés de un libro que resucitaba en su memoria remotas emociones.

      Pero esta lectura, empezada contra su voluntad, fué interrumpida violentamente.

      Tembló el piso de la cubierta bajo sus pies. Todo el buque se estremeció de proa á popa, como un organismo herido en mitad de su carrera, que se detiene y acaba por retroceder á impulsos del golpe recibido.

      El ingeniero vió elevarse sobre la proa un gran abanico de humo negro y amarillento atravesado por muchos objetos obscuros que se esparcían en semicírculo. Esta cortina densa tomó un color de sangre al cubrir el horizonte enrojecido por la puesta del sol.

      Sonó una explosión inmensa, ensordecedora, y después se hizo un profundo silencio en la dulce serenidad de la tarde, como si el infinito del mar y el horizonte hubiesen absorbido hasta la última vibración del atronador desgarramiento. Pero el silencio fué corto. A continuación, todo el buque pareció cubrirse de aullidos de dolor, de gritos de sorpresa, de carreras de gentes enloquecidas por el pánico, de órdenes enérgicas. Por las dos chimeneas del paquebote se escaparon torrentes mugidores de humo negro, al mismo tiempo que debajo de la cubierta empezaba un jadeo ruidoso, igual al estertor de un gigante moribundo.

      A partir de este momento, el ingeniero creyó haber caído en un mundo irreal, en una vida distinta de la ordinaria. Los hechos se sucedieron con una rapidez desconcertante.

      Se vió hablando con un oficial que corría á lo largo de la cubierta dando gritos á los marineros para que echasen