Blasco Ibáñez Vicente

La Tierra de Todos


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meditabundo, y algunos minutos después levantó la cabeza, dándose cuenta de que su ayuda de cámara había entrado en la habitación.

      Se esforzó por ocultar su inquietud al enterarse de que un señor deseaba verle y no había querido dar su nombre. Era tal vez algún acreedor de su esposa, que se valía de este medio para llegar hasta él.

      –Parece extranjero—siguió diciendo el criado—, y afirma que es de la familia del señor marqués.

      Tuvo un presentimiento Torrebianca que le hizo sonreir inmediatamente por considerarlo disparatado. ¿No sería este desconocido su camarada Robledo, que se presentaba con una oportunidad inverosímil, como esos personajes de las comedias que aparecen en el momento preciso?… Pero era absurdo que Robledo, habitante del otro lado del planeta, estuviese pronto á dejarse ver como un actor que aguarda entre bastidores. No. La vida no ofrece casualidades de tal especie. Esto sólo se ve en el teatro y en los libros.

      Indicó con un gesto enérgico su voluntad de no recibir al desconocido; pero en el mismo instante se levantó el cortinaje de la puerta, entrando alguien con un aplomo que escandalizó al ayuda de cámara.

      Era el intruso, que, cansado de esperar en la antesala, se había metido audazmente en la pieza más próxima.

      Se indignó el marqués ante tal irrupción; y como era de carácter fácilmente agresivo, avanzó hacia él con aire amenazador. Pero el hombre, que reía de su propio atrevimiento, al ver á Torrebianca levantó los brazos, gritando:

      –Apuesto á que no me conoces… ¿Quién soy?

      Le miró fijamente el marqués y no pudo reconocerlo. Después sus ojos fueron expresando paulatinamente la duda y una nueva convicción.

      Tenía la tez obscurecida por la doble causticidad del sol y del frío. Llevaba unos bigotes cortos, y Robledo aparecía con barba en todos sus retratos… Pero de pronto encontró en los ojos de este hombre algo que le pertenecía, por haberlo visto mucho en su juventud. Además, su alta estatura… su sonrisa… su cuerpo vigoroso…

      –¡Robledo!—dijo al fin.

      Y los dos amigos se abrazaron.

      Desapareció el criado, considerando inoportuna su presencia, y poco después se vieron sentados y fumando.

      Cruzaban miradas afectuosas é interrumpían sus palabras para estrecharse las manos ó acariciarse las rodillas con vigorosas palmadas.

      La curiosidad del marqués, después de tantos años de ausencia, fué más viva que la del recién llegado.

      –¿Vienes por mucho tiempo á París?—preguntó á Robledo.

      –Por unos meses nada más.

      Después de forzar durante diez años el misterio de los desiertos americanos, lanzando á través de su virginidad, tan antigua como el planeta, líneas férreas, caminos y canales, necesitaba «darse un baño de civilización».

      –Vengo—añadió—para ver si los restoranes de París siguen mereciendo su antigua fama, y si los vinos de esta tierra no han decaído. Sólo aquí puede comerse el Brie fresco, y yo tengo hambre de este queso hace muchos años.

      El marqués rió. ¡Hacer un viaje de tres mil leguas de mar para comer y beber en París!… Siempre el mismo Robledo. Luego le preguntó con interés:

      –¿Eres rico?…

      –Siempre pobre—contestó el ingeniero—. Pero como estoy solo en el mundo y no tengo mujer, que es el más caro de los lujos, podré hacer la misma vida de un gran millonario yanqui durante algunos meses. Cuento con los ahorros de varios años de trabajo allá en el desierto, donde apenas hay gastos.

      Miró Robledo en torno de él, apreciando con gestos admirativos el lujoso amueblado de la habitación.

      –Tú sí que eres rico, por lo que veo.

      La contestación del marqués fué una sonrisa enigmática. Luego, estas palabras parecieron despertar su tristeza.

      –Háblame de tu vida—continuó Robledo—. Tú has recibido noticias mías; yo, en cambio, he sabido muy poco de ti. Deben haberse perdido muchas de tus cartas, lo que no es extraordinario, pues hasta los últimos años he ido de un lugar á otro, sin echar raíces. Algo supe, sin embargo, de tu vida. Creo que te casaste.

      Torrebianca hizo un gesto afirmativo, y dijo gravemente:

      –Me casé con una dama rusa, viuda de un alto funcionario de la corte del zar… La conocí en Londres. La encontré muchas veces en tertulias aristocráticas y en castillos adonde habíamos sido invitados. Al fin nos casamos, y hemos llevado desde entonces una existencia muy elegante, pero muy cara.

      Calló un momento, como si quisiera apreciar el efecto que causaba en Robledo este resumen de su vida. Pero el español permaneció silencioso, queriendo saber más.

      –Como tú llevas una existencia de hombre primitivo, ignoras felizmente lo que cuesta vivir de este modo… He tenido que trabajar mucho para no irme á fondo, ¡y aún así!… Mi pobre madre me ayuda con lo poco que puede extraer de las ruinas de nuestra familia.

      Pero Torrebianca pareció arrepentirse del tono quejumbroso con que hablaba. Un optimismo, que media hora antes hubiese considerado absurdo, le hizo sonreir confiadamente.

      –En realidad no puedo quejarme, pues cuento con un apoyo poderoso. El banquero Fontenoy es amigo nuestro. Tal vez has oído hablar de él. Tiene negocios en las cinco partes del mundo.

      Movió su cabeza Robledo. No; nunca había oído tal nombre.

      –Es un antiguo amigo de la familia de mi mujer. Gracias á Fontenoy, soy director de importantes explotaciones en países lejanos, lo que me proporciona un sueldo respetable, que en otros tiempos me hubiese parecido la riqueza.

      Robledo mostró una curiosidad profesional. «¡Explotaciones en países lejanos!…» El ingeniero quería saber, y acosó á su amigo con preguntas precisas. Pero Torrebianca empezó á mostrar cierta inquietud en sus respuestas. Balbuceaba, al mismo tiempo que su rostro, siempre de una palidez verdosa, se enrojecía ligeramente.

      –Son negocios en Asia y en África: minas de oro… minas de otros metales… un ferrocarril en China… una Compañía de navegación para sacar los grandes productos de los arrozales del Tonkín… En realidad yo no he estudiado esas explotaciones directamente; me faltó siempre el tiempo necesario para hacer el viaje. Además, me es imposible vivir lejos de mi mujer. Pero Fontenoy, que es una gran cabeza, las ha visitado todas, y tengo en él una confianza absoluta. Yo no hago en realidad mas que poner mi firma en los informes de las personas competentes que él envía allá, para tranquilidad de los accionistas.

      El español no pudo evitar que sus ojos reflejasen cierto asombro al oir estas palabras.

      Su amigo, dándose cuenta de ello, quiso cambiar el curso de la conversación. Habló de su mujer con cierto orgullo, como si considerase el mayor triunfo de su existencia que ella hubiese accedido á ser su esposa.

      Reconocía la gran influencia de seducción que Elena parecía ejercer sobre todo lo que le rodeaba. Pero como jamás había sentido la menor duda acerca de su fidelidad conyugal, mostrábase orgulloso de avanzar humildemente detrás de ella, emergiendo apenas sobre la estela de su marcha arrolladura. En realidad, todo lo que era él: sus empleos generosamente retribuídos, las invitaciones de que se veía objeto, el agrado con que le recibían en todas partes, lo debía á ser el esposo de «la bella Elena».

      –La verás dentro de poco… porque tú vas á quedarte á almorzar con nosotros. No digas que no. Tengo buenos vinos, y ya que has venido del otro lado de la tierra para comer queso de Brie, te lo daré hasta matarte de una indigestión.

      Luego abandonó su tono de broma, para decir con voz emocionada:

      –No sabes cuánto me alegra que conozcas á mi mujer. Nada te digo de su hermosura; las gentes la llaman «la bella Elena»; pero su hermosura no es lo mejor. Aprecio más su carácter casi infantil. Es caprichosa algunas veces, y necesita mucho dinero para su vida; pero ¿qué mujer no es así?…