existía en este lugar.
De repente Marisol sintió algo extraño, como si se cayera a algún sitio viajando a través del tiempo. La chica se vio aquí mismo, pero todo era distinto; había mucha gente alrededor, vestidos muy raros; unos edificios desconocidos se levantaban por todos lados, y la gente estaba reuniéndose, como preparándose para algo importante.
Y de súbito, surgió ante su mirada la imagen del joven cantante desde el coro de la iglesia – Marisol, no se sabe por que, se daba cuenta que era precisamente él, aunque parecía que era un hombre de aspecto muy diferente. Se encontraba entre la multitud contando algo a la gente, y ella le miraba y estaba orgullosa de él.
Marisol volvió en si porque Isabel le tiraba del brazo.
– Marisol, ¿qué te pasa? – le preguntó su hermana, asustada – parecía como si te hubieras dormido, aunque estabas con los ojos abiertos.
La muchacha entornó los ojos y sacudió la cabeza.
– De verdad, ha sido un momento muy extraño, como si tuviera un sueño, pero muy raro – le contestó Marisol a su hermana, aún bajo los efectos de su visión. – Estuve en este mismo lugar, pero había mucha gente desconocida, muy rara, y yo estaba entre ellos. Una ciudad antigua, una gran reunión – no sé pues que me ha pasado, no sabría explicarte, .... no sé que era todo esto.
La muchacha parecía un poco confundida.
Isabel miraba a su hermana con sumisión, quería mucho a Marisol y sabía que era muy distinta, no tal y como las demás.
– Bueno, hermanita, ya es tiempo para volver a casa – dijo Marisol levantándose. – Isabel, te lo ruego, no le digas a nadie de nuestro paseo, de este lugar, del paso en la muralla. Y sobre todo, nadie debe saber de mi sueño, que se quede todo entre nosotras dos, si no pensarán que estamos locas. No le revelaremos a nadie nuestros secretos.
– Muy bien, vale pues, te lo juro, Marisol, ¡nadie se enterará de nuestro arcano! – exclamó Isabel.
Las chicas se pusieron en camino para volver a la casa y pronto se encontraron en el patio de su finca.
Doña Encarnación ya empezaba a preocuparse por ellas, pero sabía que el jardín era muy grande, rodeado por una muralla tras la cual era imposible escalar, por eso su madre no tenía miedo que a sus hijas les pudiera suceder algo, así que simplemente las regañó porque todavía las gustaba esconderse de los mayores aunque ya no eran niñas.
– Perdónanos mamá, por favor – le dijo Marisol – nuestro jardín es tan grande, con tantos hermosos rincones, que ¡no nos dan ganas de irnos de aquí!
– Bueno, os habéis liberado y disfrutado a voluntad, pajaritas – les contestó Doña Encarnación, riéndose – ¡disfrutad de la libertad!
Capítulo 12
Al día siguiente Marisol se fue a la parroquia que estaba en una aldea no lejos de la finca. Allí servía de cura el padre Alejandro con quien la chica confesaba de vez en cuando.
A la muchacha le gustaba mucho conversar con él. Padre Alejandro celebraba oficios hacía ya mucho tiempo, en aquella pequeña parroquia al borde del pueblo, y que frecuentaban los hacendados desde las fincas vecinas y los campesinos de la aldea. Ya era un hombre de avanzada edad, y los parroquianos le querían por su sabiduría y amabilidad. Siempre encontraba palabras para dar consuelo a los que lo necesitaban en difíciles momentos de la vida. Marisol le recordaba aún desde su niñez. Por haber perdido a su padre hacía unos años, le faltaban los consejos de un hombre, por eso siempre que lo necesitaba, con mucho gusto se comunicaba con el cura que también la quería como si fuera su hija.
– Necesito confesar y hablar con usted sobre muchas cosas, padre – le dijo Marisol al cura al saludarlo, cuando se vieron en la iglesia; al oír esto el Padre Alejandro invitó a la muchacha a sentarse en el banco junto a sí mismo.
– He cometido muchos errores durante los últimos meses – empezó Marisol su charla – y me siento culpable. Por mi causa, casi murió un caballero quedando herido grave, y además coqueteé en el baile con otro hombre aunque me parecía muy antipático.
– ¿Cuándo has logrado hacer de mala gana todo esto, hija mía? – le preguntó el cura cariñosamente – ¿no crees quizás, que estás engrandeciendo tu culpa y te auto flagelas tontamente?, ¡yo ya te conozco bien! – sonrió.
Marisol le relató muy detalladamente todo le que le había pasado en los últimos meses, mientras el padre Alejandro la estaba escuchando muy atentamente frunciendo el ceño.
– Es una historia muy ingrata, hija mía – le dijo al callarse un poco – Por una parte, como si no tuvieras la culpa, no querías que a tu antiguo novio le hicieran daño. Hasta tu hermano se negó a vengarle. Sin embargo, pasó lo que pasó. Quizás, el Señor le castigó por otras razones desconocidas para nosotros.
– Por otra parte – continuaba el cura – ya te has dado cuenta de que aquel hombre no había sido predestinado para ti, entonces, intentaste apropiártelo utilizando los celos; esto es un pecado, hija mía. No importa lo que te hubiera prometido y que no lo cumpliera, simplemente Dios lo apartó de ti. No obstante, en tus adentros, tuviste ganas de vengarle ¿no?
Marisol bajó su cabeza.
– Pues bien, Marisol, a veces la envidia y el deseo de vengar hieren antes que la espada; tienes que arrepentirte y pedir perdón, hija mía. Y también, porque intentaste involucrar a otra persona en tu venganza. Según lo que me has contado no me parece un hombre decente. De esta manera, al coquetear con él, abriste una caja de Pandora, esto es muy peligroso, porque no se sabe qué pueda cometer tu pariente. Deben tener cuidado, tanto tú como toda la familia.
Los dos se quedaron callados un rato.
– Otro cura, en mi lugar, te recomendaría que te retirases al convento – continuó el padre Alejandro. – Sin embargo, según te conozco, tú no has sido creada para llevar una vida de monja. Quizás los años de estudios que pasaste en el monasterio de las carmelitas, te fatigaron bastante.
– Pues, que hago, padre? – le preguntó Marisol.
– Tienes que frecuentar el templo, pedir perdón al Señor y arrepentirte por lo que has hecho o pensabas hacer. Dios te perdonará. Respecto al amor, … creo que el amor de tu vida aún no ha aparecido y que lo encontrarás más adelante.
Marisol meneó su cabeza y respiró dolorosamente. Padre Alejandro la miró interrogativamente. La muchacha le contó también, como hacía unos años había conocido a un cantante del coro de la iglesia que debía hacerse cura, y como se había enamorado de él.
– ¡Ahora lo comprendo! – exclamó el padre – Sólo me queda compadecerte, hija mía. Es un gran disgusto enamorarse de un hombre que no pueda casarse, ya que debe servir a Dios. El Señor te ha hecho pasar por una prueba muy grave; intentabas a olvidar a aquel muchacho por medio de otro. Lamentablemente, muchas personas actúan de la misma manera, pero no es justo, hija mía – suspiró el padre – como ves, no ha salido nada bueno de todo esto.
Marisol lo miró penosamente.
–
Pues entonces ¿qué hago padre, con todo esto? – volvió a preguntarle – No se puede amar a este hombre ya que está predestinado a Dios; por otra
parte, tampoco podía amar a otro hombre ya que había sido predestinado para otra mujer. Entonces ¿quién está predestinado para mí?
– Aún eres joven hija mía, ya encontrarás a tu prometido.
– Y ¿si de repente resultara que, otra vez, aparece otro hombre, no estará predestinado para mí?
– Al prometido no le pasarás de largo – contestó el padre Alejandro, de una forma evasiva.
La muchacha se quedó sorprendida, al oír esta afirmación. ¿Qué podría significar? ¿qué quería decirle el padre Alejandro?
– Padre ¿por qué es así el mundo, que si uno sirve a Dios, no puede amar a nadie, no