abiertas. Todos los enemigos de España ya habían sido derrotados, y tan sólo unos pocos bandoleros errantes amenazaban a la cuidad.
Grandes torres de guardia se alzaban a los lados de la puerta maciza de la ciudad. Córdoba estaba cubierta de jardines, que se habían iniciado justo detrás de sus callejuelas estrechas, a donde daban las fachadas ciegas de las casas. Los ciudadanos decidieron introducir una variedad en estos muros tristones, y para adornarlos colgaban en los frentes de sus casas macetas de hermosas flores.
Era un aspecto hermoso, sin embargo el coche no pudo entrar estas calles estrechas, y aunque las chicas quisieron salir para mirar a corta distancia la esplendidez de las flores, don José fue inflexible.
El coche prosiguió al centro de la ciudad donde se encontraba el Alcázar, que fue previamente residencia del emir, pero en aquel momento en el edificio se había instalado el Tribunal Supremo de la Iglesia o sea La Inquisición. Cerca estaba también la Mezquita que había sido remodelada y reconvertida en una Catedral cristiana.
Entraron en la Plaza Mayor, Don José detalladamente relataba a las chicas historias y anécdotas sobre los musulmanes, previos habitantes de la ciudad, y de las tradiciones y hábitos de los ciudadanos modernos.
Al pasar por el centro de la ciudad se dirigieron al muelle del río Guadalquivir, donde se veían ruinas de un antiguo puente romano. Allí paseaba mucha gente, y Don José dejó a las chicas salir del coche y caminar un poco. Las amigas aprovecharon esa oportunidad con mucha alegría, mientras su guardián mantenía los ojos puestos en ellas.
Por el muelle aparatoso deambulaba mucha gente, aunque la mayoría de ellos no parecían ser de abolengos nobles. Cerca se encontraban jineteando con sus caballos, unos caballeros de Su Majestad. Las chicas no apartaron los ojos de los muchachos arrogantes, y de improviso, un joven del grupo de caballeros, al verlas, exclamó:
– Elena, hermanita mía!
Hacia las chicas se acercó en su caballo un esbelto jinete. El muchacho se desmontó sin soltar las bridas e hizo una reverencia.
– ¡Enrique, hermano mío! – le contesto Elena, abrazando al muchacho – ¡qué alegría!
El joven, vestido con la armadura de caballero, parecía muy simpático y amable, era de estatura media, delgado, incluso esbelto y de ojos grises.
– Elena, ¿cómo es que estás aquí? – le preguntó a su hermana. – Y ¿quién es esta muchacha tan hermosa que está a tu lado? – añadió mirando con una sonrisa a Marisol.
– Ah! ¡te la presento! – exclamó Elena. – Marisol, este es Enrique, mi hermano, está aquí cumpliendo el servicio militar, es caballero de Su Majestad; mira ¡esta es Marisol Echevería de la Fuente, mi amiga! – añadió, volviendo la cabeza hacia Maria Soledad. – Estudiamos juntas en el monasterio, su familia tiene aquí una finca y estoy de visita en su casa.
Se volvió hacia el administrador, Don José, que mantenía sus ojos puestos en las chicas, recordando y respetando las indicaciones de Doña María Isabel.
– Mira, este es Don José ¡que está cuidando de nosotras, por si nos sucediera algo!
Todos los presentes se echaron a reír; entre tanto, el caballero joven no apartaba sus ojos de Marisol.
– ¿Qué le parece todo por aquí, en Córdoba, le gusta? – le preguntó.
La chica se confundió y agachó la vista.
– Sí, me parece hermoso todo lo que he visto por aquí, sin embargo hoy acabamos de llegar y aún no hemos visto muchas cosas.
– Bueno, ¿qué pasa? – dijo Enrique, – con su permiso, les enseñaré Córdoba, todos los lugares de interés que hay en la ciudad y sus alrededores, cuando tenga un día de descanso.
– Marisol, ¿podemos invitar a Enrique a visitar su finca? – preguntó Elena con ánimo.
– Creo que sí, – contestó la chica, pero hay que advertir a la abuela.
– Dentro de cinco días tengo un día de descanso, ¿podríamos vernos?,– le preguntó Enrique a Marisol.
– Voy a decir a la abuela que usted es hermano de Elena y quiere visitarnos, ¡creo que dará su permiso! – contestó ella.
– Bueno, ¡así quedamos! – el muchacho se alivió. Era obvio que le gustara la amiga de Elena y quería volver a verla.
Entre tanto, Don José les hacía signos de que ya era tiempo para volver a casa, así que las chicas subieron al coche.
–
¿Puedo acompañarles hasta la puerta de la ciudad? – preguntó Enrique montando a su caballo de un salto.
El coche se puso en marcha y se dirigió hacia la salida de la ciudad; acompañada por el hermano de Elena, las chicas soltaban risillas, mirándose una a otra con aspecto enigmático, pícaro y simpático, mientras estaban yendo junto a él, y ya cerca de la puerta Enrique se despidió prometiendo visitar la finca de Marisol al cabo de unos días.
– Bueno, ¿qué te pareció mi hermano? – sopló Elena a Marisol al oído con un aspecto conspirativo, ¿te acuerdas cómo te miraba?, ¡parece que ha puesto los ojos en ti!
– Tu hermano es muy simpático y galante, produce una buena impresión, – contestó Marisol de una forma evasiva, – aún no sé, ya veremos.
Sin embargo, era obvio que el encuentro con el hermano de Elena no la había dejado indiferente.
Al volver a casa, las chicas pidieron que les dejaran dormir juntas en el dormitorio de Marisol, pero antes de dormirse, las dos estuvieron susurrando y riéndose hasta la medianoche, acordándose de los eventos del día que ya había pasado. La vida les parecía una aventura fascinante y estuvieron saboreando los milagros que les esperaban.
Capítulo 3
El domingo en la finca de la familia de la Fuente estaban esperando a los huéspedes. Doña Maria Isabel daba indicaciones a la cocinera respecto a los platos que tenía que preparar. Se suponía que el hermano de Elena no llegaría solo, sino que llevaría consigo a un amigo para presentárselo a su hermana.
Marisol se puso un vestido azul claro que le sentaba muy bien a su esbelta figura, y que matizaba su piel blanca y suave. El vestuario de Elena era de color beige claro. La chica era más fuerte y gruesa que Marisol, pero tenía una figura muy elegante y los contornos de su cimbreño cuerpo hacían suspirar a muchos caballeros jóvenes.
Marisol se encontraba muy agitada, pues era la primera vez en su vida que tenía por delante una cita con un muchacho que le había prestado atención, y pensaba que quizá a ella le cayera bien al volverlo a ver.
Los visitantes llegaron justo a la hora de la comida. Enrique en efecto trajo consigo a un amigo, se llamaba Ramón del Castillo y era hijo de uno de los terratenientes más ricos del país. El muchacho era alto y flaco, de pelo denso de color negro y de facciones agudas. Los dos muchachos tenían veinte años. Enrique y su amigo vinieron sin armadura de caballero, vestidos con chupas elegantes.
Al tenerlo cerca Marisol pudo observar mejor al hermano de Elena. Era bastante atractivo, tenía la cara morena, cubierta por el bronceado del sur y el muchacho era muy esbelto, de muy buena estatura, igual que su hermana.
Los jóvenes caballeros saludaron muy amablemente a Doña Maria Isabel y le hicieron regalos, dulces de Levante, preparados por los mejores pasteleros de Córdoba.
Enrique presentó a los dueños de la finca a su amigo, abrazó a su hermana, después hizo una reverencia a Marisol; la chica le contestó de la misma manera, bajó la mirada, y desde aquel momento el muchacho ya no apartaba la vista de ella.
El amigo de Enrique era un charlatán muy alegre, que bromeaba sin parar dando cumplidos a las damas. Elena apenas le prestó atención, pero por educación demostraba su amabilidad hacia él, según lo requerían las reglas de etiqueta.
La mesa para la comida fue hecha en el patio. Sirvieron cerdo al horno, platos de judías pintas,