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y á librecultista con tan furibundo ardor, que ya no pudo volver al rebaño, ni aunque quisiera le habían de admitir. Lo primero que hizo el condenado fué dejarse crecer las barbas, despotricarse en los clubs, escribir tremendas catilinarias contra los de su oficio, y, por fin, operando verbo et gladio, se lanzó á las barricadas con un trabuco naranjero que tenía la boca lo mismo que una tompeta. Vencido y dado á los demonios, le catequizaron los protestantes, ajustándole para predicar y dar lecciones en la capilla, lo que él hacía de malísima gana y sólo por el arrastrado garbanzo. A Madrid vino cuando aquella gentil pareja, Don Horacio y Doña Malvina, puso su establecimiento evangélico en Chamberí. Por un regular estipendio, Bailón les ayudaba en los oficios, echando unos sermones agridulces, estrafalarios y fastidiosos. Pero al año de estos tratos, yo no sé lo que pasó… ello fué cosa de algún atrevimiento apostólico de Bailón con las neófitas: lo cierto es que Doña Malvina, que era persona muy mirada, le dijo en mal español cuatro frescas; intervino D. Horacio, denostando también á su coadjutor, y entonces Bailón, que era hombre de muchísima sal para tales casos, sacó una navaja tamaña como hoy y mañana, y se dejó decir que si no se quitaban de delante les echaba fuera el mondongo. Fué tal el pánico de los pobres ingleses, que echaron á correr pegando gritos y no pararon hasta el tejado. Resumen: que tuvo que abandonar Bailón aquel acomodo, y después de rodar por ahí dando sablazos, fue á parar á la redacción de un periódico muy atrevidillo; como que su misión era echar chinitas de fuego á toda autoridad: á los curas, á los obispos y al mismo Papa. Esto ocurría el 73, y de aquella época datan los opúsculos políticos de actualidad que publicó el clerizonte en el folletín, y de los cuales hizo tiraditas aparte; bobadas escritas en estilo bíblico, y que tuvieron, aunque parezca mentira, sus días de éxito. Como que se vendían bien, y sacaron á su endiablado autor de más de un apuro.

      Pero todo aquello pasó, la fiebre revolucionaria, los folletos, y Bailón tuvo que esconderse, afeitándose para disfrazarse y poder huir al extranjero. A los dos años asomó por aquí otra vez, de bigotes larguísimos, aumentados con parte de la barba, como los que gastaba Víctor Manuel; y por si traía ó no traía chismes y mensajes de los emigrados, metiéronle mano y le tuvieron en el Saladero tres meses. Al año siguiente, sobreseída la causa, vivía el hombre en Chamberí, y según la cháchara del barrio, muy á lo bíblico, amancebado con una viuda rica que tenía rebaño de cabras y además un establecimiento de burras de leche. Cuento todo esto como me lo contaron, reconociendo que en esta parte de la historia patriarcal de Bailón hay gran obscuridad. Lo público y notorio es que la viuda aquélla cascó, y que Bailón apareció al poco tiempo con dinero. El establecimiento y las burras y cabras le pertenecían. Arrendólo todo; se fué á vivir al centro de Madrid, dedicándose á inglés, y no necesito decir más para que se comprenda de donde vinieron su conocimiento y tratos con Torquemada, porque bien se ve que éste fué su maestro, le inició en los misterios del oficio, y le manejó parte de sus capitales como había manejado los de Doña Lupe la Magnífica, más conocida por la de los pavos.

      Era D. José Bailón un animalote de gran alzada, atlético, de formas robustas y muy recalcado de facciones, verdadero y vivo estudio anatómico por su riqueza muscular. Ultimamente había dado otra vez en afeitarse; pero no tenía cara de cura, ni de fraile, ni de torero. Era más bien un Dante echado á perder. Dice un amigo mío, que por sus pecados ha tenido que vérselas con Bailón, que éste es el vivo retrato de la sibila de Cumas, pintada por Miguel Angel, con las demás señoras sibilas y los Profetas en el maravilloso techo de la Capilla Sixtina. Parece, en efecto, una vieja de raza titánica que lleva en su ceño todas las iras celestiales. El perfil de Bailón, y el brazo y pierna, como troncos añosos; el forzudo tórax, y las posturas que sabía tomar, alzando una pataza y enarcando el brazo, le asemejaban á esos figurones que andan por los techos de las catedrales, espatarrados sobre una nube. Lástima que no fuera moda que anduviéramos en cueros, para que luciese en toda su gallardía académica este ángel de cornisa. En la época en que lo presento ahora, pasaba de los cincuenta años.

      Torquemada lo estimaba mucho, porque en sus relaciones de negocios, Bailon hacía gala de gran formalidad y aun de delicadeza. Y como el clérigo renegado tenía una historia tan variadita y dramática, y sabía contarla con mucho aquél, adornándola con mentiras, D. Francisco se embelesaba oyéndole, y en todas las cuestiones de un orden elevado le tenía por oráculo. D. José era de los que con cuatro ideas y pocas más palabras se las componen para aparentar que sabe lo que ignoran y deslumbrar á los ignorantes sin malicia. El más deslumbrado era D. Francisco, y además el único mortal que leía los folletos bailónicos á los diez años de publicarse; literatura envejecida casi al nacer, y cuyo fugaz éxito no comprendemos sino recordando que la democracia sentimental, á estilo de Jeremías, tuvo también sus quince.

      Escribía Bailón aquellas necedades en parrafitos cortos, y á veces rompía con una cosa muy santa; verbigracia: «Gloria á Dios en las alturas y paz», etc … para salir luego por este registro:

      «Los tiempos se acercan, tiempos de redención en que el hijo del Hombre será dueño de la tierra.

      »El Verbo depositó hace diez y ocho siglos la semilla divina. En noche tenebrosa fructificó. He aquí las flores.

      »¿Cómo se llaman? Los derechos del pueblo.»

      Y á lo mejor, cuando el lector estaba más descuidado, les soltaba ésta:

      «He ahí al tirano. ¡Maldito sea!

      »Aplicad el oído y decidme de dónde viene ese rumor vago, confuso, extraño.

      »Posad la mano en la tierra y decidme, por qué se ha estremecido.

      »Es el hijo del Hombre que avanza, decidido á recobrar su primogenitura.

      »¿Por qué palidece la faz del tirano? ¡Ah! el tirano ve que sus horas están contadas …»

      Otras veces empezaba diciendo aquello de: «Joven soldado, ¿á dónde vas?» Y por fin, después de mucho marear, quedábase el lector sin saber á dónde iba el soldadito, como no fueran todos, autor y público, á Leganés.

      Todo esto le parecía de perlas á D. Francisco, hombre de escasa lectura. Algunas tardes se iban á pasear juntos los dos tacaños, charla que te charla; y si en negocios era Torquemada la sibila, en otra clase de conocimientos no había más sibila que el Sr. de Bailón. En política, sobre todo, el ex-clérigo se las echaba de muy entendido, principiando por decir que ya no le daba la gana de conspirar; como que tenía la olla asegurada y no quería exponer su pelleja para hacer el caldo gordo á cuatro silbantes. Luego pintaba á todos los políticos, desde el más alto al más obscuro, como un atajo de pilletes, y les sacaba la cuenta, al céntimo, de cuanto habían rapiñado … Platicaban mucho también de reformas urbanas, y como Bailón había estado en París y Londres, podía comparar. La higiene pública les preocupaba á entrambos: el clérigo le echaba la culpa de todo á los miasmas, y formulaba unas teorías biológicas que eran lo que había que oir. De astronomía y música también se le alcanzaba algo, no era lego en botánica, ni en veterinaria, ni en el arte de escoger melones. Pero en nada lucía tanto su enciclopédico saber como en cosas de religión. Sus meditaciones y estudios le habían permitido sondear el grande y temerario problema de nuestro destino total. «¿A dónde vamos a parar cuando nos morimos? Pues volvemos a nacer: esto es claro como el agua. Yo me acuerdo—decía mirando fijamente á su amigo y turbándole con el tono solemne que daba á sus palabras,—yo me acuerdo de haber vivido antes de ahora. He tenido en mi mocedad un recuerdo vago de aquella vida, y ahora, á fuerza de meditar, puedo verla clara. Yo fui sacerdote en Egipto, ¿se entera usted? allá por los años de que sé yo cuántos … sí, señor, sacerdote en Egipto. Me parece que me estoy viendo con una sotana ó vestimenta de color de azafrán, y unas al modo de orejeras que me caían por los lados de la cara. Me quemaron vivo, porque … verá usted … había en aquella iglesia, digo, templo, una sacerdotisita que me gustaba … de lo más barbián, ¿se entera usted?… ¡y con unos ojos … así, y un golpe de caderas, Sr. D. Francisco…! En fin, que aquello se enredó, y la diosa Isis y el buey Apis lo llevaron muy á mal. Alborotóse todo aquel cleriguicio, y nos quemaron vivos á la chávala y á mí… Lo que le cuento es verdad, como ese es sol. Fijese usted bien, amigo; revuelva en su memoria; rebusque bien en el sótano y en los